jueves, 20 de enero de 2022

Un silencio abrumador

 

Se percibió encerrado e inmóvil. Amordazado. Sólo se oía el jadeo del silencio. Era de noche; o estaba ciego.

¿Quién es él? No sabe. Palpa las paredes con la punta de sus dedos. Rugoso; tibio. De cuando en cuando parece inclinarse. Sólo un poco. A la izquierda; a la derecha. Cerró los ojos. Siente náuseas. Se endereza. Es decir, percibe un movimiento que lo endereza.

Abre los ojos. Nada.  Ha olvidado incluso su rostro. Lo invade el absurdo: tal vez no tiene cara, ni nombre. Es un NN. Una sombra; un espectro. Decide ilusionarse.

Decide que tal vez ha perdido la memoria. Amnesia. Desmemoria; sólo eso. Decreta que es más fácil creerse desmemoriado que figurarse un NN o un fantasma. Sin embargo, las náuseas siguen ahí. El movimiento a la izquierda; a la derecha. Girar no le asusta; no tanto. Pero tumbarse sí. Le causa pavor. El movimiento es suave pero constante. Ahora la sensación es que los ojos se le han ido al pescuezo.

¿Y si aquel espacio está varado al borde de un barranco? Se despeñaría. Y él no lo podrá ver. No podrá tener siquiera una noción del vacío. Luego, es consciente que podría no despeñarse; que quizás ya está en algún agujero. ¿Eso es un atenuante? Para nada; el espanto es el mismo. Sin embargo, si no se tumbara más profundo, significa que estaría en algún sitio llano. Lo único que puede movilizar son sus ojos. A la derecha, a la izquierda. Arriba, abajo. Pero no puede ver más que negros difusos. O sí. Puede ver hacia adentro, sin trabajo de iris o pupilas. Sólo ahí se siente a salvo. Dentro de sí mismo. Y cierra los ojos otra vez; siente que allí hay luz.

Abre. Pestañea. Levanta la cabeza con gran esfuerzo. Quiere ver sus pies. Pestañea varias veces intentando aclarar los negros. En busca de una pizca de nitidez. Casi no los distingue, pero se percibe descalzo. ¿Dónde habrá dejado sus zapatillas? O zapatos. Tal vez se hallaba descalzo porque no tenía calzado alguno para ponerse.   

Distingue una línea, dibujada con alguna clase de pintura fluorescente. Una línea brillante, divisoria. ¿Qué función cumple ¿Qué divide? Como sea, es un dato. O algo. Luego, se le ocurre que podría ser un símbolo comunicante. La única posibilidad de lenguaje cercano puesto que el universo todo parece haber enmudecido con él. Callado, aunque oscilante. A la derecha; a la izquierda. Un vaivén que no cesa. Ahora al menos puede ver la raya. ¿Y a él? ¿Alguien lo estará observando? O quizás nombrándolo. Teniendo en cuenta sus elucubraciones de NN de hace un rato, saber eso sería un gran alivio.

Acaso estaba soñando. Abre los ojos. Cierra los ojos. Todo igual. Fantasea con algunas ideas. Si acaso nadie apareciera y lograra descubrirlo allí, encerrado, amordazado y sin luz, donde sólo se ve a duras penas una línea fluorescente bajo sus pies. Entonces, moriría.

Tal vez – si acaso soñaba – de un momento a otro despertaría en su cama, disfrutando el sol que entra por la ventana de su hogar. Su hogar. ¿tiene un hogar? Con ventanas, puertas, baño, lo habitual. Pero no sabe. No lo recuerda. ¿Y quién podría aparecer? Si él mismo nada sabe sobre él mismo; tal vez tampoco habría alguien que supiera de él, que pudiera identificarlo.

