Lenguas de Sapo
“ella se desnuda en el
paraíso/ de su memoria
ella desconoce el feroz destino/ de sus visiones
ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe”
Alejandra Pizarnik
Lo enfrentó, renegando
de sus cavilaciones. Anteriormente, fue en su busca por delante de las luces y
dejó de percibir la pegajosa y desleída ceguera, sin entender que no era ella
quien no veía.
Deseaba un porro. Escupió
saliva suave y lento; se estiró. Se imaginó lejos, interminablemente ausente,
sentada a miles de kilómetros, durmiendo. Y después de largas horas de insomnio,
se burló de los desafíos de sus pies y de sus uñas. Como una rata obscena acosando
a un minino. -
Ella, siguiendo con
la mirada un haz de luz que se colaba desde los cortinones, tropezando, con una
pierna acalambrada. Y un susto de roncha satírica en las pupilas, los nervios
trasnochados y abultados; con la impresión
de ser un hálito viejo, un titubeo, un apocamiento en reverso del intento y del
eco. La sensación de estar pendiendo de un raíl
y un sentimiento de pasmosa languidez.
Ella, que deambula de
soslayo entre las salíferas covachas que coquetean con las losas, infantil y estúpida,
bamboleándose como una colmena ingente de la que brota un temblor que trepa por los muros oscuros.
Y él, inmóvil. No logra
distinguir su mirada oscura. Ha olvidado aquello tan provocativo: “lenguas de
sapo esmeriladas”. Pero lo niega, apoyando la mano izquierda en su boca: “lo
recordarás siempre” le había dicho y pareció caer en un trance; deliraba: “lenguas
de sapo esmeriladas, tragándose la luz”.
Él, aparte de esa estampida de hueso y piel, era una impaciencia de desasosiegos, algo así
como un lastre pornográfico, como consecuencias raras, escurridas sobre un
pozo. En lo superficial, la exclusión de un porqué significativo, la pérdida oscilante
y esencial de un sentido.
Se alejó hacia el
baño. La oyó sollozar; cerró los ojos después de girar en una suerte de oquedad
imprecisa. Y ella también lo oyó, reptando con sus movimientos de payaso: babeando
con la boca encendida de yagas cenicientas. Escuchó su carcajada quejumbrosa; lo
vio regresar y callar, abrir la boca y en cuclillas, arrastrarse hacia la luz,
gritando: “Nada despertará allí afuera y se retorcerán tus vísceras”; se
escabulló bajo la cama después de alejarse de la puerta. La atmósfera cargada
de un espanto de formas huidizas. Y los cascarudos incómodos; garrapateando.
Y sentenció: “Sudarás”.
Y ella contestó: “haz la prueba”. Y amenazó: “Arderás en el infierno”. Y antes recibió
el consuelo del viento. Y el calor quitaba toda duda. Sólo el calor acompañaba.
“Entonces te das cuenta”, dijo. “No es lo común, si el crepúsculo se inquieta: “definitivamente
se te dio vuelta la tierra.”
Ella sin preguntar, terminó
de avanzar hacia la luz y se alejó. Siguió viendo; no creyó que podría. Ignoraba
dónde se hallaba, de frente a la salida, de espaldas al fondo y observada por
él, que se perdía en las sombras.
Tuvo la oportunidad
de alcanzar el reflejo y perderse en la inmensidad de aquellas partículas de
polvo luminoso – luego que los brazos de ella alcanzaran el paño que cubría
sólo en parte la ventana – y donde la siguiente rotación de su cuerpo lo
ubicaba frente al espejo. No veía,
detrás de ella, la porción áspera del muro
que era como una mancha gigante, pero él sí podía verla – parada delante
- y se preguntó como sería si en el
sitio de aquella mancha hubiera en cambio un espejo de iguales proporciones.
“No te veo” dijo ella. Y no sabía que él ahora bajaba los párpados porque su imaginación era tan volada que lo encandilaba.
