En
la fría noche de Baltimore, el 7 de Octubre de 1849 alguien le dio muerte a
Edgar Alan Poe.
“Digan
lo que digan, él fue asesinado” – diría el informador, con la seguridad de
quien sabe cosas que nadie quiere oír –.
Claro
que esto suena absurdo, al menos a quienes conocemos las circunstancias de su
muerte. ¿Las conocemos? Edgar jamás
recuperó su lucidez lo suficiente como para explicar dónde había estado, qué le
había ocurrido o cómo llegó a aquella calle de
Baltimore; tampoco porqué vestía ropas que no eran suyas
Lo ubicaron en el lecho y
pretendieron aliviarlo, pero al reponerse del aturdimiento se puso como loco y murmuró
cosas horrendas que pusieron carne de gallina a todos los presentes. Se
prolongó esa paranoia hasta el siguiente día, cuando al final recuperó el juicio
y exigió la presencia de un capellán.
Más tarde, después de
una larga conversación con el Padre Henry, capellán de la Iglesia de Killington,
Rafas convocó a toda la familia y les requirió una enfática promesa de que de
ningún modo transitarían por cierta calle de Baltimore. No dio razón alguna para
tal cosa. No dijo nada más y murió aquella misma noche.
Aún vive en Killington
el único descendiente que quedó; no gasta palabras con referencia
a lo acontecido a su
antepasado; sólo las necesarias.
“Era tan oscura la tal noche que no podía verse uno las manos heladas o
el hálito que disipaba procurando calentarlas”.
La
causa de la muerte de Edgar siempre fue un misterio. Las teorías sobre aquella noche
han girado sobre supuestos variados: delirium tremens, ataque cardíaco,
epilepsia, meningitis, cólera, ebriedad. Y también el asesinato.
“El luchó violentamente, alucinando y muy
angustiado, por algún tiempo, hasta que logró escapar y corrió. Corría y tambaleaba
por aquella calle tan larga como su agonía, y negra como un Gato Negro”
El
cementerio parece prepararse cada año y en este último, momento de esta narración,
una bruma intensa y tibia cubre el sector de la tumba de Edgar, aguardando la visita
ya emblemática del brindador. Pero esta vez no hubo tal visita.
Y
el único descendiente antes nombrado, termina siempre igual su breve crónica de
los hechos…
“Lo venció la evidencia de lo inminente. Las
rosas tampoco perduran; lo único eterno es el recuerdo. ¿Y el coñac?… En el coñac
flota la ausencia, tornándola menos virulenta”.-
Cuento Corto (2018)
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