Tiene las manos agarrotadas; por más que se esfuerza, no logra estirar los dedos. Regresa el pensamiento a aquella línea fluorescente. No sabe si es natural o artificial. En esa posición; en aquella condición de faraón momificado ¿cómo saberlo? Incluso él; ni siquiera sabe si él es o apenas alcanza el rango de criatura ficticia o de aparición.  Suplica; reza – nos enseñan a orar desde pequeños y nos queda la impronta grabada como la marca en el ganado – y luego exige a la memoria que le devuelva los recuerdos, los registros. Necesita desesperadamente que lo rescate de tanta elucubración dañina.

Allí donde intuye el final de aquel espacio, los dedos de sus pies se van quedando casi sin sensibilidad ni movimiento; un aire helado persiste en inmiscuirse desde alguna parte. Una imagen húmeda; de légamo o fango, se le instala en la mente y se concentra en no perderla. ¿Está alucinando o es un paso de su memoria en busca de razones? Pozos; cavar. Excavar. Cueva; gruta, caverna o tal vez yacimiento. Yacer en el fango. Sí, eso. Fango; no tiene idea porqué esa palabra se le enciende en la mente como un letrero luminoso. Lumínicamente oscuro. Se angustia. Una sensación horrible de angustia le revuelve las tripas al decir – pensar en – “fango”. ¿Por qué es? Ni un atisbo de explicación. Nada. Desearía ahora mismo calzar unas zapatillas; nuevas, viejas, agujeradas. Duras, no importa. Algo en sus pies. Cuyos cordones las amarren fuerte; altas hasta el tobillo. Que le brinden calor y lo protejan del fantasma de la insensibilidad. No importa si no camina; lo mantendrían calentito. Tal vez le darían firmeza para evitar las náuseas cuando sobrevienen las inclinaciones. A la derecha; a la izquierda. Hay instantes en que presiente que se irá de bruces. Pero no; regresa siempre a la posición inicial. ¿Borde? ¿Abismo? Le asusta pensar que de pronto aquel movimiento pasara de noventa grados. Con ciento ochenta definitivamente le quedaría la nariz en mitad del fango; oliendo la fluorescencia de la línea sobre la cual – hipotéticamente- está parado. ¿Y si lo absorbiera? ¿Si aquella fluorescencia horizontal se lo tragara?

El no lo sabe – sólo ustedes y yo – pero está entrando en pánico. Otra vez sus manos intentan aferrarse a la superficie en que se apoya o que lo sostiene. Como sea. Siente que sus manos se hunden. La línea se mueve. ¿Se está riendo? La línea se está burlando de él. Ella hace imposible que el espacio sea una superficie clara. Los espacios cerrados se pueden abrir. Ella – la línea – dice que no. Afirma con su risa que el espacio no se abrirá. Aquella divisoria fluorescente convierte el espacio en una profundidad que asfixia. ¿De dónde vendrá el aire?  Y tiembla, de frío, pero también de miedo.

Tal vez fuera mejor dejarse caer. Descolgarse del mundo hasta el último abismo. Besar el suelo en su negrura más auténtica. En su vigilia; su sosiego. Justo en brazos del comienzo que es a la vez, desenlace. Reiniciarse; reciclarse en el final. Todo de una sola vez. Útero, placenta; agua. Vientre materno. Descender hasta la evocación primera de uno mismo, aun antes de la concepción. En el tiempo del amor; los deseos.

“¿Fui producto de la pasión o el capricho? ¿Del deseo o el apetito en bruto?”

Decide optar por la pasión. Se siente mejor. Decide subsistir en ese existir que ahora desconoce y teme porque alguien quiso y deseo que existiera. Una madre; un padre. El seno familiar. El barrio; la ciudad, el pueblo. Basta. Necesita parar la máquina de ideas; está agotado de pensar.

Regresa a la línea fluorescente. Ella es el límite. De un lado él; del otro lado el mundo. Diferentes: La línea, el mundo, él.  ¿Dónde está el mundo? El mundo ya no es mundo; es sólo polvo. “De polvo somos y al polvo volveremos”. Fue entonces desterrado del mundo y hundido en el polvo.

