viernes, 13 de junio de 2025

La piedra inquieta

 Sintió náuseas. Unas náuseas profundas y nostálgicas. Y fue a causa de una postal, inesperada, que le trajo a la memoria una ilusión. Y una pena. Tropezó con ella mientras buscaba una copia de la escritura de su antigua casa. Las páginas estaban algo pegadas dado el tiempo que llevaba archivada en el escritorio de su padre.  Necesitaba espacio para sus notas, borradores y otras tantas cosas y ese viejo escritorio le parecía ideal. Revolvía el contenido de los cajones y más de una vez se llevó alguna sorpresa, ya que no tenía idea la cantidad de papeles que habían quedado allí olvidados, organizados magistralmente en carpetas de colores, y que nadie había tocado en mucho tiempo. Realmente mucho (su padre hacía ya siete años que había muerto)

El borde de algunas páginas se había ajado, tanto que, al sacarlos de las carpetas, sus manos quedaban impregnadas de una suerte de polvillo áspero y una costra oscura, que le recordó el tinte de ciertas estatuas que aparecían en los folletos de los museos. Debajo de una carpeta verde, encontró también un libro infantil que narraba historias que recordó poco atractivas sobre un tal Gulliver y sus viajes. El asunto es que entre las hojas degradadas apareció una postal con un paisaje cordillerano dolorosamente familiar y la caligrafía inconfundible de Camilo. “tu sonrisa se desdibuja con la lluvia…  cuando escampe, te espero al pie de la piedra”

Se leía algo borroso porque cuando la recibió, el viento de la playa se la quitó de las manos y tuvo que correr para recuperarla, cuando finalmente, un tamarisco solitario detuvo su enredado vuelo.  A lo lejos se veía un sendero que (sólo ella lo sabía) culminaba en una piedra gigante. La piedra inquieta; así la habían bautizado en los viejos días de su adolescencia.  Recordó cómo le gustaba sentarse a leer allí y observar a Camilo mientras pintaba. Oh sí; él era un talentoso artista. Tan talentoso como distraído.  

Aunque se contuvo lo más que pudo, el recuerdo pudo más que su voluntad. Y volvió, uno, dos y otro más; un rosario de estampas que concluyeron en la figura de Camilo, intenso. Abismal. Pero, no como en verdad fue, expresivo, delgado, enigmático, curioseando de arriba a abajo constantemente. Lo estaba recordando desamparado, como una fotografía en sepia. Camilo al margen, una pieza fuera de lugar en un rompecabezas. Una piedra que se movía extrañamente - aquella piedra, la llamaban la piedra inquieta porque en efecto, oscilaba muy tenuemente todo el tiempo - arriba del cerro. Allí donde leía y lo observaba pintar: un lugar de anonimato y luz goteando y sus manos trajinando en el aire, picoteando el lienzo como un pájaro hambriento.  

Camilo pintando allí abajo, escudriñando con sus ojos verdes: él nunca sabía qué cosa leía y ella sentía de todos modos que le trasfería detalles en ese lento fluir de sus miradas.  Juntando sin hablar la esencia que se desprendía de las hojas húmedas, las ramas trenzadas, los troncos pretéritos, zumbando como abejas o refunfuñando como las cabras del collado. Todo eran ellos y, no obstante, todo anticipaba el vacío.

No supo cuánto tiempo permaneció allí en silencio, con la sola compañía de aquel espíritu atravesado. Camilo había tocado, por así decirlo, un punto hueco y atravesaba con el lazo de los años y las grafías todos los momentos de la presencia y la despedida. Los trastornos de Camilo habían sido una sombra en su naturaleza, a tal grado que sus momentos de razón, llegaron a ser inciertos.  Un derrumbe en el lado sur de la montaña, lo había dejado postrado por dos años. Era el último año de secundaria. Se fue a vivir a Mar del Plata en aquellos días y la vida la enganchó a la playa con la caña de pescar de una profesión que la absorbió por completo.

Gradualmente, la vida los arrastró desde la angustia hasta la indiferencia; desde el afecto inmaduro a un espanto inesperado. Éramos vecinos y juntos hacíamos casi todas las actividades sociales y lúdicas; nos habíamos besado, reído, llorado, corrido, quemado piñas y desafiado la ondulación de nuestra piedra inquieta. Y aquella tarde horrible, era una más de las tantísimas vividas. Hasta que Camilo quiso esconderse para espiar una parejita de zorros y entonces fue la última vez que notó su respiración en la oreja y su beso tierno en el cuello. Las piedras de la montaña se lo quitaron. 

Por un instante tuvo el impulso de romper la postal en mil pedazos. No pudo. La guardó en la solapa interior de su agenda. Las vísperas de un paréntesis. Hasta mis libros se estaban dejando abrazar por Camilo. Primero fue la culpa por seguir viviendo mientras él vegetaba en una cama de hospital. Después fue la vergüenza por no estar en su larga peregrinación médica; una carrera exigente y exitosa. El mar con sus brazos de espuma y sus olas imperturbables. Camilo se recuperaba físicamente pero su cabeza no funcionaba bien. Sólo en ocasiones – como cuando le envió la postal - las nubes de su mente se retiraban y entonces le escribía. Y la citaba, al pie de la piedra inquieta. -

