sábado, 6 de febrero de 2021

 

Lenguas de Sapo

 

“ella se desnuda en el paraíso/ de su memoria
ella desconoce el feroz destino/ de sus visiones
ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe”

Alejandra Pizarnik

 

Lo enfrentó, renegando de sus cavilaciones. Anteriormente, fue en su busca por delante de las luces y dejó de percibir la pegajosa y desleída ceguera, sin entender que no era ella quien no veía.

Deseaba un porro. Escupió saliva suave y lento; se estiró. Se imaginó lejos, interminablemente ausente, sentada a miles de kilómetros, durmiendo. Y después de largas horas de insomnio, se burló de los desafíos de sus pies y de sus uñas. Como una rata obscena acosando a un minino. -

Ella, siguiendo con la mirada un haz de luz que se colaba desde los cortinones, tropezando, con una pierna acalambrada. Y un susto de roncha satírica en las pupilas, los nervios trasnochados y abultados; con la impresión de ser un hálito viejo, un titubeo, un apocamiento en reverso del intento y del eco. La sensación de estar pendiendo de un raíl y un sentimiento de pasmosa languidez.

Ella, que deambula de soslayo entre las salíferas covachas que coquetean con las losas, infantil y estúpida, bamboleándose como una colmena ingente de la que brota un  temblor que trepa por los muros oscuros.

 

Y él, inmóvil. No logra distinguir su mirada oscura. Ha olvidado aquello tan provocativo: “lenguas de sapo esmeriladas”. Pero lo niega, apoyando la mano izquierda en su boca: “lo recordarás siempre” le había dicho y pareció caer en un trance; deliraba: “lenguas de sapo esmeriladas, tragándose la luz”.

Él, aparte de  esa estampida de hueso y piel,  era una impaciencia de desasosiegos, algo así como un lastre pornográfico, como consecuencias raras, escurridas sobre un pozo. En lo superficial, la exclusión de un porqué significativo, la pérdida oscilante y esencial de un sentido.

Se alejó hacia el baño. La oyó sollozar; cerró los ojos después de girar en una suerte de oquedad imprecisa. Y ella también lo oyó, reptando con sus movimientos de payaso: babeando con la boca encendida de yagas cenicientas. Escuchó su carcajada quejumbrosa; lo vio regresar y callar, abrir la boca y en cuclillas, arrastrarse hacia la luz, gritando: “Nada despertará allí afuera y se retorcerán tus vísceras”; se escabulló bajo la cama después de alejarse de la puerta. La atmósfera cargada de un espanto de formas huidizas. Y los cascarudos incómodos; garrapateando.

Y sentenció: “Sudarás”. Y ella contestó: “haz la prueba”. Y amenazó: “Arderás en el infierno”. Y antes recibió el consuelo del viento. Y el calor quitaba toda duda. Sólo el calor acompañaba. “Entonces te das cuenta”, dijo. “No es lo común, si el crepúsculo se inquieta: “definitivamente se te dio vuelta la tierra.”

Ella sin preguntar, terminó de avanzar hacia la luz y se alejó. Siguió viendo; no creyó que podría. Ignoraba dónde se hallaba, de frente a la salida, de espaldas al fondo y observada por él, que se perdía en las sombras.

 

Tuvo la oportunidad de alcanzar el reflejo y perderse en la inmensidad de aquellas partículas de polvo luminoso – luego que los brazos de ella alcanzaran el paño que cubría sólo en parte la ventana – y donde la siguiente rotación de su cuerpo lo ubicaba frente al espejo.  No veía, detrás de ella, la porción áspera del muro  que era como una mancha gigante, pero él sí podía verla – parada delante -  y se preguntó como sería si en el sitio de aquella mancha hubiera en cambio un espejo de iguales proporciones. “No te veo” dijo ella. Y no sabía que él ahora bajaba los párpados  porque su imaginación era tan volada que lo encandilaba. Cerró los ojos, una y otra vez y ella, que le decía “No te veo”. Y él que bajaba los párpados. “Eso no importa” dijo. Ella quiso saber porqué. Y él – los ojos ahora bien abiertos – “porque la muerte es mucho más que una imagen”. Y vio en el muro como si no tuviera cegada la vista y lo presintiera allí, delante de ella, echado sobre el respaldo vencido, con el rostro pegado a la pared. Después, ella pudo elevar los ojos, una vez, y mantenerlos fijos en la dirección donde se encontraba él; llorando. Y él le dijo: “Yo si te veo”. Y ella sostuvo la mirada. “Puede ser” dijo. Y él quiso saber porqué dudaba. Y ella, los ojos fijos en sus manos: “No posees la exclusiva de todas las certezas”. Luego,  se acercó un poco más. Y otra vez deseó un porro; apretarlo entre sus labios; aspirar profundo.

