viernes, 17 de junio de 2022

La insensibilidad de las piedras

 No es un buen día. Otra vez, las nubes se ciernen sobre la ciudad; corre un viento helado y yo, bajo por las sendas y los escabrosos terrenos de la meseta. La arboleda rebosa incansablemente de este lado de la barda, dueños y señores de su pequeño reino. Flota un polvo batido. Olfateo la breña y observo a lo lejos las edificaciones urbanas; así me gusta, que sean lejanas. No las necesito y no me necesitan. No reniego de lo urbano; la urbanidad es un mal necesario e inevitable, como las sombras y los pinchazos de las matorrales en las piernas. Una posibilidad forzosa andando aquellas pasajes glaucos. Recorrí el refugio de la Calina del Espejo, polvorientos pasos de absoluto silencio, apenas interrumpido por el trinar de algún pájaro. Alguna rata de ojos invisibles y enjutos cactus, descalabrados por culpa de una frugal claridad, obligados a seguir la senda de la luz. Me satisface hacerlo.

El depósito de la compañía de electricidad emite ondas delirantes. Alrededor abundan vegetaciones que parecen espadas abiertas; hojas gruesas, rayadas y de más de un metro de alto que desentonan con los muros pálidos. Me quedé allí un buen rato, tanteando, registrando, todos los ruidos y también el silencio. Ahora, ya hace horas que estoy de vuelta: en la calle se percibe el aliento de la lluvia.  Tengo sed y me late el ojo derecho. Un latido violento. Es un gran malestar y estoy hinchada. Eso es muy raro porque acabo de caminar más de diez kilómetros.

Ayer por la tarde desperté de una larga siesta con un pequeño zumbido en el oído izquierdo.  Bueno, acaso valga la pena despertar zumbando de un largo descanso como ese. No me preocupa en exceso, pero, lo he consultado en línea y son tantas las causas. Decidí quedarme con la conclusión – suele ser normal –

El mundo necesita normalidad. En eso me concentro mientras viajo en el colectivo hacia el centro. Observo a mi alrededor; otras personas como yo, normales. Sus perfiles o su nuca, su vestimenta y me pregunto por sus destinos. Al llegar al mío, la rampa de hormigón que sube hasta el edificio apesta, a pis y a lavandina. Debería estar acostumbrada. Debería... Echo un vistazo a los alrededores. En aquel sitio, lo raro es que huela a otra cosa, de todos modos. Mariano vive en ese lugar desde hace seis meses. Cada día que voy, tengo que sacudir hasta los pocos cubiertos que se pierden en un cajón. Presiono mis puños en un gesto de fastidio y lo llamo.

No responde; esta dormido, boca abajo, atravesado en la cama. No me animo a despertarlo. Reitero su nombre un poco más fuerte y entonces se ladea y me mira: —Si —murmura— qué haces … ¿qué haces? Sólo eso puede decir después que llego desde tan lejos —Te traje una radio - le digo. La ubico sobre el piso (allí sólo hay un colchón y alguna otras cosas) Aparte, unos libros maltrechos, papeles y lápices, algún que otro vaso, plato. No hay mucho más que él y su soledad en ese departamento.  

Quiere seguir durmiendo. Me siento junto a él y le tomo una mano. Cierra los ojos. — Hace mucho que no vienes — susurra. No sé por qué lo dice; sólo hace dos días que vine por última vez, aunque me fui repentinamente y muy asustada. Sus ojos estaban rojos aquella vez; y la cama olía a naftalina. Se acerca y se encoge. Quisiera estar en la Calina del Espejo, en ese mundo vegetal y apacible

 —¿Quieres comer algo? — pregunto — Te traje unas papas al horno con patitas de pollo. —Que bueno —dice él, aunque sigue allí acurrucado con la cabeza bajo la almohada. —¿Ha venido la asistente? ¿Te dejó alguna indicación? No he podido llamarla. Eso es verdad; no pude encontrar el maldito teléfono (en algún lado estará anotado, vaya a saber dónde) Levantó el brazo izquierdo y señaló hacia abajo. Debajo del colchón, encontré una carpeta con algunos papeles y dos recetas. La asistente que lo visita es una vieja amiga. Él arrima la colcha y parece querer continuar allí, acurrucado.  Suspiro; quisiera dejarlo así, pero no lo hago.