viernes, 6 de junio de 2025

Murmullos de barro

 ¿Existe algo tan agotador cómo olvidar? ¿Necesitar? ¿Perder la brújula? (como expresa esa frase tan… aunque ahora que lo pienso, tiene un sentido moral y no material) ¿Dejar de necesitar lo necesitado? Cada situación en sí misma nos patea el hígado inevitablemente; a mí se me olvidan los poemas y son tesoros preciados en mi mundo; elementales y a medida que escribo uno, se me olvida el resto, ¿significa eso que ya no los necesito? Olvidar es algo así como encontrar otra vida, con otras inquietudes y otras vicisitudes para más adelante, volver a olvidar. Es enloquecedor extrañar porque es seguro que entonces, lo olvidado insiste… “llueve sobre mojado” decía mi tía Modesta:  el arte de reaparecer en un bucle de tiempo del que habíamos escapado. Lo olvidado es mal que bien olvidado: la luna que se cuela entre los árboles es distinta, como lo es el llanto o la risa que nos provoca; las personas que nos abrazan también son otras. El viento que sacude las cortinas es otro. Las cerraduras de las puertas son más sólidas, melancólicas y la anomalía de la noche es sólo después de las diez. Vicio y poema se van enredando en la memoria y se disfrazan el uno del otro hasta llegar a convertirse en necesidad. Mucho de aquello es apenas nostalgia. Igual que las imágenes en blanco y negro de algún álbum familiar; allí existimos puros, porque aún éramos distintos de los que somos ahora: éramos vírgenes por hacer. Que quede registrado: olvidar es cool en el siglo 21.  Y así nació mi cuento “La historia del olvido” y no del abandono, porque se refiere al olvido de las profundidades. 


Fuera del pueblo de Los Abrojos en una hacienda laboriosa, cada mañana y al caer la tarde, se saborea el mate como toda una ceremonia. Son mates que ceba la dueña, Catalina, casada con Don Raimundo en primeras nupcias y tan chiflada que el único modo de controlarla es que ella los controle a todos. Vivió allí durante un tiempo un peón llamado Gabriel, al que además de las tareas propias del lugar, le gustaba dibujar figuras de animales y pájaros de grandes plumas. Era "el capataz " y desde ya se aclara, Don Raimundo era muy celoso. Cada incidente en esta historia se origina en esas desconfianzas.  Gabriel era muy guapo, y Don Raimundo muy feo. Y viejo. Catalina padecía un raro tipo de esquizofrenia al que ningún médico había podido dar nombre; tampoco explicar sus causas.  "Amor, amor, Don Raimundo; no hay otro modo", le decían los facultativos, uno tras otro, año tras año.  Y qué tristeza. Catalina no sabía ni dónde estaba parada, pero la única manera de mantenerla tranquila era cumplir a rajatabla todos sus caprichos y así fue como llegó Gabriel a la hacienda. Su tarea al principio era más amplia, pero, el muchacho parecía entenderse a la perfección con la patrona y a la postre resultaba práctico y cómodo, dejarlo hacer.

Y Don Raimundo mientras tanto, sufría en silencio. Catalina lo ignoraba. Lo olvidaba. Y él sufría. Cuando se casaron, ella era una compañera encantadora de sus andanzas y de los quehaceres de la hacienda. "Qué importa” se decía el marido atormentado ahora, “lo que importa es que sea feliz” (con lo que sea que eso significara para su mujer en su estado). El asunto es que Gabriel se ocupaba de todo, a pesar de la paciencia de su marido, correcto y presente. En algún momento de las fiestas populares en el pueblo, Don Raimundo comenzó a irritarse, no lo demostraba claro: bebía algo más de la cuenta, se levantaba a altas horas de la noche y espiaba a Gabriel mientras dormía. Esto no era un secreto para nadie; hasta el mismo Gabriel sabía que algunas pequeñas cosas “raras” que sucedían en la hacienda no eran la obra de un duende ni de un demonio (eso decía Don Raimundo).

 Después de todo, sabiendo la presión y la angustia de su patrón, Gabriel sólo lo dejaba hacer; al mismo tiempo, las hijas de Don Raimundo que visitaban la hacienda muy de vez en cuando le advertían que su papá siempre había sido muy celoso. Juzgaban que su actitud tenía más que ver con eso que con la preocupación por la enfermedad de su madre. “tómelo con pinzas Gabriel, pero no se descuide” le habían dicho expresamente

Un esposo enclenque y preocupado y una mujer loca como una cabra: no parecía la mejor combinación para un hombre buen mozo y joven como Gabriel; nunca explicó sus motivos para aceptar el puesto, a excepción de la paga, que sí, era muy generosa. Las semanas corrían con pereza. Lentamente. Los días empaparon la casa de nostalgia, de imágenes añosas y de silencios oscuros que para Gabriel no eran problema. El hacía su trabajo y se ocupaba además de las exigencias de Catalina y cuando ella se dormía, se iba al pueblo y volvía cuando ya era noche cerrada

Una noche empezó a notar el resonar de las vasijas de barro que cercaban la galería. Esto acontecía muy entrada la noche. Una o dos veces, Gabriel se levantó para inspeccionar los alrededores:  le pareció incluso que las vasijas se sacudían unas y otras, sin la ayuda de ningún factor externo. No lo comentó con Don Raimundo, quien parecía no enterarse del asunto. Lo cierto es que las vasijas parecían tener vida propia, aunque no parecía molestarle a nadie. El no tenía tiempo de ocuparse de “murmullos de barro” que parecían inofensivos. Pero, cada noche que pasaba, parecía aumentar el sonido, como si las vasijas aumentaran en número. Un día decidió dar rienda suelta a su curiosidad y al regresar del pueblo, se sentó frente a una gran fuente de agua que flanqueaba la entrada y esperó

