viernes, 13 de junio de 2025

La piedra inquieta

 Sintió náuseas. Unas náuseas profundas y nostálgicas. Y fue a causa de una postal, inesperada, que le trajo a la memoria una ilusión. Y una pena. Tropezó con ella mientras buscaba una copia de la escritura de su antigua casa. Las páginas estaban algo pegadas dado el tiempo que llevaba archivada en el escritorio de su padre.  Necesitaba espacio para sus notas, borradores y otras tantas cosas y ese viejo escritorio le parecía ideal. Revolvía el contenido de los cajones y más de una vez se llevó alguna sorpresa, ya que no tenía idea la cantidad de papeles que habían quedado allí olvidados, organizados magistralmente en carpetas de colores, y que nadie había tocado en mucho tiempo. Realmente mucho (su padre hacía ya siete años que había muerto)

El borde de algunas páginas se había ajado, tanto que, al sacarlos de las carpetas, sus manos quedaban impregnadas de una suerte de polvillo áspero y una costra oscura, que le recordó el tinte de ciertas estatuas que aparecían en los folletos de los museos. Debajo de una carpeta verde, encontró también un libro infantil que narraba historias que recordó poco atractivas sobre un tal Gulliver y sus viajes. El asunto es que entre las hojas degradadas apareció una postal con un paisaje cordillerano dolorosamente familiar y la caligrafía inconfundible de Camilo. “tu sonrisa se desdibuja con la lluvia…  cuando escampe, te espero al pie de la piedra”

Se leía algo borroso porque cuando la recibió, el viento de la playa se la quitó de las manos y tuvo que correr para recuperarla, cuando finalmente, un tamarisco solitario detuvo su enredado vuelo.  A lo lejos se veía un sendero que (sólo ella lo sabía) culminaba en una piedra gigante. La piedra inquieta; así la habían bautizado en los viejos días de su adolescencia.  Recordó cómo le gustaba sentarse a leer allí y observar a Camilo mientras pintaba. Oh sí; él era un talentoso artista. Tan talentoso como distraído.  

Aunque se contuvo lo más que pudo, el recuerdo pudo más que su voluntad. Y volvió, uno, dos y otro más; un rosario de estampas que concluyeron en la figura de Camilo, intenso. Abismal. Pero, no como en verdad fue, expresivo, delgado, enigmático, curioseando de arriba a abajo constantemente. Lo estaba recordando desamparado, como una fotografía en sepia. Camilo al margen, una pieza fuera de lugar en un rompecabezas. Una piedra que se movía extrañamente - aquella piedra, la llamaban la piedra inquieta porque en efecto, oscilaba muy tenuemente todo el tiempo - arriba del cerro. Allí donde leía y lo observaba pintar: un lugar de anonimato y luz goteando y sus manos trajinando en el aire, picoteando el lienzo como un pájaro hambriento.  

Camilo pintando allí abajo, escudriñando con sus ojos verdes: él nunca sabía qué cosa leía y ella sentía de todos modos que le trasfería detalles en ese lento fluir de sus miradas.  Juntando sin hablar la esencia que se desprendía de las hojas húmedas, las ramas trenzadas, los troncos pretéritos, zumbando como abejas o refunfuñando como las cabras del collado. Todo eran ellos y, no obstante, todo anticipaba el vacío.

No supo cuánto tiempo permaneció allí en silencio, con la sola compañía de aquel espíritu atravesado. Camilo había tocado, por así decirlo, un punto hueco y atravesaba con el lazo de los años y las grafías todos los momentos de la presencia y la despedida. Los trastornos de Camilo habían sido una sombra en su naturaleza, a tal grado que sus momentos de razón, llegaron a ser inciertos.  Un derrumbe en el lado sur de la montaña, lo había dejado postrado por dos años. Era el último año de secundaria. Se fue a vivir a Mar del Plata en aquellos días y la vida la enganchó a la playa con la caña de pescar de una profesión que la absorbió por completo.

Gradualmente, la vida los arrastró desde la angustia hasta la indiferencia; desde el afecto inmaduro a un espanto inesperado. Éramos vecinos y juntos hacíamos casi todas las actividades sociales y lúdicas; nos habíamos besado, reído, llorado, corrido, quemado piñas y desafiado la ondulación de nuestra piedra inquieta. Y aquella tarde horrible, era una más de las tantísimas vividas. Hasta que Camilo quiso esconderse para espiar una parejita de zorros y entonces fue la última vez que notó su respiración en la oreja y su beso tierno en el cuello. Las piedras de la montaña se lo quitaron. 

Por un instante tuvo el impulso de romper la postal en mil pedazos. No pudo. La guardó en la solapa interior de su agenda. Las vísperas de un paréntesis. Hasta mis libros se estaban dejando abrazar por Camilo. Primero fue la culpa por seguir viviendo mientras él vegetaba en una cama de hospital. Después fue la vergüenza por no estar en su larga peregrinación médica; una carrera exigente y exitosa. El mar con sus brazos de espuma y sus olas imperturbables. Camilo se recuperaba físicamente pero su cabeza no funcionaba bien. Sólo en ocasiones – como cuando le envió la postal - las nubes de su mente se retiraban y entonces le escribía. Y la citaba, al pie de la piedra inquieta. -

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