No es un buen día. Otra vez, las nubes se ciernen sobre la ciudad; corre un viento helado y yo, bajo por las sendas y los escabrosos terrenos de la meseta. La arboleda rebosa incansablemente de este lado de la barda, dueños y señores de su pequeño reino. Flota un polvo batido. Olfateo la breña y observo a lo lejos las edificaciones urbanas; así me gusta, que sean lejanas. No las necesito y no me necesitan. No reniego de lo urbano; la urbanidad es un mal necesario e inevitable, como las sombras y los pinchazos de las matorrales en las piernas. Una posibilidad forzosa andando aquellas pasajes glaucos. Recorrí el refugio de la Calina del Espejo, polvorientos pasos de absoluto silencio, apenas interrumpido por el trinar de algún pájaro. Alguna rata de ojos invisibles y enjutos cactus, descalabrados por culpa de una frugal claridad, obligados a seguir la senda de la luz. Me satisface hacerlo.
El depósito de la compañía de electricidad emite ondas
delirantes. Alrededor abundan vegetaciones que parecen espadas abiertas; hojas gruesas,
rayadas y de más de un metro de alto que desentonan con los muros pálidos. Me
quedé allí un buen rato, tanteando, registrando, todos los ruidos y también el
silencio. Ahora, ya hace horas que estoy de vuelta: en la calle se percibe el
aliento de la lluvia. Tengo sed y me late
el ojo derecho. Un latido violento. Es un gran malestar y estoy hinchada. Eso
es muy raro porque acabo de caminar más de diez kilómetros.
Ayer por la tarde desperté de una larga siesta con un pequeño
zumbido en el oído izquierdo. Bueno, acaso
valga la pena despertar zumbando de un largo descanso como ese. No me preocupa
en exceso, pero, lo he consultado en línea y son tantas las causas. Decidí
quedarme con la conclusión – suele ser normal –
El mundo necesita normalidad. En eso me concentro mientras
viajo en el colectivo hacia el centro. Observo a mi alrededor; otras personas
como yo, normales. Sus perfiles o su nuca, su vestimenta y me pregunto por sus
destinos. Al llegar al mío, la rampa de hormigón que sube hasta el edificio
apesta, a pis y a lavandina. Debería estar acostumbrada. Debería... Echo un
vistazo a los alrededores. En aquel sitio, lo raro es que huela a otra cosa, de
todos modos. Mariano vive en ese lugar desde hace seis meses. Cada día que voy,
tengo que sacudir hasta los pocos cubiertos que se pierden en un cajón. Presiono
mis puños en un gesto de fastidio y lo llamo.
No responde; esta dormido, boca abajo, atravesado en la cama.
No me animo a despertarlo. Reitero su nombre un poco más fuerte y entonces se
ladea y me mira: —Si —murmura— qué haces … ¿qué haces? Sólo eso puede decir
después que llego desde tan lejos —Te traje una radio - le digo. La ubico sobre
el piso (allí sólo hay un colchón y alguna otras cosas) Aparte, unos libros
maltrechos, papeles y lápices, algún que otro vaso, plato. No hay mucho más que
él y su soledad en ese departamento.
Quiere seguir durmiendo. Me siento junto a él y le tomo una
mano. Cierra los ojos. — Hace mucho que no vienes — susurra. No sé por qué lo
dice; sólo hace dos días que vine por última vez, aunque me fui repentinamente
y muy asustada. Sus ojos estaban rojos aquella vez; y la cama olía a naftalina.
Se acerca y se encoge. Quisiera estar en la Calina del Espejo, en ese mundo
vegetal y apacible
—¿Quieres comer algo?
— pregunto — Te traje unas papas al horno con patitas de pollo. —Que bueno
—dice él, aunque sigue allí acurrucado con la cabeza bajo la almohada. —¿Ha
venido la asistente? ¿Te dejó alguna indicación? No he podido llamarla. Eso es
verdad; no pude encontrar el maldito teléfono (en algún lado estará anotado,
vaya a saber dónde) Levantó el brazo izquierdo y señaló hacia abajo. Debajo del
colchón, encontré una carpeta con algunos papeles y dos recetas. La asistente
que lo visita es una vieja amiga. Él arrima la colcha y parece querer continuar
allí, acurrucado. Suspiro; quisiera
dejarlo así, pero no lo hago.
—¿Fuiste a buscar la medicación? —
No me contesta y estoy a punto de decirle que ya estoy harta.