Cerca de las tres de la mañana, creyó ver movimiento detrás de los rosales y se ocultó. Desde el lado izquierdo de la casa, venía Don Raimundo arrastrando la silla de ruedas de Catalina: la ubicó frente a las vasijas más grandes del centro de la galería y luego se plantó frente a ella con un bastón (el mismo que utilizaba para ayudarse a caminar). Y comenzó a hablarle con una voz profundamente cansada y tierna: “¿lo recuerdas amor? Cuando recién nos casamos, conversábamos largamente en este mismo lugar: había un pequeño banco de madera labrada, al pie de la escalinata central. Nada nos preocupaba, ni siquiera los moquitos fastidiosos. Tomados de la mano, hablábamos, Cata, y el soplo de la brisa se dilataba entre las vasijas de barro provocando un murmullo que nos envolvía con su frescura. ¿Recuerdas amor? Y mientras le hablaba a su esposa, Don Raimundo solfeaba con pequeños toquecitos de su bastón las vasijas, con mucho cuidado. Ejecutaba una danza torpe pero deliciosa y miraba a su mujer embobado.  El brillo que proyectaba la luna sobre el rostro de Catalina le permitió a Gabriel darse cuenta de que sus mejillas estaban surcadas de lágrimas y parecía suspendida en el tiempo, sonriendo embelesada, como en una foto antigua y muda. Escondido allí, Gabriel no acababa de comprender porque no había descubierto antes este escenario; durante tantos días desde que iniciaran los “murmullos de barro” (así había bautizado aquel extraño – aunque ya no – suceso). En ese mundo de fantasía que Don Raimundo había creado, Catalina no lo retaba, no le gritaba. No lo ignoraba. Despacio, suavemente, Don Raimundo, ensayaba nuevas notas, nuevos pasos, nuevos compases, nuevas fantasías. Porque en esa realidad atemporal, Don Raimundo recuperaba los recuerdos, las memorias: la mujer que amaba y que tanto necesitaba. Allí ya no eran dos viejos esperando la muerte, cada uno con sus esquirlas de memoria. Allí eran dos jóvenes enamorados, bailando al ritmo de un "ahora", sin fecha, sin edad, burlándose del olvido.


domingo, 7 de enero de 2024

Entre dos mundos



Arriba de la alacena se eterniza el polvo.
Entre tanto, sacudís el aire y sacas la lengua en la oscuridad; todavía aferrado a la corteza, a la elipse del humo y al agua hierve sobre un fuego amarillo; con un silencio que escupe los ecos el día, el afilador de cuchillos y el repartidor de pescado y el universo, que no para.
A ver, ¿cómo es?; ¿el tiempo sigue marchando, se manifiesta y luego ya no está? ¿Cuánto cabe en lo “visible”? ¿Sucede a otros que algún fantasma de otras épocas, sepultado bajo torrencial lluvia, les diga que sus pies están cada vez más fríos, embarrados y varados?
Ese perfil desconcertado; las manos abiertas de paloma fugitiva, la mirada sedienta, el cabello crespo, la vaporosa túnica, el paso adormecido, nunca sobre las superficies, pero en ocasiones tan lentos que parece andar pisando espinas o arbustos.
Ignoro si es posible registrar algo de todo esto, pero no encuentro, a lo largo de las horas, otro modo de iniciar tantas duras maquinaciones de la realidad; después saldré a caminar y extraviaré las palabras y los detalles, entre los rieles de la vieja estación de la ciudad. Contaré las ventanas rotas, allá donde a veces refugio y en ocasiones terror de estar a solas; para sin más, aterrizar en un paredón derruido y fumar, con esta hoja de un cuaderno viejo que guarda el tiempo de los sueños.
Ha pasado mucho desde tu primera muerte; días cóncavos, descaradamente huecos.
No hubo entierro y en cambio, si fueron auténticos días de luto. Tantas veces conjeturé que alguna vez no moriste y que no dejarías de estar vivo; muerto al igual que otros viven y deciden morir. Al contarlo, me esfuerzo por alcanzar un punto, cruzo los hilos del tiempo a través de un espacio intangible, impalpable, que me lanza fuera de la cocina, hacia la última sirena.
Recuperar, invocar conjuros mágicos - que falso - retener con algún artilugio todo aquello que se escapa, recordar imprevistamente un romance infantil, enarcando las cejas por la sorpresa de aquella imagen deshilvanada, concertando polvillo, estirando los brazos cansados; la calma que regresa a la calle, el vecino que observa incrédulo y murmura.
Qué más da; obvio que es simplemente de locos.

