domingo, 2 de enero de 2022

Después de las campanas


Siempre disfrutaba la nostalgia del valle. 
A su madre le hubiera gustado aquel lugar. Cuando pensaba en ella, languidecía con el tibio y fresco aroma del caldo de los brotes de calabaza, y cada vez que aspiraba ese aroma recordaba su rostro, gentil y delicado.
Se había enamorado; ella lo había creído demasiado viejo. Tal vez lo era.
Aún se encendía como un relámpago de mayo, pero los ojos lo desenmascaraban, obstaculizando la ronda del viento. Detrás de interminables decepciones y el delicado y gentil aroma del caldo, su alma se dispersaba entre las rugosidades del valle.
Las campanas de la capilla bordaron el mediodía detrás del sembradío de lúpulo. Y en la ventana de su habitación un pájaro carpintero martilló los cristales.
Se ligaron sus huesos somnolientos y desganados. Se demoró atravesando la calle de la terminal y entretanto, lidiaba con sus lagañas.
– Tal vez todo sea diferente en cuanto pase la época de cosecha – se decía.
Sin embargo, nada cambiaba. La cosecha se levantaba y nada cambiaba.
Pasaban las estaciones. Y las cosechas de lúpulo y calabaza
Andaba sin sombra y esperaba, impaciente y nostálgico, mateando en la galería externa de la casa, donde vivía solo desde la muerte de su madre. Amontonaba leña, anhelando el mediodía, ese momento que asociaba a la esperanza. Nunca sabía para qué; sólo sabía que sería después de las campanas.
Para sostenerse, consideraba sus buenas cualidades; su generosidad, su fuerza de carácter, su dignidad, su éxito como agricultor.
La capilla con sus velas encendidas reeditaba la pintoresca mundología de su infancia, pormenores que se definían por sí solos; todos y cada uno guardaban relación con su ser atrincherado en un cuerpo vencido, que ya casi no ensamblaban.
Le gustaba sentarse allí, donde su mente no tenía ayer ni mañana; una flojedad reflexiva pero indefinida y ninguna especulación de lo que podía suceder. Más tarde, al regresar a la casa, espontáneamente, su memoria se rompía, comenzaba a moverse en círculos y formar nubes, efectos y finales, que se descomponían y forjaban mapas diversos, de trazas disímiles, como ecos del afuera rebotando en los vidrios familiares. Deambulaba por la calle abierta, entre aradas y cultivos velados por una ligera bruma. 
Subió por el andén de la antigua estación; cruzó las vías y observó la residencia de su familia, la primera. Gris y polvorienta, excedía la pared del parque. Ingresó por el pequeño pórtico de acero y se topó con el zaguán empequeñecido, devorado por matas de uña de gato que germinaban por doquier. El esqueleto de un tractor reposaba algo más allá, cubierto por una sábana mohosa y harapienta. Quitó la tela, y debajo descubrió un portarretrato con la imagen de su madre, inalterable y mansa. Clavó la vista en esa cara, con una alegría distante y sentimental: estaba muerta sin duda. Pero la cara en el portarretrato era tan viva.
Por fin iba a soltarlo, cuando notó un leve movimiento.
Desenganchó la sábana y vio otras manos que intentaban batallar temblorosas; unos finos dedos por los bordes, que de un tirón apartaron el resto de la sábana, mostrando unos ojos y una boca que se abría. Un rostro que lo reconocía con inquietud y aprensión; se sentó, con los ojos fijados en ese rostro, y ambos se paralizaron un instante, implícitos en un mismo recelo. 
Repentinamente una sombra cruzó frente a él corriendo, pasando el cobertizo y el bodegón, el buzón y la capilla.
