viernes, 6 de junio de 2025

Murmullos de barro

 ¿Existe algo tan agotador cómo olvidar? ¿Necesitar? ¿Perder la brújula? (como expresa esa frase tan… aunque ahora que lo pienso, tiene un sentido moral y no material) ¿Dejar de necesitar lo necesitado? Cada situación en sí misma nos patea el hígado inevitablemente; a mí se me olvidan los poemas y son tesoros preciados en mi mundo; elementales y a medida que escribo uno, se me olvida el resto, ¿significa eso que ya no los necesito? Olvidar es algo así como encontrar otra vida, con otras inquietudes y otras vicisitudes para más adelante, volver a olvidar. Es enloquecedor extrañar porque es seguro que entonces, lo olvidado insiste… “llueve sobre mojado” decía mi tía Modesta:  el arte de reaparecer en un bucle de tiempo del que habíamos escapado. Lo olvidado es mal que bien olvidado: la luna que se cuela entre los árboles es distinta, como lo es el llanto o la risa que nos provoca; las personas que nos abrazan también son otras. El viento que sacude las cortinas es otro. Las cerraduras de las puertas son más sólidas, melancólicas y la anomalía de la noche es sólo después de las diez. Vicio y poema se van enredando en la memoria y se disfrazan el uno del otro hasta llegar a convertirse en necesidad. Mucho de aquello es apenas nostalgia. Igual que las imágenes en blanco y negro de algún álbum familiar; allí existimos puros, porque aún éramos distintos de los que somos ahora: éramos vírgenes por hacer. Que quede registrado: olvidar es cool en el siglo 21.  Y así nació mi cuento “La historia del olvido” y no del abandono, porque se refiere al olvido de las profundidades. 


Fuera del pueblo de Los Abrojos en una hacienda laboriosa, cada mañana y al caer la tarde, se saborea el mate como toda una ceremonia. Son mates que ceba la dueña, Catalina, casada con Don Raimundo en primeras nupcias y tan chiflada que el único modo de controlarla es que ella los controle a todos. Vivió allí durante un tiempo un peón llamado Gabriel, al que además de las tareas propias del lugar, le gustaba dibujar figuras de animales y pájaros de grandes plumas. Era "el capataz " y desde ya se aclara, Don Raimundo era muy celoso. Cada incidente en esta historia se origina en esas desconfianzas.  Gabriel era muy guapo, y Don Raimundo muy feo. Y viejo. Catalina padecía un raro tipo de esquizofrenia al que ningún médico había podido dar nombre; tampoco explicar sus causas.  "Amor, amor, Don Raimundo; no hay otro modo", le decían los facultativos, uno tras otro, año tras año.  Y qué tristeza. Catalina no sabía ni dónde estaba parada, pero la única manera de mantenerla tranquila era cumplir a rajatabla todos sus caprichos y así fue como llegó Gabriel a la hacienda. Su tarea al principio era más amplia, pero, el muchacho parecía entenderse a la perfección con la patrona y a la postre resultaba práctico y cómodo, dejarlo hacer.

Y Don Raimundo mientras tanto, sufría en silencio. Catalina lo ignoraba. Lo olvidaba. Y él sufría. Cuando se casaron, ella era una compañera encantadora de sus andanzas y de los quehaceres de la hacienda. "Qué importa” se decía el marido atormentado ahora, “lo que importa es que sea feliz” (con lo que sea que eso significara para su mujer en su estado). El asunto es que Gabriel se ocupaba de todo, a pesar de la paciencia de su marido, correcto y presente. En algún momento de las fiestas populares en el pueblo, Don Raimundo comenzó a irritarse, no lo demostraba claro: bebía algo más de la cuenta, se levantaba a altas horas de la noche y espiaba a Gabriel mientras dormía. Esto no era un secreto para nadie; hasta el mismo Gabriel sabía que algunas pequeñas cosas “raras” que sucedían en la hacienda no eran la obra de un duende ni de un demonio (eso decía Don Raimundo).