Vengo recolectando horas de extrañarte; no hago este relato sin sustento y puedo dar razón de cada cosa que amontono y también escoger con sumo cuidado, de un lado la realidad y del otro lado los fantasmas. Está determinado que ellos no van de excursión a cielo abierto y no existe la mínima corriente de tiempo debajo de los puentes, en medio de la calle y él allá – inclusive – después de tantos años. De vez en cuando, corren los días o tal vez los meses
Un holocausto necrológico rodea mis sueños. Y a otros sueños anónimos. Quién no sueña con seres que ya no pertenecen a los de este lado. No me cuestiono por eso; lo hago porque me faltan respuestas, lo sé de sobra y no alcanzo a leer todas las preguntas.
Sin tu compañía es como si me hubiera dormido a la intemperie; me es imposible concentrar siquiera lentamente los oscuros procesos del tiempo y permanecer dentro del la realidad, disfrazándolo todo sin la frescura aquélla de hace veinte años. Se que no es importante recordar ya los instantes en que tu padre me llamó diciendo torpemente que te morías – y mi desesperación saltando como sapo entre los rieles; trepando los muros rotos de la estación - sucesos intermitentes, extravagantes y absurdos en la memoria que se concentran allá e incluso acá. Desconozco si en lo que observo en esta vigilia hay algo de aquello que me perturba en los sueños. Algo así como un descubrimiento, un lado de otro – tal vez escrito así es más acertado; aparte hay que destapar y liberar las voces para alejarme; no me hace falta otra cosa con tanta urgencia.
Por momentos regresas de este lado; no basta la modorra o el simple estado de somnolencia para saberte cerca. Es imperioso dormir profundamente y entonces, la nostalgia de tu desgarbada imagen luchando entre dos mundos.
Uno, el de hace veinte años y las bicicletas parchadas, los restos de pucho en el galpón seis, el único que aún quedaba sin “ocupar” por los pordioseros noctámbulos de la estación; el almuerzo derretido en las mochilas y entretanto, le dábamos con fuerza a la pelota de fútbol del mulato entre los rieles.
Y el otro, el de allá, que te robaba de a pedazos; el cabello blanco, las manchas color granate, tu palidez de harina. Las secuencias son inobjetables, y se que antes todo parecía la primera vez; me lo parece otra vez al contemplarlas.
Te extraño, pero siempre sabiendo que tu partida no es como ninguna otra. No estás ausente como Doña Catalina; ni siquiera como el Abuelo Ramiro. Ellos se presentan en mis sueños como los enanos de un jardín.
Detrás del telón de la realidad se puede ser honesto y se me ocurre que, por eso estas acá, burlándote del allá incluso después de haber partido, para mostrar la diferencia de los mundos, del mismo modo que nos mostrábamos la colección de héroes de la Legión Extranjera
Acá estabas vivo, lo estaba yo y ni tu padre ni nadie se hubieran atrevido a decirnos que luego estarías allá, devorado por el virus, del otro lado.
Tu rostro. Como de luna con gastritis; pálido y arrugado; los ojos lodosos, con un brillo oscuro, como de cloaca y ¡la boca! Se te deslizaba sobre el mentón como un trozo de asado que no acabas de morder. Olías a naftalina y cada vez que te reías yo me creía que sería tu último aliento. Y sí, decime que no te hago ningún favor al recordarte allí postrado. No te lo hago no; a mí tampoco porque la tristeza me chorrea por el cuerpo – más pegajosa que el sudor de una carrera en pleno verano a campo traviesa. ¡Cómo nos gustaba esa frase! Sí; “a campo traviesa”.
¿Y para qué volvés?
¿Quién te dijo que me pondría contento? Me tienta levantar los hombros como lo hacía la Marta. Decía “a quien le importa” encogiendo los hombros y seguía fumando su porro de cada tarde. Me tienta pronunciar tu nombre y tu recuerdo, presencia de duende acá y allá e inclusive después del baño de inmersión.
“Fuera bicho”, espectro, ente; pero regresa pronto que te extraño.
Y, ¿para qué?
Ya se que no vas a contestarme porque tu presencia no es lo que se dice muy comunicativa. Te me apareces como si tal cosa, pero las palabras las tengo que decir, buscar, contar y recordar yo solito. No hay derecho.
Llevo siempre conmigo la calcomanía de “El renegado”. Me pincha en el pecho; está un poco ajada, pero me recuerda tu dedo índice en mi omóplato, o será que me estás queriendo y las camisas ya no son las de antes. No te concibo en el paraíso. Sería genial que conversáramos sobre algo tan gracioso. No obstante, no acierto entender y estoy seguro de que allá para vos, el planteo será exactamente el mismo; demandarás una respuesta; qué sentido podría tener que antes estabas, pero ahora no y, sin embargo, quizás no estás muerto ahí donde estás. Nunca será otra vez el Negro quien te descubra. No regresó de su abrupta carrera escaleras abajo, terraplén, porrazo entre las vías y qué suerte que ya no pasaba el tren porque la contusión lo mantuvo internado dos días. Estabas en el cuartito del fondo, gastado, los brazos colgando, la lengua fuera de sitio. Con ese perfil desconcertado y en lugar de los ojos parecía haber dos cavernas; dijo que levantaste los dedos índice y pequeño pero que no parecían dedos sino fósforos encendidos.
Acepto la oscuridad; me atrevo a ingresar en espacios inexplorados. Por eso te estoy hablando; estoy abierto, descontando nostalgias con tus pisadas, las mías y las del resto, dejando huellas en mis sueños. Quiero que te enteres sin demora que mis sueños no tienen la propiedad intelectual de tu existencia; allí e implícitamente quizás, respiras todavía y también claro, padeces. De otro modo, pero no menos que de este lado. Es un allá con subterfugios me imagino; lo imagino a causa de la conciencia que me acompaña aún dormido. Me hace pensar y entonces, me pregunto, ¿no estaba dormido?; vos estás siempre, como sea, allá, aunque dónde, allá pero no sé hasta cuándo.
De qué manera abordarlo, digerirlo, componer los fundamentos enumerando los instantes de conciencia, que no te percibo como un fantasma; es diferente, aún allá, a un lado y de aquel otro, latente, pero imagen, sonido: tu padecer ahogándote, atornillado a un tiempo pasado; veinte años atrás, ese mi recuerdo de vos; así hoy, así vos
En cuanto se apague la luz, ¿qué ocurrirá con mi nostalgia?
La estación vieja sigue ahí, impávida, vacía, gris; a merced de los instintos, del código común que un movimiento, tal vez con unos pocos pasos obtendría, hasta entender que ser me involucra a mí, así como soy, en la cornisa del edificio más viejo y realizar otra lectura, proponerlo tercamente: escarbar en los intersticios nocturnos, hasta obtener el conjuro fascinador.
Si cabe la posibilidad, renunciar a esa dirección que antes me guiaba en pos de las ausencias, la incredulidad y las nomeolvides y las ciencias oscuras. Creo que aún vivís, que los agujeros en los corazones son metáforas; desistiré de encender velas porqué no conozco las fechas claves; eso no es para mí. No encajo. Apenas me alcanza la sabiduría y entonces, alcanzar las esquinas me conforma al igual que vos reivindicas los rincones otorgándoles sentido, desgastado pero libre, reciclándome, resignado y agradecido de que te perciba tan presente; allá donde las cadenas que te sujetan, de todos modos, te permiten asomarte a este lado. Me necesitas, lo sé y el mulato también; imprevistamente te apareces en cualquier parte o sobretodo en el terraplén de los “cambios de figurita” e incluso después en la pieza de Ciro, con los acordes de Báez o las páginas re leídas de Julio; la tristeza oscura se me deshace al presentirte y borra de mis recuerdos tu lividez y la helada sensación de fragilidad que transmitía tu cuerpo asediado por el virus.
A pesar de todo, me hace bien tu estadía de gasa; impugna aquel dolor de antaño cuando tu estar material se desvirtuaba horriblemente: casi estoy aguardando que aparezcas con una de esas máquinas del tiempo en tus manos y te cagues de risa mientras decís, “relájense, acá estoy”
Implícitamente, anhelar ser los mismos de allá lejos y rebobinar los días hasta alcanzar la previa del virus ese que lo desgració; la tibieza de las colillas brillando como estrellitas en el piso recién encerado de la abuela Corina, la primera seca o el torso mojado chorreando cerveza. La mirada perdida pensando en Raquelita. Y esos ojos – venosos y húmedos – los suyos tan abiertos como vacíos.
Tendré la angustia de quedarme con estas tantas palabras en el pecho, una tras otra, para los ojos de no se quién, a modo de puente, que de pronto me apacigua al repetir viejas frases de propaganda barata. Me rearmo por vos, en el caso que algo y ningún tercer elemento intervenga en nada; finalmente desistiría de estos encuentros, o tal vez sencillamente palparía la evidencia de que nada era real. No importa.
Era necesario que atestiguara antes de seguir y de nuevo dormirme y luego despertar al igual que otros seres, ejercitando el mundo de este lado. Dejar de pensarlo presente, porque todo sigue y en el futuro reabriré la caja de Pandora y regresaré a las imágenes, las voces; él repitiendo una y otra vez en mi oído derecho que me necesita, fumando recostado entre dos rieles y yo sin poder contribuir en nada a su regreso. –