El horizonte se abría, se rompía, y emergía a la deriva, emigrando lejano, deshaciéndose, y en lugar de la calle histórica y de las paredes del jardín, brilló una baranda que se movía a su paso y que lo intimó con la oscilación y confusión de su entorno. Un arrebato violento lo transportó por encima de su propia sombra, hasta acabar frente a la galería de la capilla. Se afirmó entre los peldaños y recién entonces, observó junto a él la figura femenina; percibió el malestar de su expresión mientras ella le susurraba:
– sabía que me alcanzarías.
- ¿por qué huiste entonces? –pregunto él.
–quería intentarlo –dijo ella.
–Entonces…-
– ya cerró nuestro ciclo.
–No. Debemos probar otra vez. Y subsistir, resistir.
–¡No!
–No queda otra.
–No, no. Voy a marcharme.
–No puedes –rogó él–
- Lo demorarás una estación, una cosecha ¿qué importancia puede tener eso en la eternidad?
– Será tiempo de hablar de eternidad cuando yo de verdad esté muerto. 
Eso tuvo que admitirlo. Ella se había ido al otro lado, detrás del tiempo, muy lejos, donde él no había estado nunca, y no suponía hallarla. En cuanto franqueó el pórtico sur, su presencia se hizo nueva y exacta: dúctil y etérea, se escurría urgente sobre el campo, y en su boca y en todo su cuerpo apreciaba la suave conmoción de la primavera. El olor de los brotes de calabaza.
–Te lo dije; te dije que era inútil. Todos los desplazamientos te regresan a mí. En cada giro me hallarás. Vivo en todas tus despedidas.
–Mis despedidas son prescritas. 
–Tu apatía es parte de eso.
–Me marcharé –dijo ella.
El lúpulo, el parque y el pórtico se desplazaron lejos y se perdieron de vista. Ella caminaba sola, pero percibía la presencia de él detrás de los árboles, al costado del sendero. Luego notó que andaba sobre el asfalto frío, y observó una hilera de columnas y de ventanales. 
Uno y otro mantenían los brazos cruzados, y sus cabezas, inclinadas.
-En algún momento debemos parar –dijo ella–. La energía no es infinita: volaremos finalmente.
–¿Volaremos?  ¿Acaso no sabes dónde estamos? Este es el proceso. Estamos remontando lo sucedido. Coexistimos en el caos.
–Desde luego – ironizó ella.
–Hay algo peor. No hemos llegado al vértice; mientras vamos y venimos, mientras huyes, no logramos aferrarnos siquiera al recuerdo. Cuando lo logremos: atrapar el más lejano recuerdo, ya no habrá nada más allá, y no habrá ni siquiera este instante.
Iban por un jardín entre verdes y amarillos. Tiró de unos tallos y no logró romperlos. Parecían de goma.
Llegaron a un llano de pastos verdosos, con un estanque rodeado de pedazos de piedra y brotes lechosos. Varios sapos saltaban muy cerca. Había uno en particular, de color anaranjado, de membranas carnosas, y se arrimaba a sus pies, estirando las ancas de tal manera que casi parecía que se iban a romper. Croaba enloquecido.
En la base del tanque había una empalizada de hongos. Y un aroma familiar. Muy tenue, pero inconfundible.
¿Había ido ya hasta su más lejano recuerdo? ¿No había nada más atrás?
En algún lado tenía que estar el pórtico. Pero algo era diferente allí, algo que lo intimidó. Había una puerta gris. Miró a su alrededor y sólo vio sapos y hongos. Y la puerta. Como colgada de la nada. Extemporánea. Decidió abrirla de todos modos. 
Al tiempo que cruzaba el umbral, giro la cabeza un instante y distinguió a lo lejos el sonido de una voz. ¿Era su madre?
Está nublado; ha cerrado las ventanas y ha deseado que sea por fin el día. Las pesadillas son cada vez más intensas y vívidas. Después se ha servido un café, fuerte, amargo y entonces, sólo entonces, se sienta en el sofá y se permite llorar; con el rostro entre sus manos frías. Su gemido brota grosero y agitado, sacudiéndolo con entrecortados temblores. Es lo más íntimo, lo que aún no ha puesto de manifiesto, que tan solo le pertenece a él. 
Su desamparo. 





Adriana M Lamela
Neuquén, Argentina. -

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