En el momento siguiente, el ya era de nuevo una sombra separada del muro. Notó que parecía no tocar el piso, como en un salto imaginario; sintió frío y con la expresión de un condenado lo dijo: “tengo frío”.

El aquelarre de los búhos fascina con la brisa noctámbula; una caterva de humo  envuelve las edificaciones y los despojos del día, proscriben entre híbridas comezones.

“Qué raro. Éste es un rincón cálido” dijo él. Ella abandonó su postura de cordero a punto de ser degollado y estiró el cuello intentando ver. El rostro tenso, se tornó inusitadamente alegre. “Procedes cobardemente”, dijo. Y el regresó a la luz, parte por parte, de arriba hacia abajo. Y dijo: “Menosprecias mis habilidades”. Ella dijo: “No. Sin embargo, no te ves como si estuvieras vivo”. Y apenas dicho eso, el ya se había materializado casi completamente, con su larga lengua recorriendo sus labios morados. “Nunca podrás volver a verme así, con la piel radiante de antaño; me he curtido en recónditos aguje­ros; he sido testigo del peor infierno”. Y ella comprendió que su lenguaje se habían vuelto ligero bajo el efecto de la materialidad; se movió, buscando el calor de la luz que apenas atravesaba los vidrios y dijo: “he llegado a pensar que  no eras cierto”. Permaneció callada un momento. La ubicación de él sobre el piso permaneció igual. Y el dijo: “en otras vidas, he pensado que eras apenas un pensamiento aleatorio en cada espacio recorrido. Quizás por eso sientes frío; las ideas no sobreviven a la materia”. Y ella dijo: “cuando dormías bajo los setos, presentía que tu alma se volvería carne y la piel se me erizaba”.Ahora, donde las venas se me inflaman por dentro, siento que me tocas con la punta de tu lengua sobre el vientre y el silencio es tu croar bajo las aguas del estanque. Así como lo has dicho: esmerilada”. Se alejó de la ventana. “Me gustaba”, dijo. Y ella dijo: “Nunca nos acercaremos fuera de las sombras; sólo en sueños, del otro lado de la luz y siempre oiré tu silencio. No lo deseo pero así será cada vez”. Lo escuchó saltar mientras hablaba.

A esas horas, se extinguían aquí y allá las nubes; las féminas nocturnas, con los cabellos pegajosos regresan, abatidas por la fajina. Y se tiran a soñar, atontadas, entre pesadillas. Apostólicamente, arrastrando sus frescuras y  sujetando entre sus manos los senos exprimidos, bufando las deshonras.