@derechos reservados

Adriana Mónica Lamela

sábado, 8 de julio de 2023

EL ANCIANO DEL PUENTE de Ernest Hemingway


Un viejo con gafas de montura de acero y la ropa cubierta de polvo estaba sentado a un lado de la carretera. Había un pontón que cruzaba el río, y lo atravesaban carros, camiones y hombres, mujeres y niños. Los carros tirados por bueyes subían tambaleándose la empinada orilla cuando dejaban el puente, y los soldados ayudaban empujando los radios de las ruedas. Los camiones subían chirriando y se alejaban a toda prisa y los campesinos avanzaban hundiéndose en el polvo hasta los tobillos. Pero el viejo estaba allí sentado sin moverse. Estaba demasiado cansado para continuar.

Mi misión era cruzar el puente, explorar la cabeza de puente que había más allá, y averiguar hasta dónde había avanzado el enemigo. La cumplí y regresé por el puente. Ahora había menos carros y poca gente a pie, y el hombre seguía allí.

-¿De dónde viene? -le pregunté.

-De San Carlos -dijo, y sonrió.

Era su ciudad natal, por lo que le llenó de satisfacción mencionarla, y sonrió.

-Cuidaba de los animales -explicó.

-Oh -dije, sin entenderlo del todo.

-Sí -dijo-, ya ve, me quedé cuidando de los animales. Fui el último que salió de San Carlos.

No tenía pinta de pastor ni de vaquero, y tras observar su ropa negra y cubierta de polvo, su rostro gris cubierto de polvo y sus gafas de montura de acero, dije:

-¿Qué animales eran?

-Animales diversos -dijo negando con la cabeza-. Tuve que dejarlos.

Yo estaba contemplando el puente y el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro y me preguntaba cuánto tardaríamos en ver al enemigo, y todo el rato estaba atento por si oía los primeros ruidos que delataran ese misterioso suceso denominado contacto, y el hombre seguía allí sentado.