Luego, se observa polvo y sólo esa línea grosera lo mantiene sobre un borde. ¿Es el borde del mundo o del abismo? El es humano. ¿Lo humano tiene más valor que la imagen? Sí. Claro que sí y entonces, ¿porqué aquella línea absurda parece burlarse de él? ¿Por qué lo ridiculiza? Desconfía de aquella realidad; tal vez es sólo un mal sueño del que no puede despertar. Es sólo un engaño para facilitar que el polvo sea otra vez su mundo y lo rescate. Un engaño para que el polvo lo absorba sin piedad. ¿Y por qué el polvo lo prefiere más que el mundo?

No sabe la respuesta, pero sabe que si lo supiera sería el rey de los sabios. Sin embargo, tampoco ignora todo. Probablemente debe deshacerse de la impaciencia. Aguardar el nuevo día. Después, con seguridad, ocurrirán varias situaciones. Una de ellas será que algún otro ser humano dará con él, tarde o temprano. ¿Qué pasó? Lo interrogará. ¿Cómo terminaste aquí? Solitario; amordazado. ¿De dónde vienes?  ¿Cuál es tu nombre? Cavila en eso. Supone. Solloza; como un cachorro perdido. Chilla a la manera de un mono enjaulado que cree que con sus chillidos logrará que lo liberen. No hay cielo ni suelo reconocibles. Apenas esa superficie tibia y rugosa de la que se despega cuando se inclina. A la derecha; a la izquierda. Solloza como un niño perdido.

¿Quién lo ha odiado tanto como para abandonarlo a esa pesadilla oscura así de solitario, inmóvil y enmudecido? Esto enardece su bramido. Alguien; alguien tiene que registrarlo. Alguien lo aguarda. Alguien lo busca.

Alguien lo aborrece. No se lo pregunta. Afirma en cambio una sucia probabilidad. Inequívocamente ausente; se le antoja distinto a ser un muerto.

Considera esa posibilidad. Significa que aún hay esperanzas – la muerte echa a la basura cualquier oportunidad -; considera la eventualidad de observar y ser observado. Ahora más que nunca desea saber dónde está. Quién es él y quién es el - ¿o la? -  responsable de ese miserable presente que lo esclaviza; lo condena a la limitación de una marca insignificante más allá de su engañosa fosforescencia. Tiene el poder de interrogarse y responderse; al menos considerar posibilidades; eso es sinónimo de vida. No es un cadáver; los muertos no descartan posibilidades. Luego, reflexiona y concluye en algo mucho más oscuro y retorcido, ¿hay una sola manera de morir? ¿Será que apenas ha sometido a consideración sólo lo conveniente? Qué tal si ese estado en que se encuentra ahora mismo es una modo de morir que desconoce; así como desconoce identidad y geografía. Solitario, amordazado e inmóvil allí en una dimensión que no le resulta en modo alguno familiar.

Tal vez cuando el hombre muere no lo sabe al principio; tal vez tarda un tiempo en descubrirlo. ¿Será este el caso? Para responder tales interrogantes habría que saber lo que es la muerte. Y como para saberlo hay que estar muerto, nada sabe él de tal cosa. Esta vivo y listo; y si es así, puede libremente imaginar la muerte aun sin acertar en la verdadera. Hay consuelo en sus conclusiones. Se hace amigo de las sombras. “No se preocupen por mí; sólo estaré aquí una corta temporada”. Ellas lo ignoran. Como si lo real fueran ellas y no él. Las sombras. Lo ignoran. No le importa. El no está muerto; no hay pruebas. Las deja ir. Le agrada verlas pasar. Las saluda. Renuncia a la abundancia de afirmaciones. Hay muchos testimonios de una enorme falsedad. No permitirá que las sombras se burlen de él y pregonen cruelmente su paso al polvo. No es un NN.