Ella se exige  recordar. Su objetivo era escapar de la realidad, y el conjuro era aquella sentencia contrastante: “lenguas de sapo esmeriladas”. Y en los charcos repetía, de manera imperceptible al oído humano, y era un modo de expresarle su lealtad: “He sido el que cuidó tu vigilia día a día, repitiendo: lenguas de sapo esmeriladas”. Dejaba libre de insectos su camino. Trazaba líneas guía con sus saltos rutinarios. Y en los charcos de lluvia de los suburbios, de las plazoletas, de los jardines, dibujaba con su lengua un corazón. Dijo que cierta vez, de un salto alcanzó la luna y aspiró el mismo aroma de su perfume a jazmines. Y la noche aquélla; “debe estar cerca”, pensó, escupiendo las veredas al caer, para indicarle el camino de regreso. Escuchó a un borracho decir: “la princesa de mis sueños es una bruja”. Y dijo que lo había mirado a los ojos, con los suyos inyectados en alcohol  y había dicho: “Necesito encontrarla para que me libere de esta agonía”. Y el se alejó saltando. Ella escuchaba y sentía el mismo olor. Y se arrodilló y dibujó sobre los restos de un charco de agua, un corazón. Le dijo: “No eras cierto”. El le entregó un pañuelo manchado de sangre, aún húmeda: “La muerte es mucho más que una imagen”. Y ella dijo, aún arrodillada, mojando el piso con sus lágrimas de cocodrilo: “no eras cierto”. Y estaba loca.

La frígida aurora emperifollada con un quimono indecoroso, ascendía lánguidamente sobre el zaguán vacío y ella, con un tosco alfiler de punta, se escarba el ombligo; blandiendo sus defensas, de antigua remolona.

Después, en el instante que  siguió, el continuaba en las sombras, echado, inmóvil. “Traté de que recordaras tus sueños para recuperarte”, dijo. “Después supe que nunca lo lograría”. De todos modos, siempre he repetido las palabras para encontrarte.” Y ella dijo: “Tú te inventaste desde el principio”. Y el le dijo: “Te inventé a vos y no supiste verlo. Jamás recordaste las palabras”. Y ella, con los dedos crispados sobre sus muslos, inspiró varias veces y dijo: “Si entonces hubiera visto – lloró – pero sólo vi lo que ahora mismo no veo”.

Y es que los fríos incoloros que brincan en sus ojos cuchichean sobre esa grosera firmeza. Y un estático soplo, al soltar su melena,  desentierra en sus almas algunas voces morosas; y su instinto aprecia el gimoteo del Sexo – de impotencias y anarquías. El mensaje es pródigo, como un hipo monstruoso; fragmenta sus espíritus dóciles y sensibles. Y el recuerda una tarde de septiembre, cuando un precioso niño anémico,  chiflado  y generoso, se colocó sobre sus pies y le pintó las uñas.

Su lengua aprisionada entre los dientes, sangraba. “Deseabas verme como lo que no era”  dijo él, “por eso tus ojos se negaron a ver”. Ella bajó la cabeza; hasta entonces intentaba ver: bajo la cabeza, sintiendo el mismo frío de antes; y él la dejó ver, desde el rincón, donde se­guía inmóvil, echado sobre el respaldo. “Siempre recordarás lo que no quisiste ver” dijo. “Ahora lo verás por primera y última vez” agregó. Frente a ella, que seguía añorando un porro y adquiría otra vez la expresión de un condenado. El cuerpo de él – como nunca pudo verlo excepto ahora – luminoso, atlético y rozagante, se hizo evidente ante sus ojos azorados. Fumaba un porro; él fumaba. Dijo ella: “No sé por qué no pude entonces”. Y dijo él: “Por la misma causa que no lograrás re­cordar a partir de ahora las palabras”. Y ella dijo, llorosa: “Si. Pero siempre he creído que no eras cierto”. El se enderezó y se arrastró hacia la ventana. Ella permanecía en el otro rincón, en diagonal a él. Cuando el espacio donde él se encontraba quedó libre, bajo el áspero muro, humeaba el porro. No logró resistirse. Se arrastró hacia allí. Tomó el porro y lo apretó entre los labios  desesperadamente y giró sobre sí misma para volver a enfocarlo a él. “En ningún sitio, volverás a escuchar esas palabras: ‘Lenguas de sapo esmeriladas”, dijo él. “Si alguna vez lo hicieras, vendré a recoger tus despojos.” Ella levantó la cabeza con el porro entre los labios. “Lenguas de sapo esmeriladas”, repitió. Aspiró el humo, con la mirada fija en las sombras; ya no lo veía otra vez, y exclamó: “Ya puedo recordar. Podré hacerlo”. Lo gritó con la voz tomada y pastosa, como si en lugar de decirlo, lo hubiera dibujado con el rastro del humo, mientras se iba consumiendo y él, un susurro proveniente de algún lugar, ya del otro lado de la ventana: “Es tan tarde”, dijo. “me hubiera dado gusto oírte así en otro tiempo. Tragándote la luz “

