“Hubo
un tiempo en que fuimos dos; un tiempo
en que nos sentimos uno. Y hubo otro tiempo;
un tiempo exento de tiempo...”
Se deshacen las paredes en la
penumbra húmeda de la casa; la lengua del tiempo lame sin piedad el color y la
textura, ahogando las memorias con saliva en polvo y abriendo surcos en la
trama vetusta de los muros.
Errante sombra que despliega
vahos de silencio enmohecido, Oliverio no encuentra sitio donde escapar de esas
voces que lo acosan sin tregua. Niños que lloran. Gente que corre. Un ulular
insistente de sirenas.
Cada espacio etéreo de su vida,
sufre el impacto de miles de ondas sonoras que semejan los pinchazos de una
aguja sobre la piel desnuda. Observa a su alrededor y está solo. Absolutamente
solo.
Nada le es familiar pero ésa, es su casa. No se reconoce a sí
mismo en el espejo. Aún peor: el espejo no refleja lo que él ve a su alrededor.
Nada es igual en la imagen que le devuelve. Un perfil vago se recorta sobre
espacios entre gris y verde que semejan las paredes de las cuevas que visitara
cuando era “boy scout”. Es el cuarto de sus padres. No lo parece en el espejo.
Se esfuerza por entender
porqué no hay definiciones. Sólo un transcurrir que transcurre, ilimitado y
amorfo. Las horas no son lo que antes. El ahora es ayer y es a la vez mañana;
los días son meses y éstos se han vuelto tan perezosos que ahora persisten cada
uno, con la fuerza y la extensión de todo un siglo.
Respira. Un sopor inexplicable
lo acompaña y el inhala- exhala acostumbrado, es apenas un jadeo lastimoso.
Pero respira y de sus cinco sentidos, ejerce claramente el de la vista; también
oye, aunque por momentos, desearía haberse vuelto sordo.
Por que las voces no cesan.
Todo lo que toca, no está ahí;
ha sentido un hambre feroz y sin embargo, nada de lo que lleva a su boca tiene
sabor. Las flores del jardín parecen modelos de un cuadro impresionista pero
Oliverio, debe recurrir a las profundidades de su memoria para lograr hallar el
aroma que destilan: margaritas y jazmines acotados; un salpicado de azahares y
un imponente cerco de lavandas.
Nada se mueve, a excepción del
péndulo de un reloj antiguo ubicado al otro lado del largo pasillo. Un recuerdo
se le instala en los bordes del cerebro. Sus hermanos. Llegan solos; sin
necesidad de ser invocados.
Dante…
¡Cuánto daría en este fugaz
instante por abrazarlo! Lo había odiado descaradamente y sin embargo, su ausencia
le resulta insoportable. Ambos en realidad; la ausencia del uno y la
presencia de sí mismo sin ese otro. Oliverio
siente como si un trozo de su cuerpo se desprendiera causándole un dolor inexplicable
y persistente. Las voces no acaban de gemir. Y en mitad de su fastidio, cae en
la cuenta que todos sus recuerdos de Dante, son de cuando eran niños.
Intenta concentrarse; quiere entender
qué extrañas circunstancias lo llevaron a encontrarse en ese presente tan confuso y solitario. Pero para obtener
claridad en cuestiones de tiempo, es necesario alcanzar el orden invisible que
media entre el universo del hombre y su destino último. Y esto, probablemente
no lo sabe Oliverio.
Justo allí. En la casa donde
naciera y viviera: pero solo él, ¿dónde están todos? sus padres; su abuela
Rosita, su perro Rengo y sus hermanos, Maria Clara, Sarita y Dante.
Todo es tan extraño. Es como si
una sapiencia natural le indicara que esa soledad es su única compañía posible y sin embargo, no logra aprehender las razones.
Se acerca a la ventana y es
entonces cuando una terrible sensación de pánico lo domina. Como si una descarga
eléctrica lo sorprendiera, mientras una rara imagen se instala en su mente. Brutal. Nítida.