Cerró los ojos, una y otra vez y ella, que le decía “No te veo”. Y él que
bajaba los párpados. “Eso no importa” dijo. Ella quiso saber porqué. Y él – los
ojos ahora bien abiertos – “porque la muerte es mucho más que una imagen”. Y vio
en el muro como si no tuviera cegada la vista y lo presintiera allí, delante de
ella, echado sobre el respaldo vencido, con el rostro pegado a la pared. Después,
ella pudo elevar los ojos, una vez, y mantenerlos fijos en la dirección donde
se encontraba él; llorando. Y él le dijo: “Yo si te veo”. Y ella sostuvo la
mirada. “Puede ser” dijo. Y él quiso saber porqué dudaba. Y ella, los ojos
fijos en sus manos: “No posees la exclusiva de todas las certezas”. Luego, se acercó un poco más. Y otra vez deseó un
porro; apretarlo entre sus labios; aspirar profundo.
En el momento siguiente,
el ya era de nuevo una sombra separada del muro. Notó que parecía no tocar el
piso, como en un salto imaginario; sintió frío y con la expresión de un
condenado lo dijo: “tengo frío”.
El aquelarre de los búhos fascina con la brisa noctámbula; una caterva
de humo envuelve las edificaciones y los
despojos del día, proscriben entre híbridas comezones.
“Qué raro. Éste es un
rincón cálido” dijo él. Ella abandonó su postura de cordero a punto de ser
degollado y estiró el cuello intentando ver. El rostro tenso, se tornó inusitadamente
alegre. “Procedes cobardemente”, dijo. Y el regresó a la luz, parte por parte, de
arriba hacia abajo. Y dijo: “Menosprecias mis habilidades”. Ella dijo: “No. Sin
embargo, no te ves como si estuvieras vivo”. Y apenas dicho eso, el ya se había
materializado casi completamente, con su larga lengua recorriendo sus labios
morados. “Nunca podrás volver a verme así, con la piel radiante de antaño; me
he curtido en recónditos agujeros; he sido testigo del peor infierno”. Y ella
comprendió que su lenguaje se habían vuelto ligero bajo el efecto de la
materialidad; se movió, buscando el calor de la luz que apenas atravesaba los
vidrios y dijo: “he llegado a pensar que no eras cierto”. Permaneció callada un momento.
La ubicación de él sobre el piso permaneció igual. Y el dijo: “en otras vidas,
he pensado que eras apenas un pensamiento aleatorio en cada espacio recorrido. Quizás
por eso sientes frío; las ideas no sobreviven a la materia”. Y ella dijo: “cuando
dormías bajo los setos, presentía que tu alma se volvería carne y la piel se me
erizaba”.Ahora, donde las venas se me inflaman por dentro, siento que me tocas con
la punta de tu lengua sobre el vientre y el silencio es tu croar bajo las aguas
del estanque. Así como lo has dicho: esmerilada”. Se alejó de la ventana. “Me gustaba”,
dijo. Y ella dijo: “Nunca nos acercaremos fuera de las sombras; sólo en sueños,
del otro lado de la luz y siempre oiré tu silencio. No lo deseo pero así será
cada vez”. Lo escuchó saltar mientras hablaba.
A esas horas, se extinguían aquí y allá las nubes; las féminas nocturnas,
con los cabellos pegajosos regresan, abatidas por la fajina. Y se tiran a soñar,
atontadas, entre pesadillas. Apostólicamente, arrastrando sus frescuras y sujetando entre sus manos los senos exprimidos,
bufando las deshonras.
Ella se exige recordar. Su objetivo
era escapar de la realidad, y el conjuro era aquella sentencia contrastante: “lenguas
de sapo esmeriladas”. Y en los charcos repetía, de manera imperceptible al oído
humano, y era un modo de expresarle su lealtad: “He sido el que cuidó tu
vigilia día a día, repitiendo: lenguas de sapo esmeriladas”. Dejaba libre de
insectos su camino. Trazaba líneas guía con sus saltos rutinarios. Y en los charcos
de lluvia de los suburbios, de las plazoletas, de los jardines, dibujaba con su
lengua un corazón. Dijo que cierta vez, de un salto alcanzó la luna y aspiró el
mismo aroma de su perfume a jazmines. Y la noche aquélla; “debe estar cerca”, pensó,
escupiendo las veredas al caer, para indicarle el camino de regreso. Escuchó a
un borracho decir: “la princesa de mis sueños es una bruja”. Y dijo que lo
había mirado a los ojos, con los suyos inyectados en alcohol y había dicho: “Necesito encontrarla para que
me libere de esta agonía”. Y el se alejó saltando. Ella escuchaba y sentía el mismo
olor. Y se arrodilló y dibujó sobre los restos de un charco de agua, un corazón.