No llegó en vano a esa soledad muda e inmóvil. Fue enviado a perseguir la muerte. Sin pelos en la lengua; sin rutinas. Y la palabra rutina se extiende a rutinario; algo tan repetitivo que adormece.

Luego, parece que la línea fluorescente se convierte en palabras "No eres cierto". Letras amarillas; las ve pasar como la marquesina de un teatro. Stop. Letras verdes; una detrás de la otra, “eres una ficción”. Una palabra, la última, “dead”. ¿Será ese su nombre? ¡No! Pero claro, recuerda. Es inglés. Quiere un nombre. De que le sirve leer “muerto” en español o en inglés. No resulta novedoso. Eso no le dice nada. Quiere su nombre; ¿acaso en algún momento recordará su nombre? Al menos quien es, sea que se llame Pedro o Juan de los Palotes.

Desplaza de un lado a otro la cabeza. Duele. No se los he dicho pero ese dolor lo acompaña desde el inicio de este relato. Tiene el cuello flojo; encogido. No es nada joven se le ocurre. No puede serlo con ese cogote de gallináceo. Imprevistamente, reclamado por un pensamiento reincidente, percibe un brillo blanquecino, intenso. Luna. Es la luna. Y es en ese momento cuando procede de un modo absolutamente repentino y extraño. Eleva con mucha dificultad el brazo derecho. Tapa sus ojos con la palma de la mano. Aprieta con fuerza. Sin duda es un acto reflejo; ni siquiera imagina como pudo lograr ese movimiento en esa posición; sin espacios. Quita su mano y abre los ojos; descubre que puede observar el cielo desde una abertura mínima. Y ahí está ella. La luna blanca y redonda. Respira aliviado. Siente que al mirarla a ella – la luna – recupera un lugar en el mundo. La luna presente, reconocida; ella y su nombre allí, con él. Una representación neta. Innegable e inmóvil, como él. Allí encima de él percibe un rumbo. Un objetivo que, sin embargo, proclama también su presencia efímera. Ahí, tan lejos y tan blanca, parece decirle ella también “no eres cierto; apenas sucedes…y lo envolvió el silencio.

Estira los dedos que se le han agarrotado. Los apoya en aquella superficie rugosa donde se apoya o que lo sostiene. Ya no importa y rasguña con rabia y ofuscación. La proximidad de una revelación que no desea lo ahoga. Preferiría seguir ignorante y desmemoriado. ¡Ay de los que sufren del síndrome de presentir! Espantoso; más terrible que presentir será padecer. Decide olvidar la luna. Ella también lo ha desdeñado. Se ha burlado de él. Baja la vista y recuerda su nostalgia del calzado. Una puntada en el talón lo regresa a este presentir terrible, donde sus pies están desnudos. Para que calzarlos si donde parece que irá no necesita zapatos; ni zapatillas. Tampoco pantuflas o similar.

Se le ocurre una frase adecuada para colocar allí, por encima de su cabeza. “hombre muriendo sin querer”. A la manera de una cruz de cementerio, pero con alma de marquesina. Con letras amarillas. Stop. Verdes”. Stop.

 ¿Y su derecho a réplica? “Quiero asentar una denuncia” ¿A quién? ¿Quién va a escucharlo? Dios; El siempre nos escucha. Entonces una plegaria. “Padre nuestro – mío, que ahora estoy tan solo – que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…” ¿y el mío? ¿tendrá uno?

No puede describirlo, pero lo persigue la idea de caer. Caer de boca; hacia abajo. O hacia arriba. Rodar de espaldas. Izquierda o derecha. No sabe por qué, pero le teme a esa palabra. Al significado de la palabra. Caer; rodar. Lo mismo. No quiere pensar en ello. Tampoco en el lodo, ni en la descendencia, ni mucho menos en el idioma. Sin embargo, el término es fuerte. Prevalece. Siniestro. Dejándolo entrar, permitirá que el resto también lo haga: Identidad, légamo, frutos, desaparición, tierra. Revuelve en su mente y se observa allí, naturalmente, en el lugar donde se encontraba antes. Antes, boca arriba. Echado.  En compañía de la línea fosforescente.

