jueves, 12 de agosto de 2021

Éxtasis

Prefería rondar las calles desiertas.
Volvía de madrugada, o muy de noche. Era una época de grandes paradojas y la flojera multiplicaba los vacíos. Mantenía sus guardias hasta el amanecer y en el polvo de los postigos garabateaba nombres con lunares y palotes.
Cierta noche escapó por un pelo de un travesti siniestro y al llegar al muelle se bebió una caja de vino tinto, mientras tarareaba la canción del adiós y boqueaba el humo de un medio habano.
Aquel embrollo había nacido del cansancio; no tenía nada que ver con la gente en situación de calle. Lo distraía. Hasta ese momento no le había importado quien mordiera el anzuelo. Él se jactaba de ser pionero en lo suyo y darse el lujo de elegir un rincón y un motivo.
Obviaba el peligro porque entendía que el tiempo se abría como un territorio virgen. Veía a la muchedumbre; ella a él no. “Me entretiene”, garabateó una tarde en el asfalto. Cinco personas permanecieron con la vista fija en suelo. Seguro se preguntaban qué quiso decir. Después llovió y el polvo mudó en grietas de colores.
Infinitas son las cosas que se intentan para evadir el fastidio. Y también infinitas las casualidades. Pero cuando comenzó el asecho, él no lo tomó como una casualidad.
La segunda vez que su travesura fue “plagiada” con crueldad, entendió que era deliberado y a partir de allí, las rondas tuvieron otro propósito. Se arrimaba impaciente pero estoico, fingiendo observar lo barcos y veleros del muelle y desapareciendo repentinamente.
Estaba confundido y en la ciudad todo escurría insensiblemente. La gente volvía a ignorarlo y la bebida no ayudaba a evitar ese tic nervioso de comerse las uñas. Y había algo peor. Arañaba los ladrillos de los pabellones después de la borrachera y el coraje. Y fue entonces que apareció; en el mismo sitio de sus andanzas.
Un cactus.
Tan grande que daba miedo. En un tanque donde sólo subían ratas y nada podía madurar tan de repente. Ese pensamiento le provocó carcajadas y luego rabia. Había mucho que repensar. Porqué un cactus, por ejemplo: un ornamento, una predilección por la botánica ruda, una ambigüedad.
Dos días después, en su tercer ronda, recorrió el embarcadero, se bebió cinco tazas de chocolate en un bar. Y arremetió. Era posible que su “rival” se bajara de alguna lancha; cualquiera de los que iban y venían podía ser él. ¿O ella? Era excitante pensar que alguien del sexo opuesto se atreviera a rivalizar con él. Al anochecer del cuarto día se escondió detrás de un muro y dejó a la vista un cactus más pequeño que aquel que él hallara, pero más exótico. Su flor era gruesa y brillante. Se alejó luego, para ampliar su visión. Casi amanecía cuando escuchó la alarma de un auto y sus ojos, abiertos como faros, purgaron el lugar. El pequeño cactus no estaba.
Un confuso montón de siluetas se veía cerca de la puerta de un kiosco. Se tumbó detrás de un basurero y así pudo ver una cabellera blanca ondulando por fuera de la puerta de un camión de reparto y el hechizo intermitente de unas bragas azules en su interior.
Sobrecogido, se subió a la moto que aquella noche le sustrajera a su casero y persiguió el camión durante un tiempo eterno. Exploró una cadena de rastros intangibles que persistían lo suficiente como para intuir que alguien había querido manifestar una presencia.
Reincidió en descuidar sus obras diarias para escudriñar en las avenidas, las ramblas, los paseos. Observaba discreto las esquinas y los esclusas; los sitios donde estaba seguro podía manifestarse. Y así transcurrió una semana.
Volvió una vez más a la calle del primer cactus. Lo había trasladado a su departamento. Lo raro es que no había vuelto a florecer y decidió regresarlo donde lo halló.
En la esquina, un perro le gruñó cuando lo vio colocar el cactus en el mismo lugar donde lo encontró. Escribió debajo con un jadeo obsceno y un trazo rígido. Oyó pasos en la calle y se escondió detrás de un depósito; un indigente zigzagueaba por ahí y fue a caerse justo al pie del cactus. Creyó que el corazón se le saldría del pecho. Solo faltaba que al tipo se le ocurriera patear el tanque o algo peor. Pero se quedó dormido y no tuvo más remedio que aguardar hasta entrada la noche, cuando el infeliz se levantó y se perdió en la oscuridad. Y él también se fue, ya seguro, a descansar unas horas.
Regresó al mediodía. ¡El cactus había florecido! Se acercó eufórico, con algo de ansia y después espanto, cuando pudo ver.
Una cabeza con sus órbitas vacías y los contornos de un rostro tumefacto, tal vez producto de varios golpes de puño. Sobre la inscripción de la noche anterior, yacía una cabellera blanca y un sobre negro. Las manos le temblaban al abrirlo: “No suelo dejar a los aficionados, algo más que un cactus, planta que se asemeja al hombre. Se cubren de espinas para evitar que los dañen. Contigo hago una excepción. Me da ternura tu empeño. Pero, amigo mío, un susto es atractivo. Una muerte, en cambio, éxtasis”

AdrianaLamela
#safecreative
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