Le dijo: “No eras cierto”. El le entregó un pañuelo manchado de sangre, aún
húmeda: “La muerte es mucho más que una imagen”. Y ella dijo, aún arrodillada, mojando
el piso con sus lágrimas de cocodrilo: “no eras cierto”. Y estaba loca.
La frígida aurora emperifollada con un quimono indecoroso,
ascendía lánguidamente sobre el zaguán vacío y ella, con un tosco alfiler de
punta, se escarba el ombligo; blandiendo sus defensas, de antigua remolona.
Después, en el
instante que siguió, el continuaba en las
sombras, echado, inmóvil. “Traté de que recordaras tus sueños para recuperarte”,
dijo. “Después supe que nunca lo lograría”. De todos modos, siempre he repetido
las palabras para encontrarte.” Y ella dijo: “Tú te inventaste desde el
principio”. Y el le dijo: “Te inventé a vos y no supiste verlo. Jamás recordaste
las palabras”. Y ella, con los dedos crispados sobre sus muslos, inspiró varias
veces y dijo: “Si entonces hubiera visto – lloró – pero sólo vi lo que ahora
mismo no veo”.
Y es que los fríos incoloros que brincan
en sus ojos cuchichean sobre esa grosera firmeza. Y un estático soplo, al soltar
su melena, desentierra en sus almas
algunas voces morosas; y su instinto aprecia el gimoteo del Sexo – de impotencias
y anarquías. El mensaje es pródigo, como un hipo monstruoso; fragmenta sus
espíritus dóciles y sensibles. Y el recuerda una tarde de septiembre, cuando un
precioso niño anémico, chiflado y generoso, se colocó sobre sus pies y le
pintó las uñas.
Su lengua aprisionada
entre los dientes, sangraba. “Deseabas verme como lo que no era” dijo él, “por eso tus ojos se negaron a ver”.
Ella bajó la cabeza; hasta entonces intentaba ver: bajo la cabeza, sintiendo el
mismo frío de antes; y él la dejó ver, desde el rincón, donde seguía inmóvil, echado
sobre el respaldo. “Siempre recordarás lo que no quisiste ver” dijo. “Ahora lo verás
por primera y última vez” agregó. Frente a ella, que seguía añorando un porro y
adquiría otra vez la expresión de un condenado. El cuerpo de él – como nunca
pudo verlo excepto ahora – luminoso, atlético y rozagante, se hizo evidente
ante sus ojos azorados. Fumaba un porro; él fumaba. Dijo ella: “No sé por qué
no pude entonces”. Y dijo él: “Por la misma causa que no lograrás recordar a
partir de ahora las palabras”. Y ella dijo, llorosa: “Si. Pero siempre he
creído que no eras cierto”. El se enderezó y se arrastró hacia la ventana. Ella
permanecía en el otro rincón, en diagonal a él. Cuando el espacio donde él se encontraba
quedó libre, bajo el áspero muro, humeaba el porro. No logró resistirse. Se
arrastró hacia allí. Tomó el porro y lo apretó entre los labios desesperadamente y giró sobre sí misma para
volver a enfocarlo a él. “En ningún sitio, volverás a escuchar esas palabras: ‘Lenguas
de sapo esmeriladas”, dijo él. “Si alguna vez lo hicieras, vendré a recoger tus
despojos.” Ella levantó la cabeza con el porro entre los labios. “Lenguas de
sapo esmeriladas”, repitió. Aspiró el humo, con la mirada fija en las sombras;
ya no lo veía otra vez, y exclamó: “Ya puedo recordar. Podré hacerlo”. Lo gritó
con la voz tomada y pastosa, como si en lugar de decirlo, lo hubiera dibujado
con el rastro del humo, mientras se iba consumiendo y él, un susurro
proveniente de algún lugar, ya del otro lado de la ventana: “Es tan tarde”, dijo.