Se reconcilia con él como individuo, desprovisto de entorno. Nadie más. Desnuda cubierta de algún libro, su rostro suda allí debajo; un “debajo” que es hipótesis. Tal vez está por encima, a un lado, del otro lado. Tal vez detrás. Lo seguro es que frente a él esta la raya.  Una luminosidad frontal con respecto a su visión, pero de ubicación espacial incierta; tan incierta como la suya.

Y él cubierto de polvo. Tal vez sea esa su tumba. Desamparado trasto humano. Estúpido decrépito abandonado allí junto a una raya de colores. Un sujeto trágico. Un sujeto audaz novato trágico. Un sujeto audaz novato trágico de ojos cerrados. Murmuras; soplas, chillas. Y de nuevo murmuras. Observas; escuchas. Chillas. Descubres que hacerlo renueva tu energía y posibilita que tus extremidades adquieran leves pero calmantes movimientos.

¿Quién es él? Desearía conocer su identidad; gritar “soy tal”. Existo. Rechinan sus dientes y se siente vivo. Se mira su lado izquierdo, a la altura del corazón.  Habría quizás una identificación. Por ejemplo, si fuera el conserje de un hotel o embajador, o cartero o acomodador de cine tal vez. Tal vez es de esos sujetos que colocan su nombre en las etiquetas de la ropa. O alguien lo hace por ellos. Su identificación. Su. Pero nada. Ninguna marca; mucho menos su identidad. No hay cartel. No hay identificación. No hay siquiera bolsillo. Tal vez no hay tampoco un corazón. Ningún latido. Lo han dejado sin señas al borde de los 180º de la noche. Y le viene un odio voraz. No puede menos que odiar. ¿Dónde están todos? Tiene que haber “todos” o al menos “algunos” en su existencia. Una ella. Su presencia, su feminidad, su aliento, su ausencia que es la de él. Ella no está porque él no está. ¿Y dónde estará ella? O ellos, aquellos, unos o alguno. “Un momento”. Stop. Aparca el pensamiento y abre los ojos observando los restos de la noche. “Eso es…”

El mundo vibra y lo sacude. “Vanesa”. Una cadencia de sílabas que danzan en su cabeza. Repican como campanas en sus oídos. Vanesa. Ese nombre se le instala en la lengua y el universo recupera el sentido. Lo asocia a su ser solitario y mudo y hasta percibe el aroma de un perfume que destapa sus fosas nasales. Algo se expande en su mente, como la corriente de un río. Una humedad que reniega de la aridez que lo envuelve. Olfatea la escasez de lo estéril. Laderas rocosas. Hasta se le antoja acacias espinosas; tal vez chumberas. Agostamientos. Desearía oler la cercanía de un aguacero. Y lo único que no amaina es el recuerdo de Vanesa. Chorrea en sus entrañas. Requiebro, chispa, brillo. Lo deletrea con la mente, lo aprieta; palpa el nombre con sus ojos. Vanesa. Se abandona a la caricia de sus letras en las pupilas húmedas. Vanesa es raíz y suministro de sus lágrimas. Siente el peso de cada letra en sus labios, deja que entren y caigan en su garganta. Vanesa. Condenada nostalgia, nostalgia bienaventurada. ¿Dónde está ella? ¿Porqué no acude en su búsqueda? Ni ella, ni otro, ninguno. En ese cruel abandono odia ese nombre y todos los posibles nombres que atravesarán su memoria en cualquier momento. Stop. “No debo aborrecer los recuerdos”. Sería como morir antes de morir. Recordar lo enfrenta con un padecimiento necesario. Lo aleja de sí mismo. Antes de rescatar aquel nombre se hallaba solo, condenado a sí mismo. Aún no recuerda quién es él, pero ya no sabe si desea recordarlo. En aquella soledad tan deshabitada de qué podría servirle su identidad. Solo, alias nadie, alias Paco, Juan o Dionisio. A él no le sirve para nada allí – sea donde sea- donde se encuentra. El está con él; se dirige a él y para eso le basta con un yo. Sin divisiones no necesita identificaciones. Lo que se refiera a los otros, esos, aquellos, algunos, etc., estorba. Son los otros. Sin embargo, “Vanesa” es ella y con ella si puede hablar; recordarla. Extrañarla. Sólo a ella. Pretende resistir la venida de otros nombres. ¿Para qué? Mejor quedarse a solas con Vanesa