-¿Qué animales eran? -pregunté.

-En total tres clases de animales -explicó-. Había dos cabras y un gato y cuatro pares de palomos.

-¿Y los ha dejado? -pregunté.

-Sí. Por culpa de la artillería. El capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.

-¿Y no tiene familia? -pregunté, vigilando el otro extremo del puente, donde los últimos carros bajaban deprisa la pendiente de la orilla.

-No -dijo-. Sólo los animales que le he dicho. Al gato, naturalmente, no le pasará nada. Un gato sabe cuidarse, pero no quiero ni pensar qué va a ser de los otros.

-¿En qué bando está usted? -le pregunté.

-Yo no tengo bando -dijo-. Tengo setenta y seis años. Llevo andados doce kilómetros y creo que ya no puedo seguir.

-Este no es un buen lugar para pararse -dije-. Si puede llegar, hay camiones en el desvío a Tortosa.

-Esperaré un poco -dijo-, y luego seguiré. ¿Adónde van esos camiones?

-A Barcelona -le dije.

-No conozco a nadie en esa dirección -dijo-, pero muchas gracias. Se lo repito, muchas gracias.

Me miró sin expresión, cansado, y a continuación, necesitando compartir su preocupación con alguien, dijo:

-Al gato no le pasará nada, estoy seguro. No hay por qué inquietarse por un gato. Pero a los demás, ¿qué cree que les pasará a los demás?

-Bueno, probablemente tampoco les pasará nada.

-¿De verdad lo cree?

-¿Por qué no? -dije mirando la otra orilla, donde ya no había carretas.

-Pero ¿qué harán cuando empiece el fuego de la artillería, si a mí me dijeron que me fuera por culpa de la artillería?

-¿Dejó abierta la jaula de los palomos? -pregunté.

-Sí.

-Entonces saldrán volando.

-Sí, seguro que saldrán volando. Pero los demás. Más vale no pensar en los demás -dijo.

-Si ya ha descansado, yo si fuera usted me iría -le insistí- . Levántese e intente andar.

-Gracias -dijo, y se puso en pie, avanzó haciendo eses y volvió a sentarse sobre el polvo, dejándose caer.

-Yo sólo cuidaba los animales -dijo sin energía, pero ya no hablaba conmigo-. Sólo cuidaba a los animales.

No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que sus aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era toda la buena suerte que tendría aquel hombre.

lunes, 26 de septiembre de 2022

El color de los cardos

 Me desperté un atardecer, más allá del monte bajo prendido de pastizales, en donde sólo descansan lagartijas y escarabajos. Era, tal vez, la hora de las ollas hirviendo esperando el culto de la cena; nubes negras a lo lejos. El color de los cardos me indicó que era otoño. 
¿Desde cuándo no despertaba? No lo recordaba. Me sobra la memoria de los recuerdos infantiles y se repite en mi mente la imagen de un patio familiar, con árboles frutales y hasta un sauce llorón. ¿Desde cuándo estaba allí, tendida, al pie de una pared semi derruida?
 Posiblemente me desmayé mientras buscaba hongos o perdí la noción del tiempo cuando me detuve a contar los cactus de flores amarillas. No eran muy comunes en aquellos sitios, pero lo digo por costumbre porque en realidad ese lugar no se parecía al escenario del que hablo: un lugar rocoso, cárdeno y abierto. El vacío que me parte el pecho me recuerda que alguien me tomaba de la mano no hace mucho. O tal vez sí porque, aunque estoy segura de ser yo, no me parezco a mi   —¿Por qué pateas? –escucho en mi cabeza—Es una voz pastosa y agitada. —No quiero —digo en voz alta – cierro los ojos porque alguien me escupe. 
Ahora no deseo saber. En mi cabeza hay un monstruo espantoso que me lleva en sus brazos tatuados con ojos de gato. Silva. Silva y galopa. Y sin decir ni pío se esconde en el monte y un momento después regresa con unas ramas de hojas rojas.



Esa muchacha; tampoco es tan distinta. Simplemente lo percibí más tarde. Esas ramas de hojas rojas, con sus pulposas espinas, tan afiladas que nadie se atrevería a tocarlas, chispeaban en el aire. Una noche, la vi plantando salvias en el jardín; eran hojas provenientes de la granja del abuelo – siempre decía que, si plantabas salvias a medianoche, cada hoja crecida sería el latido de un pájaro antes de su primer vuelo. Unas cuantas piaban, otras silbaban y otras espantaban las moscas de los ventanas y la muchacha recitaba las nanas de la cebolla. Si pego mi oído al suelo, puedo oír claramente aquellos versos …” Vuela niño en la doble luna del pecho.
Él, triste de cebolla. Tú, satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre”
Hubo en aquel momento una gran tormenta: y dos extensas vigilias. Alguien llamaba detrás de las cortinas del baño. Era un rumor vacilante, hueco. La muchacha se miró al espejo – yo sólo mi vi a mí misma. 
Ahora me encuentro aquí, en el monte bajo, ardido de pastizales. Es un misterio el tiempo transcurrido desde mi regreso. Uno y otro – el tiempo y el clima - envejecieron mi aspecto. Quince temporadas de mi biografía son de nadie. Bebiendo las palabras. Nada me ampara, menos el gris desmedido del fuego extinguido y la suciedad de la tormenta. He perdido el alma en un monte de silencios. Si soy una muerta, acompáñame; responde con aquel rumor hueco del suelo: caeré fuera del mundo.  Todavía conservo el perfil de antaño; no estoy tan marchita. Bobamente me inclino en el borde de la meseta. Laboriosa, con la incongruencia de estar ahí sin apenas estar. A solas, con la excitación que te empujó allí mismo una noche de setiembre y se impregnó entre los pastizales que escupo, floja como un hoja de salvia impúber, merodeando las bardas en las que nadie me descubre ni me sospecha, ni recuerda mi torpeza.