Y ella, “sabrías franquear a campo abierto el espacio sin demografías de ese seudónimo ante el que doblo la rodilla izquierda: nada más que un conjunto de letras adiposos, como duendes, que prosperan inagotablemente debajo de mis pies. Y aún así, es apenas un  mote que disfruta de un contexto donde todo persiste: nada más que corazón - bagatela de diástoles -  gestionando la holganza de tu cuerpo pero sin otorgarle identidad a sus movimientos. La huella sin orillas de tu boca es pura labia y manga, retórica y oferta que se percibe sin abrir los ojos. Con los brazos abiertos, sin saber dónde meterse  y a tientas, atrancándose en los de otros.  Y el arancel por rascarse los bolsillos nunca se multiplica por fragmentos; sin embargo, sabrías caminar a través de él, del mote y mientras, en el suburbio de un gesto, te arrancarías el bigote en algún trozo de Cielo.”

El día va cruzando los girasoles, con  la mirada transformada en ritual, donde echan raíces memorias y más memorias, como una película muda. Abultando unos cuantos versos entre  las manos; ellos prueban garrapatear quiénes son y las estrofas los persiguen y arrastran; roen  una vaga sonrisa y más tarde vuelan,  como un puñado de desconfiadas gaviotas hasta aquel diecisiete del nueve del veinte diez.

Y no; no llegan a escribirlo siquiera por distracción. Redefinen quiénes son por combinaciones. Ella declara, “existo cuando me aproximo a mí, sin más, ante mí misma”. Y luego se da vuelta, enrosca la cabeza imitando un tornillo y continúa:

 “Podrías andar ese seudónimo tras de sí y entonces querrías ser más tácito y aún más empecinado; distraerte como un pájaro inmenso. Y luego, aún más delirante pero menos distraída, dijo: “Yo soñé contigo, con este sitio. Me preguntabas por las palabras mágicas”. Y el dijo: “Eso es”. Y saltó sobre los setos.

Elevó los hombros, siseó un   "buaggg" y se introdujo en lo oscuro. Primero no lo distinguía. Se arrimó obscuramente sobre un murallón adoquinado. De repente surgió la luna por sobre la barda pulida, enfocando el murallón  demolido en algunos trayectos. Se paró, perturbada ante semejante candor. Expelió un aire extraño. Inhaló el soplo noctámbulo. Temblaban las sombras, hartadas de verdores y también de bichos. Contempló suspendida a un ortóptero distraído  – jamás antes se le había ocurrido pensar en esos términos a los insectos que acampaban entre los pastos más altos. “Y qué hay; así los llama la ciencia”. Levantó el rostro y allá arriba,  también acampaban las estrellas, como si tal cosa.

 Deliberó; el cosmos era una penitencia de rúbricas, un  coloquio de grafías extraordinarias. Sus circunstancias  – las de él – la segueta de  los insectos, el movimiento de la luna, eran paréntesis y conjuntos, voces repartidas en aquel coloquio.  Habría uno del cual  ellos eran escasamente un atajo. Cómo se  escribe  y  quién la escribe, es otra cuestión. ¿O la misma?

¿es otra o la misma? (pregunta dirigida al lector)

Ella tiró el porro -  que era ya sólo  un chamuscarse; lo despidió desconsoladamente. Éste al bajar, entró en una órbita brillante, lanzando destellos temporales, como una estrella nublosa.