A través de ella, evoca con
morbosa precisión una escena donde por todos lados sólo se ve sangre; mucha
sangre que fluye sin pausa de una herida
abierta Sus ojos; es decir, aquellos que son los suyos pero que habitan su
recuerdo, observan el fluir de la sangre y al mismo tiempo, puede oír la lluvia
que cae afuera, fuerte, fresca, y
revoltosa, acallando todo otro sonido
que no sea la propagación inminente de su poder liberador.
Una sensación fugaz, semejante a la que experimentaba de niño al
regresar desde el fondo del lago, luego de una de sus tantas zambullidas en
busca de piedras de colores, lo aborda por completo. Siente como si hubiera
dormido apenas un instante y luego despertado abruptamente.
La escena comienza a diluirse.
¿Quién se desangraba en esa imagen? Se parecía
a sí mismo. O sólo le pareció como tantas cosas que allí parecen ser lo que no
son. Cierra los ojos buscando un enfoque; como si pudiera iluminar sus memorias
de igual forma que lo hace una cámara. No resulta y finalmente la percepción desaparece
por completo.
Eleva los brazos y dirige su
mirada hacia abajo, mirándose. Recién entonces repara en que va desnudo .Oliverio opone resistencia; no
quiere avanzar en evidencias. Y vuelve a mirarse. Su vientre
luce sano.
Sus pensamientos de pronto se tornan
negros. Como un pozo sin fondo abierto en mitad de su cabeza. Y de su pecho. No es dolor. No es tristeza. Es un vacío que tampoco
reconoce.
Agobiado por la necesidad de
entender, da vueltas en dirección a la escalera y en ese momento, una mezcla de
incredulidad y fascinación lo domina: descubre que no necesita de sus piernas
para arribar a destino. La sola intención de trasladarse basta y, en menos de
lo que tarda el gallo en anunciar el amanecer, se encuentra de pie en el umbral
de la puerta de la cocina.
Todo él etéreo. Todo el creyéndose
materia.
Y en ese preciso sitio donde
transcurriera la visión, lado izquierdo del ventanal que da al jardín trasero,
sus ojos, observan sin atreverse siquiera a pestañear, el cuerpo que allí yace.
A un lado de la escena que
antes se le revelara en sus pensamientos, otro cuerpo cuelga inerte de una
soga. Un relámpago ilumina la estancia y
fugazmente percibe en su cuello un dolor agudo. Apenas un recuerdo. Pero la
sensación de asfixia es absoluta e insostenible.
Afuera llueve. Afuera está
Dante. Sus ojos despiden llamas que no se apagan con la lluvia. El agua corre; fuerte,
fresca y revoltosa, propagando la
humedad y también, la irremediable liberación de espacios atemporales.
Estefanía Escobar, está sentada junto a la ventana.
Es miércoles por la tarde. Acaba de regresar a la casa. Luce
cansada; grandes ojeras surcan sus mejillas. El tiempo de sequías parece llegar
a su fin; ha mejorado mucho, aunque pasa muy lento.
Detiene sus pensamientos. No
quiere recibirlos. Cierra los ojos y con una expresión de paz en su rostro, se
duerme. Profundamente.
Sobre su falda, descansa el
diario local que ha recogido al entrar:
EL MISTERIO DE LOS ESCOBAR
Finalmente, tras largos años de
preguntas sin respuesta, los Escobar parecen recobrar un poco de paz, aunque no
se revela el misterio que rodea la
muerte de Oliverio y Dante Escobar, gemelos de 16 años de edad, hallados
sin vida en la cocina de su casa, el uno acuchillado y el otro, pendiendo de una soga.
Desde aquel trágico día, diez años atrás, la familia se vio obligada a mudarse
de la casa debido a extrañas circunstancias. Gritos y ruidos espantosos, junto
con temblores inexplicables del terreno,
hacían imposible la vida en ella”...Ver más…>
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