 (finalista certamen Mis Escritos Cuento 2021)


viernes, 17 de junio de 2022

La insensibilidad de las piedras

 No es un buen día. Otra vez, las nubes se ciernen sobre la ciudad; corre un viento helado y yo, bajo por las sendas y los escabrosos terrenos de la meseta. La arboleda rebosa incansablemente de este lado de la barda, dueños y señores de su pequeño reino. Flota un polvo batido. Olfateo la breña y observo a lo lejos las edificaciones urbanas; así me gusta, que sean lejanas. No las necesito y no me necesitan. No reniego de lo urbano; la urbanidad es un mal necesario e inevitable, como las sombras y los pinchazos de las matorrales en las piernas. Una posibilidad forzosa andando aquellas pasajes glaucos. Recorrí el refugio de la Calina del Espejo, polvorientos pasos de absoluto silencio, apenas interrumpido por el trinar de algún pájaro. Alguna rata de ojos invisibles y enjutos cactus, descalabrados por culpa de una frugal claridad, obligados a seguir la senda de la luz. Me satisface hacerlo.

El depósito de la compañía de electricidad emite ondas delirantes. Alrededor abundan vegetaciones que parecen espadas abiertas; hojas gruesas, rayadas y de más de un metro de alto que desentonan con los muros pálidos. Me quedé allí un buen rato, tanteando, registrando, todos los ruidos y también el silencio. Ahora, ya hace horas que estoy de vuelta: en la calle se percibe el aliento de la lluvia.  Tengo sed y me late el ojo derecho. Un latido violento. Es un gran malestar y estoy hinchada. Eso es muy raro porque acabo de caminar más de diez kilómetros.

Ayer por la tarde desperté de una larga siesta con un pequeño zumbido en el oído izquierdo.  Bueno, acaso valga la pena despertar zumbando de un largo descanso como ese. No me preocupa en exceso, pero, lo he consultado en línea y son tantas las causas. Decidí quedarme con la conclusión – suele ser normal –

El mundo necesita normalidad. En eso me concentro mientras viajo en el colectivo hacia el centro. Observo a mi alrededor; otras personas como yo, normales. Sus perfiles o su nuca, su vestimenta y me pregunto por sus destinos. Al llegar al mío, la rampa de hormigón que sube hasta el edificio apesta, a pis y a lavandina. Debería estar acostumbrada. Debería... Echo un vistazo a los alrededores. En aquel sitio, lo raro es que huela a otra cosa, de todos modos. Mariano vive en ese lugar desde hace seis meses. Cada día que voy, tengo que sacudir hasta los pocos cubiertos que se pierden en un cajón. Presiono mis puños en un gesto de fastidio y lo llamo.

No responde; esta dormido, boca abajo, atravesado en la cama. No me animo a despertarlo. Reitero su nombre un poco más fuerte y entonces se ladea y me mira: —Si —murmura— qué haces … ¿qué haces? Sólo eso puede decir después que llego desde tan lejos —Te traje una radio - le digo. La ubico sobre el piso (allí sólo hay un colchón y alguna otras cosas) Aparte, unos libros maltrechos, papeles y lápices, algún que otro vaso, plato. No hay mucho más que él y su soledad en ese departamento.  

Quiere seguir durmiendo. Me siento junto a él y le tomo una mano. Cierra los ojos. — Hace mucho que no vienes — susurra. No sé por qué lo dice; sólo hace dos días que vine por última vez, aunque me fui repentinamente y muy asustada. Sus ojos estaban rojos aquella vez; y la cama olía a naftalina. Se acerca y se encoge. Quisiera estar en la Calina del Espejo, en ese mundo vegetal y apacible

 —¿Quieres comer algo? — pregunto — Te traje unas papas al horno con patitas de pollo. —Que bueno —dice él, aunque sigue allí acurrucado con la cabeza bajo la almohada. —¿Ha venido la asistente? ¿Te dejó alguna indicación? No he podido llamarla. Eso es verdad; no pude encontrar el maldito teléfono (en algún lado estará anotado, vaya a saber dónde) Levantó el brazo izquierdo y señaló hacia abajo. Debajo del colchón, encontré una carpeta con algunos papeles y dos recetas. La asistente que lo visita es una vieja amiga. Él arrima la colcha y parece querer continuar allí, acurrucado.  Suspiro; quisiera dejarlo así, pero no lo hago.

—¿Fuiste a buscar la medicación? —

No me contesta y estoy a punto de decirle que ya estoy harta. Pero, en lugar de ello, le digo que iré a la farmacia. Estoy serena. No quiero que esto me altere. Me incorporo y voy hacia la puerta. El aire apesta a cloaca, pesado, y ondula con una melodía ruidosa de bachata. Estamos en otoño, la farmacia está cerca. Ya estoy de regreso; apenas tardé hora y media: la cola para entrar era de quince personas (maldita pandemia).