—¿Fuiste a buscar la medicación? —

No me contesta y estoy a punto de decirle que ya estoy harta. Pero, en lugar de ello, le digo que iré a la farmacia. Estoy serena. No quiero que esto me altere. Me incorporo y voy hacia la puerta. El aire apesta a cloaca, pesado, y ondula con una melodía ruidosa de bachata. Estamos en otoño, la farmacia está cerca. Ya estoy de regreso; apenas tardé hora y media: la cola para entrar era de quince personas (maldita pandemia).

Salvando el vidrio empañado del ventanal, se ve llover la tarde. Allí hace calor; la luz es apenas un manto grisáceo. Se ha dormido y su respiración es ruidosa y desprolija. Continúo molesta con él, pero quizá la amistad es más urgente. Al menos para él.  “Por qué no luchas”, le manifiesto en silencio. Salgo al aire libre y camino lentamente. No recuerdo cuando empezó todo esto. Me cruzo con un gendarme. Es lindo, pero ahora sólo puedo pensar en mi escepticismo. Voy hacia la parada del colectivo; tengo que saltar varios charcos. Me divierte. Me sana. Si no consigo dejar atrás la angustia, no podré dormir esta noche.  En aquel tiempo, cuando todo empezó, estaba más equilibrada, tenía apoyos.  Lo veía tan seguro de sí mismo, tan sereno. Recuerdo todo lo que ha hecho, sus movimientos, incluso sus pequeñas caídas. Creo que vomitaré. Es más: anhelo volver a los 17, cuando vomitar era sólo por haber tomado muchas margaritas con alcohol. Ese es su espacio. La estupidez de los adolescentes que se creían eternos.

Entonces así es como son las cosas: ahora vomito después de cada visita, luego de retirar sus medias sucias, sus remeras transpiradas y sus miserias con mi endurecido carácter, rumiando la mugre. Llorando por las veredas, de ida y de vuelta, mientras él suda en su cama virulenta. Y yo a revestirme de paciencia. ¿Qué fue lo que me conquistó de él? Tal vez su exquisita sensibilidad. O su alma anochecida. Aterrizo en la hora del remordimiento, sin palabras.

No tengo tiempo de pensar en ello; tengo que soltar, mantenerme al margen de su drama. Eufemismo. Baile de máscaras que se muestra en las entradas, que a su vez solapan la noche. Puerta cerrada. Es todo impresentable, nada está en su sitio. Retazos de otra noche de insomnio. He tratado de dormir sin pastillas, pero sin éxito. Voy de un lado a otro. Un par de veces abrí las ventanas, y lo único que entra es el trino de los pájaros mañaneros, como si mi cabeza fuera una gran jaula sin barrotes. Cierro las ventanas, y el cuarto vuelve a asfixiar.  Por momentos, me levanto y tomo agua del dispenser. La idea es caminar. La idea es encontrar el sueño. La realidad me encuentra, tomando, bebiendo agua y píldoras para dormir. De esta manera me convenzo de ser una heroína.  El verano está en su última etapa, hay hojas moradas del ciruelo por todas partes; el viento las desparrama como si fuera un enamorado preparando el camino de su amada; el sol charola las paredes y revela el polvo en los quicios, en las tapias y además, me hace llorar. Hace un rato llamé a la asistente de Mariano (si, encontré el teléfono) y quedamos en vernos dentro de una hora en el Parque del Sur… caminar es un buen ejercicio; más si hay que hablar de muerte.

Invento escenarios: fingiré que estoy enferma, diré que se me hizo tarde… ¿Cómo estará? Y si digo basta y agoniza solo, allá en eso oscuro antro del bajo. No, nunca me lo perdonaría. Su existencia quedará vacante. Su vida está ya vacante ahora; yo soy un motivo, no un medicamento. Huiré; cerraré la escotilla, como si fuera un submarino y me sentaré a escuchar los éxitos de los 80 con los piernas cruzadas en actitud de meditación, con los ojos cerrados e invisibles velas alrededor.  Recogeré las píldoras y las echaré en el inodoro. Después iré a cortar rosas en el jardín. No, rosas no, tallos, para sembrar con papas en todas las macetas vacías. Y el estará en coma.  Pero estará vivo. En las historias de muerte clínica refieren que “es un estado en el que solo quedan unos minutos antes de la muerte real de una persona. En este corto tiempo, aún puede guardar y devolver al paciente a la vida”. Volverá; en el preciso instante en que yo esté a punto de abrir la puerta de la habitación, vestida como un ciclópeo dragón de trapo. Mi cuarto es el único escenario, finalmente. Continúan los gorjeos y silbidos, fríos. Quizá no estoy realmente aquí. Vela, cenizas, banderas marinas, focos, una esterilla. Todavía respiro detalles, graciosos, es muy raro, la asistente sentada sobre el césped. Que me aleje de esta pesadilla y que no, no vuelva.

