lunes, 26 de septiembre de 2022

El color de los cardos

 Me desperté un atardecer, más allá del monte bajo prendido de pastizales, en donde sólo descansan lagartijas y escarabajos. Era, tal vez, la hora de las ollas hirviendo esperando el culto de la cena; nubes negras a lo lejos. El color de los cardos me indicó que era otoño. 
¿Desde cuándo no despertaba? No lo recordaba. Me sobra la memoria de los recuerdos infantiles y se repite en mi mente la imagen de un patio familiar, con árboles frutales y hasta un sauce llorón. ¿Desde cuándo estaba allí, tendida, al pie de una pared semi derruida?
 Posiblemente me desmayé mientras buscaba hongos o perdí la noción del tiempo cuando me detuve a contar los cactus de flores amarillas. No eran muy comunes en aquellos sitios, pero lo digo por costumbre porque en realidad ese lugar no se parecía al escenario del que hablo: un lugar rocoso, cárdeno y abierto. El vacío que me parte el pecho me recuerda que alguien me tomaba de la mano no hace mucho. O tal vez sí porque, aunque estoy segura de ser yo, no me parezco a mi   —¿Por qué pateas? –escucho en mi cabeza—Es una voz pastosa y agitada. —No quiero —digo en voz alta – cierro los ojos porque alguien me escupe. 
Ahora no deseo saber. En mi cabeza hay un monstruo espantoso que me lleva en sus brazos tatuados con ojos de gato. Silva. Silva y galopa. Y sin decir ni pío se esconde en el monte y un momento después regresa con unas ramas de hojas rojas.



Esa muchacha; tampoco es tan distinta. Simplemente lo percibí más tarde. Esas ramas de hojas rojas, con sus pulposas espinas, tan afiladas que nadie se atrevería a tocarlas, chispeaban en el aire. Una noche, la vi plantando salvias en el jardín; eran hojas provenientes de la granja del abuelo – siempre decía que, si plantabas salvias a medianoche, cada hoja crecida sería el latido de un pájaro antes de su primer vuelo. Unas cuantas piaban, otras silbaban y otras espantaban las moscas de los ventanas y la muchacha recitaba las nanas de la cebolla. Si pego mi oído al suelo, puedo oír claramente aquellos versos …” Vuela niño en la doble luna del pecho.
Él, triste de cebolla. Tú, satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre”
Hubo en aquel momento una gran tormenta: y dos extensas vigilias. Alguien llamaba detrás de las cortinas del baño. Era un rumor vacilante, hueco. La muchacha se miró al espejo – yo sólo mi vi a mí misma. 
Ahora me encuentro aquí, en el monte bajo, ardido de pastizales. Es un misterio el tiempo transcurrido desde mi regreso. Uno y otro – el tiempo y el clima - envejecieron mi aspecto. Quince temporadas de mi biografía son de nadie. Bebiendo las palabras. Nada me ampara, menos el gris desmedido del fuego extinguido y la suciedad de la tormenta. He perdido el alma en un monte de silencios. Si soy una muerta, acompáñame; responde con aquel rumor hueco del suelo: caeré fuera del mundo.  Todavía conservo el perfil de antaño; no estoy tan marchita. Bobamente me inclino en el borde de la meseta. Laboriosa, con la incongruencia de estar ahí sin apenas estar. A solas, con la excitación que te empujó allí mismo una noche de setiembre y se impregnó entre los pastizales que escupo, floja como un hoja de salvia impúber, merodeando las bardas en las que nadie me descubre ni me sospecha, ni recuerda mi torpeza.


 (finalista certamen Mis Escritos Cuento 2021)


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