Él en tanto, se agitó arropado en sudor. Del pavimento, se alzaba una niebla ardiente. Un caballito del diablo con las alas juntas, pegadas al cuerpo, mudaba en torno al reflector bilioso que tenía encima. Se acercó a una ventana cercana, vigilando el suelo para no humillar a cierto parásito surgido del rincón de sus memorias. Deseó el aire del campo. Podía oírla respirar junto con la noche; ingente, masculina. Regresó a su escondite y se rascó el pecho. Tras cerciorarse que ningún insecto estuviera oculto en las botamangas de sus jeans, se quitó las zapatillas y  bajó brincando unos escalones aceitunados.

Se arremangaba groseramente. Pecaba de ignorancia sobre lo que había que hacer para curtirse. En aquel momento, remontaba el hilo nocturno, saltaba en torno al charco de agua más cercano, giraba, componía redondeces, ensayaba inmovilizar la pechera y aguantar  tiempos récord aplanado o estirado en lugares insólitos, como el invernadero.

Emprendió una marcha, despacio. Cojeando, pero tangible entre las sombras que ahora se  articulaban con espantosa salud. La oscuridad era una planicie de sentidos. Al atravesar las vías, sintió que alguien olfateaba su nuca. Reculó, pero no vio  nada. Apretujó el cojeo. Un instante después pudo distinguir unas chinelas sobre una medianera cuadrada. Deseaba dar la vuelta; advertía que algo o alguien se aproximaba cada vez más. Y lo olfateaba. Correr no era una opción. Se detuvo violentamente. Antes de que pudiera darse cuenta siquiera, notó algo punzante en la espalda y oyó lo siguiente:

-No te  muevas.

Y él inventó una risita. Experimentó la  ofuscación del doblegarse y empezó a moverse con  pasitos breves y a oscilar en sus tangentes. Esto le provocaba cierta molestia en las vísceras.  Primero creyó necesario romper el silencio con alguna palabra; pero decidió que esa era una costumbre mía débil y decidió callar.

Ella se vio seducida por esos movimientos tangenciales y exhaló con furia; en ella había una hembra que advertía el fuego; y cuando el aliento trepaba, los ojos de ella eran como un hogar en llamas.

En esos días, la perturbación la había obligado a desgarrar imágenes intactas. Sin embargo,  había pernoctado irregularmente en aquella cabeza; podía insinuar que le entregaba ligeramente, en ese momento, sus rincones. Habitaban en tal exceso allí  los ratones,  que el afán por aprehenderlos y abrigar en su boca el dilatarse de su sarcasmo, la subyugaba. Pero era un placer hasta  ahora vedado.

Él se detiene, acaba de descubrir que el duende que es su demonio centinela, se desliza cabeceando por las piedras heridas por las estrellas y más hacia lo alto, fanales de caverna,  lejanos atisbos cavernosos tras negras orillas a flor de piel.

Ella, del otro lado de la medianera, bufaba como un toro a punto de acometer.

Y Él sin volverse, contestó:

-¿Qué decías…?

- no te muevas –  dijo Ella, poco más o menos contrariada.

- ¿es un cuchillo? ¡No pensarás hundírmelo!

Y las palabras de ella fueron un siseo voluptuoso que laminó cada poro de la piel de él

- No, no es un cuchillo zonzo – dijo. Y él advirtió la sombra –

- “Me gustaría relamerte” – agregó ella reflexiva.

“Zonzo; rebotando en la vieja imagen cada vez que nos atravesamos en giras prohibidas: deduzco que  el después se enlaza con una carcajada en dueto, cuando en medio y tampoco nos salvamos,  de esta ronda de lunas fulgurosas.”

 

Se movieron un poco las ramas de los paraísos y una brisa caliente y tenue trajo el aroma a jazmines de un patio contiguo. Ella cabeceaba. Y sus recuerdos se mezclaron con el aire; “tendría que saltar para despertar”. El viento revoloteó unos minutos; presionó y oyó un leve respirar. El viento se detuvo. Ni aromas, ni aire, ni siquiera roces. Y ella, sonriendo — una sonrisa descubriendo la imagen ignorada—, dijo: “lenguas de sapo esmeriladas, tragándose la luz”.

Y finalmente - ahora sí - la muerte, fue mucho menos que la imagen. -

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