“Yo,
que a tus ojos, en mi agonía,
los ojos vuelvo de noche y día;
yo, que incansable corro y demente
¡tras una sombra, tras la hija ardiente
de una visión!”
Gustavo
Adolfo Bécquer
Existen en el ámbito de la ilusión, monstruosas regiones en que
los arbustos se quejan y los cauces áridos se escabullen lloriqueando en los
centros ungidos de cardos para extraviarse en la arena ardiente de algún
desierto, antes mar. Cerca de esas regiones, muy cerca de ellas, hay un sitio
atractivo y manifiesto donde la vegetación eleva hasta las nubes sus brazos
ajamonados y donde el sonido y la luz trazan en el espíritu líneas profundas de
clara alegría y profusa vida.
Y sobre lo más agraciado de ese dominio de luces, hay un alcázar,
blanco y pequeño, con torres robustas, galerías con arcadas reconstruidas y una
excavación donde en otros tiempos se alzaba una glorieta y ahora, el agua de la
constante y sanadora lluvia deja huellas manifiestas de cristal líquido
milagroso.
Lo desconocía; desconocía esos dominios increíbles. Una tarde,
fresco después de una larga noche de sueño placentero, andaba por un sendero,
saltando distraídamente entre las piedrecillas como un joven conejo, silbando
una canción cualquiera. Una tonada en tono muy alto, una canción infantil y
rudimentaria, alegre como una cueca, vivificante y luminosa, como la belleza de
la naturaleza que me rodeaba. Y era temprano. En eso, me detuve impactado y
experimenté una gran serenidad. Allí mismo se hallaba el alcázar. Me introduje
en un largo corredor; un águila con el ala derecha fracturada, reptaba en el
solar.
En el otro extremo se podía ver ya el atardecer, el sol apagándose
sobre la pradera; en los huecos palpitaba el agua mansa y plena de gotitas de
humedad. En el cielo, la cruz del sur se perfilaba discreta con un sigiloso
parpadeo. A lo lejos, una fogata se movía chispeante con el viento.
En el corredor, angosto y largo, engalanado con blancas
tapicerías, un pequeño banco de hierro contrastaba con ellas muy gratamente. No
había nadie allí; la iluminación era apenas la que provenía de las arcadas
laterales y en un rincón más oscuro, pude ver una figura espigada y angosta
como una estatua, una estatua de bordes brillantes de los que en mañanas vacías
de sonido seguramente emanaría un fulgor metálico con la vivacidad de un
presagio.
Pero la supuesta estatua no era tal. Clara e indiferente, se
balanceaba como si fuera el péndulo de un reloj; tic tac, a la derecha y luego
a la izquierda. Tic tac, adelante y atrás.
Allí la muerte se hallaba
vencida; allí había vida, pero calma. La audacia me arrullaba con la
tranquilidad de la tarde, a la inversa de las oscuridades adversas de la noche.
Me sentía pacífico, sin miedo; ahí quizás la vida transcurriera en otra
dimensión. Con la única compañía de un personaje algo extraño, pero al parecer
inofensivo y un ave malherida que seguramente se convertiría en mi aliada si
podía aliviar su dolor. Sin amenazas lunáticas, sin tontas utopías, con el alma
colmada de estoicismos primitivos, como una naturaleza muerta.
Y la figura brillante se balanceaba como si fuera el péndulo de un
reloj. En el ocaso sereno una señal nostalgiosa, el arrullo de un grillo me
escoltaba.
- Eh… tú, insecto melodioso – le grité a mi compañero cantor –
eres también un solitario. Allí, en lo profundo de tu escenario tampoco tendrás
quien repique tus notas, excepto por el
temblor del pulso. Y el ulular del búho al regresar la noche-
Y la figura espigada y
estrecha se balanceaba, tic tac a un lado y al otro; tic tac cae, tic tac no; y
ahora se eleva.
Y la noche, la silente noche; y la valentía de alguna precisión
filtrándose en mi espíritu; algo específico, tanto como la vigilia en la
abundancia de conceptos. Me encerré en los murmullos. Ahí - en el níveo espacio
- se relajaban y conmovían los elementos, en la escasez de presencias
turbadoras; sin alaridos, sin temblores de moribundo sobre la arena blanca. Y
la figura brillante se balanceaba indiferente de izquierda a derecha; de atrás
hacia delante: tic tac se eleva tic tac; ya no se cae.
Oí con atención; una cantidad de sonidos. ¡Rumores, rumores desde
todas partes! Desprevenido, entusiasmado, invoqué a las ánimas que exhalaban en
la algarabía de las tinieblas para que no cesaran de murmurar; invoqué a la
brisa que exhalase en la espesura, y a la tempestad que no asustara con sus
explosiones a las pequeñas partículas de polvo circulante; a las hojas otoñales
en descenso hacia la tierra; e invoqué cada detalle, cada evidencia de amparo y
ofrecí mis ojos para componer el alba y expandirla: mis ojos, mis ojos
afortunados, transparentes por el alivio del despertar, con un vistazo bruñido
y puro.
Y los ejes, los planetas, los
diluvios, y el aire tornaron al silencio. Y la figura espigada y estrecha que
se balanceaba indiferente tic tac se relajó; tic tac se recostó al otro lado
del corredor. Tic tac y no; ya duerme. Plácidamente.
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