 Después de todo, sabiendo la presión y la angustia de su patrón, Gabriel sólo lo dejaba hacer; al mismo tiempo, las hijas de Don Raimundo que visitaban la hacienda muy de vez en cuando le advertían que su papá siempre había sido muy celoso. Juzgaban que su actitud tenía más que ver con eso que con la preocupación por la enfermedad de su madre. “tómelo con pinzas Gabriel, pero no se descuide” le habían dicho expresamente

Un esposo enclenque y preocupado y una mujer loca como una cabra: no parecía la mejor combinación para un hombre buen mozo y joven como Gabriel; nunca explicó sus motivos para aceptar el puesto, a excepción de la paga, que sí, era muy generosa. Las semanas corrían con pereza. Lentamente. Los días empaparon la casa de nostalgia, de imágenes añosas y de silencios oscuros que para Gabriel no eran problema. El hacía su trabajo y se ocupaba además de las exigencias de Catalina y cuando ella se dormía, se iba al pueblo y volvía cuando ya era noche cerrada

Una noche empezó a notar el resonar de las vasijas de barro que cercaban la galería. Esto acontecía muy entrada la noche. Una o dos veces, Gabriel se levantó para inspeccionar los alrededores:  le pareció incluso que las vasijas se sacudían unas y otras, sin la ayuda de ningún factor externo. No lo comentó con Don Raimundo, quien parecía no enterarse del asunto. Lo cierto es que las vasijas parecían tener vida propia, aunque no parecía molestarle a nadie. El no tenía tiempo de ocuparse de “murmullos de barro” que parecían inofensivos. Pero, cada noche que pasaba, parecía aumentar el sonido, como si las vasijas aumentaran en número. Un día decidió dar rienda suelta a su curiosidad y al regresar del pueblo, se sentó frente a una gran fuente de agua que flanqueaba la entrada y esperó

Cerca de las tres de la mañana, creyó ver movimiento detrás de los rosales y se ocultó. Desde el lado izquierdo de la casa, venía Don Raimundo arrastrando la silla de ruedas de Catalina: la ubicó frente a las vasijas más grandes del centro de la galería y luego se plantó frente a ella con un bastón (el mismo que utilizaba para ayudarse a caminar). Y comenzó a hablarle con una voz profundamente cansada y tierna: “¿lo recuerdas amor? Cuando recién nos casamos, conversábamos largamente en este mismo lugar: había un pequeño banco de madera labrada, al pie de la escalinata central. Nada nos preocupaba, ni siquiera los moquitos fastidiosos. Tomados de la mano, hablábamos, Cata, y el soplo de la brisa se dilataba entre las vasijas de barro provocando un murmullo que nos envolvía con su frescura. ¿Recuerdas amor? Y mientras le hablaba a su esposa, Don Raimundo solfeaba con pequeños toquecitos de su bastón las vasijas, con mucho cuidado. Ejecutaba una danza torpe pero deliciosa y miraba a su mujer embobado.  El brillo que proyectaba la luna sobre el rostro de Catalina le permitió a Gabriel darse cuenta de que sus mejillas estaban surcadas de lágrimas y parecía suspendida en el tiempo, sonriendo embelesada, como en una foto antigua y muda. Escondido allí, Gabriel no acababa de comprender porque no había descubierto antes este escenario; durante tantos días desde que iniciaran los “murmullos de barro” (así había bautizado aquel extraño – aunque ya no – suceso). En ese mundo de fantasía que Don Raimundo había creado, Catalina no lo retaba, no le gritaba. No lo ignoraba. Despacio, suavemente, Don Raimundo, ensayaba nuevas notas, nuevos pasos, nuevos compases, nuevas fantasías. Porque en esa realidad atemporal, Don Raimundo recuperaba los recuerdos, las memorias: la mujer que amaba y que tanto necesitaba. Allí ya no eran dos viejos esperando la muerte, cada uno con sus esquirlas de memoria. Allí eran dos jóvenes enamorados, bailando al ritmo de un "ahora", sin fecha, sin edad, burlándose del olvido.


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