“me hubiera dado gusto oírte así en otro tiempo. Tragándote la luz “
Y ella, “sabrías
franquear a campo abierto el espacio sin demografías de ese seudónimo ante el
que doblo la rodilla izquierda: nada más que un conjunto de letras adiposos,
como duendes, que prosperan inagotablemente debajo de mis pies. Y aún así, es
apenas un mote que disfruta de un contexto
donde todo persiste: nada más que corazón - bagatela de diástoles - gestionando la holganza de tu cuerpo pero sin
otorgarle identidad a sus movimientos. La huella sin orillas de tu boca es pura
labia y manga, retórica y oferta que se percibe sin abrir los ojos. Con los brazos
abiertos, sin saber dónde meterse y a
tientas, atrancándose en los de otros. Y
el arancel por rascarse los bolsillos nunca se multiplica por fragmentos; sin
embargo, sabrías caminar a través de él, del mote y mientras, en el suburbio de
un gesto, te arrancarías el bigote en algún trozo de Cielo.”
El día va cruzando los girasoles, con la mirada transformada en ritual, donde echan
raíces memorias y más memorias, como una película muda. Abultando unos cuantos versos
entre las manos; ellos prueban garrapatear
quiénes son y las estrofas los persiguen y arrastran; roen una vaga sonrisa y más tarde vuelan, como un puñado de desconfiadas gaviotas hasta
aquel diecisiete del nueve del veinte diez.
Y no; no llegan a escribirlo
siquiera por distracción. Redefinen quiénes son por combinaciones. Ella declara,
“existo cuando me aproximo a mí, sin más, ante mí misma”. Y luego se da vuelta,
enrosca la cabeza imitando un tornillo y continúa:
“Podrías andar ese seudónimo tras de sí y entonces
querrías ser más tácito y aún más empecinado; distraerte como un pájaro inmenso. Y luego, aún más delirante pero menos distraída,
dijo: “Yo soñé contigo, con este sitio. Me preguntabas por las palabras mágicas”.
Y el dijo: “Eso es”. Y saltó sobre los setos.
Elevó los hombros,
siseó un "buaggg" y se
introdujo en lo oscuro. Primero no lo distinguía. Se arrimó obscuramente sobre un
murallón adoquinado. De repente surgió la luna por sobre la barda pulida, enfocando
el murallón demolido en algunos
trayectos. Se paró, perturbada ante semejante candor. Expelió un aire extraño. Inhaló
el soplo noctámbulo. Temblaban las sombras, hartadas de verdores y también de
bichos. Contempló suspendida a un ortóptero distraído – jamás antes se le había ocurrido pensar en
esos términos a los insectos que acampaban entre los pastos más altos. “Y qué
hay; así los llama la ciencia”. Levantó el rostro y allá arriba, también acampaban las estrellas, como si tal
cosa.
Deliberó; el cosmos era una penitencia de rúbricas,
un coloquio de grafías extraordinarias. Sus
circunstancias – las de él – la segueta
de los insectos, el movimiento de la
luna, eran paréntesis y conjuntos, voces repartidas en aquel coloquio. Habría uno del cual ellos eran escasamente un atajo. Cómo se escribe
y quién la escribe, es otra
cuestión. ¿O la misma?
¿es otra o la misma? (pregunta dirigida al lector)
Ella tiró el porro - que era ya sólo un chamuscarse; lo despidió desconsoladamente.
Éste al bajar, entró en una órbita brillante, lanzando destellos temporales,
como una estrella nublosa.