La memoria le abre otra vez una ventana; ve pasar allí carteles, fotografías difusas, documentos - ¿actas? – impulsos, escaparates, diarios, receptores y toda aquella marea de recuerdos dando cuenta de una existencia

Baja lentamente la cortina negándose a ser arrollado por tanta imagen sombría, obcecada, descolorida, troceada, ávida, arraigada. Abre la boca; se asfixia; o le parece. Abre los ojos. Plagia las sombras. Las convierte en duendes. Sale desconcertado de su gnosis. No recuerda la visión. Mente y memoria en blanco. Ahora el todo ininteligible del espacio que se reconoce como vacío lo acoge. Ávido de tinieblas. Vislumbra una figura encorvada en la penumbra. Calza unos zapatones de payaso y algo similar a un mameluco. Se acerca. Le besa la frente acariciándole la nunca. Sin una palabra. Mudo. Pero en sus ojos hay una historia pretérita. Y él puede verla tan claramente como si se la leyera. Habla del comienzo. Cuenta que existían tres creadores que dieron vida a la tierra. Uno era ciego. Otro era mudo. Y el tercero, sordo. El mudo había creado todo lo que emitía sonidos. El ciego había dado vida al hombre y el sordo era el responsable de todas las catástrofes y desgracias mundiales. Somos semejantes al creador sordo. Nos identifica – esto dicen los ojos de aquella figura encorvada- y los otros dos son todo lo que ningún ser humano es. Ser humano es ser extranjero en su propia tierra. Por eso invocamos otros seres- superiores – que representan aquello a lo que aspiramos, pero no somos ni tú ni yo. El Omnipotente sordo, se muestra tal como es; nos manipula para imitarlo. Nos bautiza. Nos provoca; total, no oye. Sólo ve y disfruta su obra en nosotros. Aquel extraño con zapatos de payaso le humedecía los labios con una sustancia dulce y lo animaba. Grita, nomina, arriésgate.

Abre y cierra los ojos. La figura encorvada ya se ha ido. Pertenece a una circunstancia que le es ajena. Incomprensible.

Y ahora allí; mudo, ignorante, solitario, anónimo, huérfano. De todos modos, ya no sabe si quiere recordar. Aunque sospecha que este abandono, este anonimato abismal es una provocación al recuerdo. Alguien ha querido abandonarlo a merced de su historia. El deber de saber quien es. El hombre con zapatos de payaso le dijo: que grite y se arriesgue. ¿Y cómo hará eso si hasta su lengua parece ausente?

Ahora: le es imposible gritar, pero no recordar el grito; lo intenta. Gritar, arriesgarse. “holaaaaaa… ¿alguien que me escuche?”

¿Acaso nadie se ha dado cuenta de su no presencia en? ¿Qué significa aquella aparición circense sugiriéndole que grite, que se arriesgue? Infeliz vejestorio. ¿No vio que soy como un saco de basura, mas sólo que él mismo en su fantasmal esencia? Sin control, se muerde el labio inferior hasta hacerlo presente. El es un ser inofensivo. Creyente en los valores y en la sabiduría de los años. Anticuado, vejestorio. ¿Quién le había dicho eso? No lo recuerda, pero si las palabras. Sí el tono.

