viernes, 29 de mayo de 2020

Sueño pendular

“Yo, que a tus ojos, en mi agonía,
los ojos vuelvo de noche y día;
yo, que incansable corro y demente
¡tras una sombra, tras la hija ardiente
      de una visión!”

Gustavo Adolfo Bécquer

 

Existen en el ámbito de la ilusión, monstruosas regiones en que los arbustos se quejan y los cauces áridos se escabullen lloriqueando en los centros ungidos de cardos para extraviarse en la arena ardiente de algún desierto, antes mar. Cerca de esas regiones, muy cerca de ellas, hay un sitio atractivo y manifiesto donde la vegetación eleva hasta las nubes sus brazos ajamonados y donde el sonido y la luz trazan en el espíritu líneas profundas de clara alegría y profusa vida.

Y sobre lo más agraciado de ese dominio de luces, hay un alcázar, blanco y pequeño, con torres robustas, galerías con arcadas reconstruidas y una excavación donde en otros tiempos se alzaba una glorieta y ahora, el agua de la constante y sanadora lluvia deja huellas manifiestas de cristal líquido milagroso.

Lo desconocía; desconocía esos dominios increíbles. Una tarde, fresco después de una larga noche de sueño placentero, andaba por un sendero, saltando distraídamente entre las piedrecillas como un joven conejo, silbando una canción cualquiera. Una tonada en tono muy alto, una canción infantil y rudimentaria, alegre como una cueca, vivificante y luminosa, como la belleza de la naturaleza que me rodeaba. Y era temprano. En eso, me detuve impactado y experimenté una gran serenidad. Allí mismo se hallaba el alcázar. Me introduje en un largo corredor; un águila con el ala derecha fracturada, reptaba en el solar.

En el otro extremo se podía ver ya el atardecer, el sol apagándose sobre la pradera; en los huecos palpitaba el agua mansa y plena de gotitas de humedad. En el cielo, la cruz del sur se perfilaba discreta con un sigiloso parpadeo. A lo lejos, una fogata se movía chispeante con el viento.

En el corredor, angosto y largo, engalanado con blancas tapicerías, un pequeño banco de hierro contrastaba con ellas muy gratamente. No había nadie allí; la iluminación era apenas la que provenía de las arcadas laterales y en un rincón más oscuro, pude ver una figura espigada y angosta como una estatua, una estatua de bordes brillantes de los que en mañanas vacías de sonido seguramente emanaría un fulgor metálico con la vivacidad de un presagio.

Pero la supuesta estatua no era tal. Clara e indiferente, se balanceaba como si fuera el péndulo de un reloj; tic tac, a la derecha y luego a la izquierda. Tic tac, adelante y atrás.

Allí la muerte se hallaba vencida; allí había vida, pero calma. La audacia me arrullaba con la tranquilidad de la tarde, a la inversa de las oscuridades adversas de la noche. Me sentía pacífico, sin miedo; ahí quizás la vida transcurriera en otra dimensión. Con la única compañía de un personaje algo extraño, pero al parecer inofensivo y un ave malherida que seguramente se convertiría en mi aliada si podía aliviar su dolor. Sin amenazas lunáticas, sin tontas utopías, con el alma colmada de estoicismos primitivos, como una naturaleza muerta.

Y la figura brillante se balanceaba como si fuera el péndulo de un reloj. En el ocaso sereno una señal nostalgiosa, el arrullo de un grillo me escoltaba.

- Eh… tú, insecto melodioso – le grité a mi compañero cantor – eres también un solitario. Allí, en lo profundo de tu escenario tampoco tendrás quien repique tus notas, excepto por  el temblor del pulso. Y el ulular del búho al regresar la noche-

Y la figura espigada y estrecha se balanceaba, tic tac a un lado y al otro; tic tac cae, tic tac no; y ahora se eleva.

Y la noche, la silente noche; y la valentía de alguna precisión filtrándose en mi espíritu; algo específico, tanto como la vigilia en la abundancia de conceptos. Me encerré en los murmullos. Ahí - en el níveo espacio - se relajaban y conmovían los elementos, en la escasez de presencias turbadoras; sin alaridos, sin temblores de moribundo sobre la arena blanca. Y la figura brillante se balanceaba indiferente de izquierda a derecha; de atrás hacia delante: tic tac se eleva tic tac; ya no se cae.

Oí con atención; una cantidad de sonidos. ¡Rumores, rumores desde todas partes! Desprevenido, entusiasmado, invoqué a las ánimas que exhalaban en la algarabía de las tinieblas para que no cesaran de murmurar; invoqué a la brisa que exhalase en la espesura, y a la tempestad que no asustara con sus explosiones a las pequeñas partículas de polvo circulante; a las hojas otoñales en descenso hacia la tierra; e invoqué cada detalle, cada evidencia de amparo y ofrecí mis ojos para componer el alba y expandirla: mis ojos, mis ojos afortunados, transparentes por el alivio del despertar, con un vistazo bruñido y puro.

Y los ejes, los planetas, los diluvios, y el aire tornaron al silencio. Y la figura espigada y estrecha que se balanceaba indiferente tic tac se relajó; tic tac se recostó al otro lado del corredor. Tic tac y no; ya duerme. Plácidamente.


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