Él en tanto, se agitó arropado en
sudor. Del pavimento, se alzaba una niebla ardiente. Un caballito del diablo con
las alas juntas, pegadas al cuerpo, mudaba en torno al reflector bilioso que
tenía encima. Se acercó a una ventana cercana, vigilando el suelo para no humillar
a cierto parásito surgido del rincón de sus memorias. Deseó el aire del campo. Podía
oírla respirar junto con la noche; ingente, masculina. Regresó a su escondite y
se rascó el pecho. Tras cerciorarse que ningún insecto estuviera oculto en las
botamangas de sus jeans, se quitó las zapatillas y bajó brincando unos escalones aceitunados.
Se arremangaba groseramente. Pecaba de ignorancia sobre lo que había que
hacer para curtirse. En aquel momento, remontaba el hilo nocturno, saltaba en
torno al charco de agua más cercano, giraba, componía redondeces, ensayaba inmovilizar
la pechera y aguantar tiempos récord
aplanado o estirado en lugares insólitos, como el invernadero.
Emprendió una marcha,
despacio. Cojeando, pero tangible entre las sombras que ahora se articulaban con espantosa salud. La oscuridad
era una planicie de sentidos. Al atravesar las vías, sintió que alguien olfateaba
su nuca. Reculó, pero no vio nada. Apretujó
el cojeo. Un instante después pudo distinguir unas chinelas sobre una medianera
cuadrada. Deseaba dar la vuelta; advertía que algo o alguien se aproximaba cada
vez más. Y lo olfateaba. Correr no era una opción. Se detuvo violentamente.
Antes de que pudiera darse cuenta siquiera, notó algo punzante en la espalda y oyó
lo siguiente:
-No te muevas.
Y él inventó una
risita. Experimentó la ofuscación del doblegarse
y empezó a moverse con pasitos breves y
a oscilar en sus tangentes. Esto le provocaba cierta molestia en las vísceras. Primero creyó necesario romper el silencio
con alguna palabra; pero decidió que esa era una costumbre mía débil y decidió
callar.
Ella se vio seducida
por esos movimientos tangenciales y exhaló con furia; en ella había una hembra
que advertía el fuego; y cuando el aliento trepaba, los ojos de ella eran como
un hogar en llamas.
En esos días, la perturbación
la había obligado a desgarrar imágenes intactas. Sin embargo, había pernoctado irregularmente en aquella cabeza;
podía insinuar que le entregaba ligeramente, en ese momento, sus rincones. Habitaban
en tal exceso allí los ratones, que el afán por aprehenderlos y abrigar en su
boca el dilatarse de su sarcasmo, la subyugaba. Pero era un placer hasta ahora vedado.
Él se detiene, acaba
de descubrir que el duende que es su demonio centinela, se desliza cabeceando por
las piedras heridas por las estrellas y más hacia
lo alto, fanales de caverna, lejanos atisbos
cavernosos tras negras orillas a flor de piel.
Ella, del otro lado
de la medianera, bufaba como un toro a punto de acometer.
Y Él sin volverse,
contestó:
-¿Qué decías…?
- no te muevas – dijo Ella, poco más o menos contrariada.
- ¿es un cuchillo? ¡No
pensarás hundírmelo!
Y las palabras de
ella fueron un siseo voluptuoso que laminó cada poro de la piel de él
- No, no es un
cuchillo zonzo – dijo. Y él advirtió la sombra –
- “Me gustaría relamerte”
– agregó ella reflexiva.
“Zonzo; rebotando en la vieja imagen cada vez que nos atravesamos
en giras prohibidas: deduzco que el después
se enlaza con una carcajada en dueto, cuando en medio y tampoco nos salvamos, de esta ronda de lunas fulgurosas.”
Se movieron un poco
las ramas de los paraísos y una brisa caliente y tenue trajo el aroma a
jazmines de un patio contiguo. Ella cabeceaba. Y sus recuerdos se mezclaron con
el aire; “tendría que saltar para despertar”. El viento revoloteó unos minutos;
presionó y oyó un leve respirar. El viento se detuvo. Ni aromas, ni aire, ni
siquiera roces. Y ella, sonriendo — una sonrisa descubriendo la imagen ignorada—,
dijo: “lenguas de sapo esmeriladas, tragándose la luz”.
Y finalmente - ahora
sí - la muerte, fue mucho menos que la imagen. -
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