Pero, en lugar de ello, le digo que iré a la farmacia. Estoy serena. No quiero
que esto me altere. Me incorporo y voy hacia la puerta. El aire apesta a cloaca,
pesado, y ondula con una melodía ruidosa de bachata. Estamos en otoño, la
farmacia está cerca. Ya estoy de regreso; apenas tardé hora y media: la cola
para entrar era de quince personas (maldita pandemia).
Salvando el vidrio empañado del ventanal, se ve llover la
tarde. Allí hace calor; la luz es apenas un manto grisáceo. Se ha dormido y su
respiración es ruidosa y desprolija. Continúo molesta con él, pero quizá la amistad
es más urgente. Al menos para él. “Por
qué no luchas”, le manifiesto en silencio. Salgo al aire libre y camino
lentamente. No recuerdo cuando empezó todo esto. Me cruzo con un gendarme. Es lindo,
pero ahora sólo puedo pensar en mi escepticismo. Voy hacia la parada del
colectivo; tengo que saltar varios charcos. Me divierte. Me sana. Si no consigo
dejar atrás la angustia, no podré dormir esta noche. En aquel tiempo, cuando todo empezó, estaba
más equilibrada, tenía apoyos. Lo veía tan
seguro de sí mismo, tan sereno. Recuerdo todo lo que ha hecho, sus movimientos,
incluso sus pequeñas caídas. Creo que vomitaré. Es más: anhelo volver a los 17,
cuando vomitar era sólo por haber tomado muchas margaritas con alcohol. Ese es
su espacio. La estupidez de los adolescentes que se creían eternos.
Entonces así es como son las cosas: ahora vomito después de
cada visita, luego de retirar sus medias sucias, sus remeras transpiradas y sus
miserias con mi endurecido carácter, rumiando la mugre. Llorando por las veredas,
de ida y de vuelta, mientras él suda en su cama virulenta. Y yo a revestirme de
paciencia. ¿Qué fue lo que me conquistó de él? Tal vez su exquisita
sensibilidad. O su alma anochecida. Aterrizo en la hora del remordimiento, sin
palabras.
No tengo tiempo de pensar en ello; tengo que soltar,
mantenerme al margen de su drama. Eufemismo. Baile de máscaras que se muestra
en las entradas, que a su vez solapan la noche. Puerta cerrada. Es todo
impresentable, nada está en su sitio. Retazos de otra noche de insomnio. He
tratado de dormir sin pastillas, pero sin éxito. Voy de un lado a otro. Un par
de veces abrí las ventanas, y lo único que entra es el trino de los pájaros mañaneros,
como si mi cabeza fuera una gran jaula sin barrotes. Cierro
las ventanas, y el cuarto vuelve a asfixiar. Por momentos, me levanto y tomo agua del
dispenser. La idea es caminar. La idea es encontrar el sueño. La realidad me
encuentra, tomando, bebiendo agua y píldoras para dormir. De esta manera me convenzo
de ser una heroína. El verano está en su
última etapa, hay hojas moradas del ciruelo por todas partes; el viento las
desparrama como si fuera un enamorado preparando el camino de su amada; el sol
charola las paredes y revela el polvo en los quicios, en las tapias y además,
me hace llorar. Hace un rato llamé a la
asistente de Mariano (si, encontré el teléfono) y quedamos en vernos dentro de
una hora en el Parque del Sur… caminar es un buen ejercicio; más si hay que
hablar de muerte.
Invento escenarios: fingiré que estoy enferma, diré que se me
hizo tarde… ¿Cómo estará? Y si digo basta y agoniza solo, allá en eso oscuro
antro del bajo. No, nunca me lo perdonaría. Su existencia quedará vacante. Su vida
está ya vacante ahora; yo soy un motivo, no un medicamento. Huiré; cerraré la
escotilla, como si fuera un submarino y me sentaré a escuchar los éxitos de los
80 con los piernas cruzadas en actitud de meditación, con los ojos cerrados e
invisibles velas alrededor. Recogeré las
píldoras y las echaré en el inodoro. Después iré a cortar rosas en el jardín. No,
rosas no, tallos, para sembrar con papas en todas las macetas vacías. Y el estará
en coma. Pero estará vivo. En las
historias de muerte clínica refieren que “es un estado en el que solo quedan
unos minutos antes de la muerte real de una persona. En este corto tiempo, aún
puede guardar y devolver al paciente a la vida”. Volverá; en el preciso
instante en que yo esté a punto de abrir la puerta de la habitación, vestida como
un ciclópeo dragón de trapo. Mi cuarto es el único escenario, finalmente.
Continúan los gorjeos y silbidos, fríos. Quizá no estoy realmente aquí. Vela, cenizas,
banderas marinas, focos, una esterilla. Todavía respiro detalles, graciosos, es
muy raro, la asistente sentada sobre el césped. Que me aleje de esta pesadilla y
que no, no vuelva.