Al principio era todo más fácil. “Esa maldita enfermedad, deberías ver, tanta gente en la misma, aunque es de la única manera en que puedes soportarlo”. – Tranquilo Mariano, también es mucha la gente que lo supera”. – Estaré allí, no te preocupes y saldrá todo bien.

“Es difícil; sin trabajo. Sin resguardo médico” ... Es injusto. Uno no elige la ocasión. Y ese ser humano promiscuo y agobiado, se va cayendo de la cornisa y sólo lo puedes ver caer. Más nada. Y una se cree hada madrina, con varita en lugar de curitas y galeras con conejos en lugar de heladeras con suero. Y no eres un ser humano promiscuo y agobiado; eres algo diferente. Un capullo de lirio


Esto es lo más delirante que puedo ser. O no puedo. Parpadeo. Saco el paraguas del ropero y lo guardo en la mochila. Hay lluvia en el aire. Y también vacío. —No me mires así —me dice cuando llego. —¿así cómo? —digo. “estas enojada” y lo dice como si creyera que es absurdo.  Realmente estoy furiosa; busco dentro de mí misma, para ver si encuentro una imagen que me libre de decir lo inaceptable. Pájaros en jaulas sin barrotes, los caballos en su establo de alfalfa amarilla, la sensatez de algo, no, ¿qué hay de los gusanos?, reptaban; casi podía verlos en el interior de su boca.  Los libros de arte, sacudiéndose el polvo como momias locas, no son de gran ayuda. Doy vueltas el sitio, sacudo, unos pocos chirimbolos, la maceta con una escuálida lengua de suegra. Con la estufa, tengo que luchar un poco más. —Oye —me llama—, estos silencios me atormentan. — ¿qué silencios? -  pregunto. — No hay palabras que puedan llenarlos de todos modos; mejor me hago la distraída. — Eres tú el que me atormenta, con tu descuido y tu insensatez. Por qué no puedes blandir tus defensas, en lugar de hundirte. Lo fácil es de cobardes. — Mis defensas son las que aún me mantienen de este lado del mundo. Lo miro. Tengo frío de pronto. Mucho y no puedo contestar. No, no, no es culpa suya; es su identidad. Tengo que aceptarlo, y aceptar mis escalofríos. Algunas veces, quisiera sonsacarle una explicación, un porqué, pero no estoy segura de querer saber. Me siento apenas como una buena samarita en estos momentos. Tengo la espalda agarrotada. Él es excesivamente obstinado. —Tengo que volver a casa. No está dispuesto a dar la batalla, no cree en milagros (dijo desde un principio) y prefiere los finales súbitos. Salgo y el sol me atraviesa las sienes; olvidé que el amanecer allí apura laos frentes del edificio. Una vez más florecen los límites de la ruta. No hay ni un solo auto. Mis pies se avanzan flácidos... Se que no puedes entenderlo —dijo él—. Todo lo pones por las nubes. —Ni un pestañeo. No se burla. Dice también que poseo una difícil y oportuna ceguera. —No puedes hacer desaparecer la crueldad de la vida —dijo también. Tenía la cara hinchada, gris, una confusión de barquito de papel hundiéndose en el agua. — Te he amado toda mi vida —. Se muerde los labios y se recuesta sobre las almohadas, su expresión cruda, impenetrable. Tal vez creía que yo no lo había notado. Confía en el perdón, no lo repetirá. Un dolor tan grande sólo se nombra una vez. Sin embargo, decirlo abrió un puente hasta el hueco del alma. Que cosa puede hacerse, que nadie opine sobre lo que significa, ya no hay una oportunidad. Si pudiésemos: le propondría un pacto, un coqueteo, él no lo tomaría en cuenta, lo interpretaría palabra por palabra. “Nunca fue necesario”. Negaría, me miraría con esos ojos grandes y vacíos…

Una vez en el colectivo, me noto pesadamente transportada, cuadra por cuadra. Me bajo en el Parque del Sur, camino directo a la zona de la planta eléctrica; allí están los espinares de la meseta, que solos y a solas siempre, han ejercitado la insensibilidad de las piedras. Ascienden calladamente, haciéndose sombra a sí mismos, poquedades, imperceptibles, chaperones de sí mismos; anodinos. Y después de mirarlos largamente, me pregunto cómo duran, cómo lo hacen.


Año 2022

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