Una porción marchita de su mente vuelve a él, repleta de palabras, nombres e imágenes. Puede percibir cómo caminan en sus neuronas; algunas saltan: Cacho; primo. Revancha, engaño. Envidia, rencor. Le duele la cabeza. “Harán un trabajo limpio; nadie sospechará”. Otro salto; un resbalón. “¿Hola Esteban, Cacho sí… vamos a ver aquel auto del que te hablé?”. Silencio; la luna no se ve. Ahora sí los pies. Sucios. Y otra vez el cosquilleo cerebral. Saltan ahora frases completas en su cabeza. Las oye como se oye el agua de un río correntoso. A él le gusta ver el momento exacto en el sitio debido, donde el río se funde en el mar. Suave; delicado. Las frases no. Son como olas foráneas rompiendo en las orillas cuando hay tormenta. Estallan. “…salís del estudio y te paso a buscar” Chillan. El agua, las piedras. Amontonamiento. Piedritas de colores, grises. Arena, residuos. Légamo, mugre, polvo. Del polvo somos y al polvo regresaremos.

Despojado. Casi un NN. Abandonado en un espacio limitado por aquella línea fosforescente. Ahora es púrpura. Un espacio sin memoria y sin nombre; ahí mismo donde ahora está, pero quizás no. Un interludio entre su historia y su epílogo. ¿Sin nombre dijo? … ¿pensó?... “Esteban…Cacho; Cacho, Esteban”. Salto intermedio en el lóbulo frontal. “Si lo abandonamos sin rótulo, lo confundirán con la carga residual del laboratorio”.

 Gallinas. Lo han dejado en un contenedor. Con el peor destino; sin piedad. Malnacidos. Descendientes de la impiedad. Nada excepto estiércol puede contener en sí mismo un ser capaz de hacer algo así. ¿Qué pasa con la raza humana? ¿Quién enredó los hilos de la madeja? Nadie. Es una catástrofe natural devenida desde los tiempos de Adán y Eva quizás. Siempre lo mismo. La deslealtad y el odio no son inventos modernos. Existen infinitos modos de ejercerlo. “Esteban, te amo” … un salto casi de acróbata; le laten las sienes desbocadas. ¡Su nombre es Esteban! La voz inconfundible de Vanesa le devuelve su identidad. No puede hacer nada contra su realidad. Ni gritar, ni moverse, ni ver. Bueno sí; puede ver algo ahora porque está amaneciendo. Pero sabe quien es. Nadie volverá a quitarle ese saber.

Las sombras nocturnas eran más piadosas que la luz del día. El alba se percibía cruel como su memoria. Piensa en Vanesa. ¿Es víctima o cómplice de aquella revelación? Prefiere su recuerdo limpio. Es víctima decide. Silencio. Un silencio abrumador ¿Algún ángel rezagado? Pero no. Son pisadas. Lentas, claras. Un susurro; runrún. Alcanza y sobra. Runrún de pies; botas de lluvia o tal vez, zapatillas con suela de goma.  Pisadas de ojota fina. Pisadas de fina ojota… “Ea minero cuanta retina fundida en un solo trasero”, cantaba el abuelo.

 … “el mundo fue y será una porquería ya lo sé…” ¡Alguien está cantando! Claramente; Cambalache. Esteban comienza a rezar al compás de su corazón que ahora resucita y cabalga desbocado. Reza y se orina. Y runrún de pies. Ligero. Buscando, encontrando. Y el allí; de pie o recostado, según la perspectiva. No la suya que desconoce. Allí dejado, abandonado al olvido residual. Oyendo pisadas. Las imagina; saborea la cercanía de esos pies. Se le ocurre que sus pies se comunican con aquéllos. Se hablan; se reconocen. Y él ahí, inmóvil, percibiendo el llamado de auxilio de sus pies. Su vida pende de un hilo atado a los pies.