Al principio era todo más fácil. “Esa maldita enfermedad,
deberías ver, tanta gente en la misma, aunque es de la única manera en que
puedes soportarlo”. – Tranquilo Mariano, también es mucha la gente que lo
supera”. – Estaré allí, no te preocupes y saldrá todo bien.
“Es difícil; sin trabajo. Sin resguardo médico” ... Es
injusto. Uno no elige la ocasión. Y ese ser humano promiscuo y agobiado, se va
cayendo de la cornisa y sólo lo puedes ver caer. Más nada. Y una se cree hada
madrina, con varita en lugar de curitas y galeras con conejos en lugar de
heladeras con suero. Y no eres un ser humano promiscuo y agobiado; eres algo
diferente. Un capullo de lirio
Esto es lo más delirante que puedo ser. O no puedo. Parpadeo.
Saco el paraguas del ropero y lo guardo en la mochila. Hay lluvia en el aire. Y
también vacío. —No me mires así —me dice cuando llego. —¿así cómo? —digo. “estas
enojada” y lo dice como si creyera que es absurdo. Realmente estoy furiosa; busco dentro de mí
misma, para ver si encuentro una imagen que me libre de decir lo inaceptable. Pájaros
en jaulas sin barrotes, los caballos en su establo de alfalfa amarilla, la sensatez
de algo, no, ¿qué hay de los gusanos?, reptaban; casi podía verlos en el
interior de su boca. Los libros de arte,
sacudiéndose el polvo como momias locas, no son de gran ayuda. Doy vueltas el
sitio, sacudo, unos pocos chirimbolos, la maceta con una escuálida lengua de
suegra. Con la estufa, tengo que luchar un poco más. —Oye —me llama—, estos
silencios me atormentan. — ¿qué silencios? - pregunto. — No hay palabras que puedan
llenarlos de todos modos; mejor me hago la distraída. — Eres tú el que me
atormenta, con tu descuido y tu insensatez. Por qué no puedes blandir tus
defensas, en lugar de hundirte. Lo fácil es de cobardes. — Mis defensas son las
que aún me mantienen de este lado del mundo. Lo miro. Tengo frío de pronto.
Mucho y no puedo contestar. No, no, no es culpa suya; es su identidad. Tengo
que aceptarlo, y aceptar mis escalofríos. Algunas veces, quisiera sonsacarle
una explicación, un porqué, pero no estoy segura de querer saber. Me siento apenas
como una buena samarita en estos momentos. Tengo la espalda agarrotada. Él es excesivamente
obstinado. —Tengo que volver a casa. No está dispuesto a dar la batalla, no
cree en milagros (dijo desde un principio) y prefiere los finales súbitos. Salgo
y el sol me atraviesa las sienes; olvidé que el amanecer allí apura laos
frentes del edificio. Una vez más florecen los límites de la ruta. No hay ni un
solo auto. Mis pies se avanzan flácidos... Se que no puedes entenderlo —dijo
él—. Todo lo pones por las nubes. —Ni un pestañeo. No se burla. Dice también
que poseo una difícil y oportuna ceguera. —No puedes hacer desaparecer la crueldad
de la vida —dijo también. Tenía la cara hinchada, gris, una confusión de barquito
de papel hundiéndose en el agua. — Te he amado toda mi vida —. Se muerde los
labios y se recuesta sobre las almohadas, su expresión cruda, impenetrable. Tal
vez creía que yo no lo había notado. Confía en el perdón, no lo repetirá. Un
dolor tan grande sólo se nombra una vez. Sin embargo, decirlo abrió un puente
hasta el hueco del alma. Que cosa puede hacerse,
que nadie opine sobre lo que significa, ya no hay una oportunidad. Si
pudiésemos: le propondría un pacto, un coqueteo, él no lo tomaría en cuenta, lo
interpretaría palabra por palabra. “Nunca fue necesario”. Negaría, me miraría
con esos ojos grandes y vacíos…
Una vez en el colectivo, me noto pesadamente transportada, cuadra
por cuadra. Me bajo en el Parque del Sur, camino directo a la zona de la planta
eléctrica; allí están los espinares de la meseta, que solos y a solas siempre,
han ejercitado la insensibilidad de las piedras. Ascienden
calladamente, haciéndose sombra a sí mismos, poquedades, imperceptibles, chaperones
de sí mismos; anodinos. Y después de mirarlos largamente, me pregunto cómo
duran, cómo lo hacen.
Año 2022
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