He allí un sujeto que olvidó que era recuerdo. Un sujeto en blanco, absurdo.
Fuera del lienzo vegetal había una palpación hueca, como de saliva seca. En el tapiz del norte volaba un dragón y por encima del engañoso piso lo vigilaba un trepador. El sujeto comprendió que lo aislaban. Un ser extraño lo sacudía con
manoseos en el pecho y él intentaba ver más allá. No alcanzaba a distinguir dónde
estaba, pero estaba cerca del mar; podía advertir su proximidad. Por alguna
abertura se colaba el sol prematuro y él lo absorbía como un signo de liberación.
La ventanilla de aquel espacio tenía hierros (un trío de gruesas varas) y daba a un charco maloliente, un garrón de
sombras. El sujeto comprendió que estaba aislado. Sentía necesidad de beber agua helada en cantidad.
Y un enredo de imágenes le abrumaba los ojos. Se observaba las manos inmóviles,
esas mismas que antiguamente fabricaron conductos, continentes de cal, vertedores,
cámaras tejidas, yuntas de piedra caliza.
Al obscurecer, sus ojos poseían la aridez del desierto, las manos le picaban, las articulaciones rígidas, los labios partidos, los pulmones sin aire. El techo era un mapa de filtraciones. Resolvió que le haría bien dormir un poco. Cubrió sus ojos con la mano izquierda y apenas cerrada, vinieron a su mente figuras de otras realidades. El ciclo no se completaba apenas con la suya.
Ella surgió, con una profunda expresión de asco y una luna astral. Se acercó
para que él la besara y él, obviamente, la besó. La necesidad de aquella realidad
era por supuesto pasmosa y él la fue transitando con toda su memoria, con toda
su tristeza. Se resistió a despertar, pero lo hizo, apenas un momento después del
éxtasis confuso y tácito.
Seguía tan aislado como antes. Ni realidad ajena ni de otro tipo. Comprendió
que el aislamiento puede ser abusivo. Ella había desaparecido, sobretodo porque
hacía largo tiempo que descansaba bajo tierra. Lo
asaltó un pánico e imaginó que era una oruga sobre el piso, el piso que ya no mentía.
Brillaba de oscuro. Ella se estaba despidiendo, desde los contornos del tiempo.
Había olor a cementerio. No quería que fuera así. Pensó en un huerto. Pero en aquel
espacio no había lugar para huertos, de modo que, aun dentro de su propia circunstancia,
buscó otra posible: inventaría uno.
Alzó sus cejas, sorprendido de su propia capacidad de alucinar. Sus manos eran
piedras y, como es sabido, las piedras no saben moverse. Cuando abrió los ojos,
los hierros de la trampa le trasmitieron una desidia insoportable. Estremecido,
acalambrado, trató de animarse con una inhalación. Pero ya no había aire. Allá,
en el tapiz del norte, el dragón lo seguía. -
No hay comentarios:
Publicar un comentario