¿Le traerán esas pisadas la realidad? Ha conversado consigo mismo a lo largo de las nocturnas horas. ¿Acaso hay más cercanía a la comprensión de la verdad que eso? Un hombre a solas con él, hablando con él; consigo mismo. Creíble. Luego, ya es la luz del día y su deseo profundo es que otro venga y le diga algo de otro u otros. Cualquier cosa que lo devuelva al mundo. No importa si es una ofensa, algún agravio: “loco del diablo; desgraciado infeliz. Desquiciado...”. No hay problema pero que lo mencione. Apelativo légamo. Espíritu de fango. Pantanoso. Vanesa; mujer ¿su mujer? No recuerda otros nombres. Ni siquiera el apodo o el primer alias de alguno.

 Es el ocaso y observa los límites que lo circundan. Cada uno de ellos atraviesa la raya fluorescente. Comienzan y terminan en ella. Sus líneas lo anteceden o lo continúan. Se encuentra atrapado por los límites; atrapado él; su vida; sus recuerdos; sus razones; su, su, su… ¿lo creyeron muerto o lo condenaron a morir solita su alma? Cobardes. La nada absurda y la tierra que otra vez le oscurece el alma mientras se interroga; a sí mismo ¿sino a quién podría? Los ruidos nocturnos atraviesan la raya. La encienden. Y todos parecen alejarse; ni uno solo regresa. Los pies amigos de sus pies se han detenido; también el canto. Que se muevan, que respiren, que runruneen. Es su deber permanecer. Y él tiene derecho a ser. Ser más que un cuerpo exhausto, de ojos cegados, boca enmudecida, labios rotos, corazón en pánico. Y el runrún regresa.

Tiene toda la sangre en la voz. Los pies se le alborotan; las manos se apresuran, veloces. Sonidos guturales emigran desde su garganta al umbral de los labios: “mmmm...hmmmm hmmmmm… Mmmmm”. Una fuerza pantagruélica le nace en los huesos y comienza un baile frenético de pies. Una marcha famélica. Cree que va a ahogarse; la desesperación le corta el aliento. Una respiración agitada se filtra por las mínimas rendijas; un golpe seco. Contundente. Y aparece el mundo.

El mundo tiene el rostro con arrugas muy marcadas y una horrible expresión de desconcierto “¿Qué es esto?” - Le pregunta el mundo. ¡Por Dios Santo! - Exclama el mundo. Un hombre viejo, con los ojos nobles; le brillan por la impresión y el alivio - ¡Don Esteban! Pero ¿Quién pudo hacerle esto?”-. Dice y a la vez, le quita la mordaza - “Lo mismo me he preguntado yo sabe”; las palabras le brotan como el contenido de un tragamonedas atorado: de a una, tres, respira profundo, una. – “Un momento… ¿Sabe quién soy?” – . – “¡Pero claro que si hombre! Como no voy a conocer a mi jefe… ¡faltaba más! ¿Se ha golpeado la cabeza? ¡Qué gusto verlo! – dice el viejo - ¡Venga hombre, salga de allí que va a pescar una pulmonía! … No importa, ya recordará… “- Rafael Tejeda, sereno del laboratorio, para servirle a Usted. -“

Un viejo con los ojos nobles, un hombro amigo. “-Muchas gracias…sí, no sé… tal vez me golpearon”-. “- ¡Desgraciados! Y claro, con su posición y su dinero, ¿quién puede estar a salvo? ... ¡Ay Señor! … pero si es que hoy en día ni en la mujer de uno se puede confiar. Venga, venga, ¡toda la ciudad lo está buscando y estaba ahí nomás! -

Un viejo de ojos nobles y lengua larga. “Esteban Rufino. Ese soy yo”. Que bueno que por fin ha podido recordarlo.  Y piensa en Vanesa. Le arde la boca. Es por la mordaza que la cubría. O es por recordar. Recordar también arde a veces. Vanesa. Preferiría su recuerdo limpio. Qué lástima que ya no puede decidirlo. Silencio. Un silencio abrumador.



#safecreative

 

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