Salvando el vidrio empañado del ventanal, se ve llover la tarde. Allí hace calor; la luz es apenas un manto grisáceo. Se ha dormido y su respiración es ruidosa y desprolija. Continúo molesta con él, pero quizá la amistad es más urgente. Al menos para él.  “Por qué no luchas”, le manifiesto en silencio. Salgo al aire libre y camino lentamente. No recuerdo cuando empezó todo esto. Me cruzo con un gendarme. Es lindo, pero ahora sólo puedo pensar en mi escepticismo. Voy hacia la parada del colectivo; tengo que saltar varios charcos. Me divierte. Me sana. Si no consigo dejar atrás la angustia, no podré dormir esta noche.  En aquel tiempo, cuando todo empezó, estaba más equilibrada, tenía apoyos.  Lo veía tan seguro de sí mismo, tan sereno. Recuerdo todo lo que ha hecho, sus movimientos, incluso sus pequeñas caídas. Creo que vomitaré. Es más: anhelo volver a los 17, cuando vomitar era sólo por haber tomado muchas margaritas con alcohol. Ese es su espacio. La estupidez de los adolescentes que se creían eternos.

Entonces así es como son las cosas: ahora vomito después de cada visita, luego de retirar sus medias sucias, sus remeras transpiradas y sus miserias con mi endurecido carácter, rumiando la mugre. Llorando por las veredas, de ida y de vuelta, mientras él suda en su cama virulenta. Y yo a revestirme de paciencia. ¿Qué fue lo que me conquistó de él? Tal vez su exquisita sensibilidad. O su alma anochecida. Aterrizo en la hora del remordimiento, sin palabras.

No tengo tiempo de pensar en ello; tengo que soltar, mantenerme al margen de su drama. Eufemismo. Baile de máscaras que se muestra en las entradas, que a su vez solapan la noche. Puerta cerrada. Es todo impresentable, nada está en su sitio. Retazos de otra noche de insomnio. He tratado de dormir sin pastillas, pero sin éxito. Voy de un lado a otro. Un par de veces abrí las ventanas, y lo único que entra es el trino de los pájaros mañaneros, como si mi cabeza fuera una gran jaula sin barrotes. Cierro las ventanas, y el cuarto vuelve a asfixiar.  Por momentos, me levanto y tomo agua del dispenser. La idea es caminar. La idea es encontrar el sueño. La realidad me encuentra, tomando, bebiendo agua y píldoras para dormir. De esta manera me convenzo de ser una heroína.  El verano está en su última etapa, hay hojas moradas del ciruelo por todas partes; el viento las desparrama como si fuera un enamorado preparando el camino de su amada; el sol charola las paredes y revela el polvo en los quicios, en las tapias y además, me hace llorar. Hace un rato llamé a la asistente de Mariano (si, encontré el teléfono) y quedamos en vernos dentro de una hora en el Parque del Sur… caminar es un buen ejercicio; más si hay que hablar de muerte.

Invento escenarios: fingiré que estoy enferma, diré que se me hizo tarde… ¿Cómo estará? Y si digo basta y agoniza solo, allá en eso oscuro antro del bajo. No, nunca me lo perdonaría. Su existencia quedará vacante. Su vida está ya vacante ahora; yo soy un motivo, no un medicamento. Huiré; cerraré la escotilla, como si fuera un submarino y me sentaré a escuchar los éxitos de los 80 con los piernas cruzadas en actitud de meditación, con los ojos cerrados e invisibles velas alrededor.  Recogeré las píldoras y las echaré en el inodoro. Después iré a cortar rosas en el jardín. No, rosas no, tallos, para sembrar con papas en todas las macetas vacías. Y el estará en coma.  Pero estará vivo. En las historias de muerte clínica refieren que “es un estado en el que solo quedan unos minutos antes de la muerte real de una persona. En este corto tiempo, aún puede guardar y devolver al paciente a la vida”. Volverá; en el preciso instante en que yo esté a punto de abrir la puerta de la habitación, vestida como un ciclópeo dragón de trapo. Mi cuarto es el único escenario, finalmente. Continúan los gorjeos y silbidos, fríos. Quizá no estoy realmente aquí. Vela, cenizas, banderas marinas, focos, una esterilla. Todavía respiro detalles, graciosos, es muy raro, la asistente sentada sobre el césped. Que me aleje de esta pesadilla y que no, no vuelva.

Al principio era todo más fácil. “Esa maldita enfermedad, deberías ver, tanta gente en la misma, aunque es de la única manera en que puedes soportarlo”. – Tranquilo Mariano, también es mucha la gente que lo supera”. – Estaré allí, no te preocupes y saldrá todo bien.

“Es difícil; sin trabajo. Sin resguardo médico” ... Es injusto. Uno no elige la ocasión. Y ese ser humano promiscuo y agobiado, se va cayendo de la cornisa y sólo lo puedes ver caer. Más nada. Y una se cree hada madrina, con varita en lugar de curitas y galeras con conejos en lugar de heladeras con suero. Y no eres un ser humano promiscuo y agobiado; eres algo diferente. Un capullo de lirio


Esto es lo más delirante que puedo ser. O no puedo. Parpadeo. Saco el paraguas del ropero y lo guardo en la mochila. Hay lluvia en el aire. Y también vacío. —No me mires así —me dice cuando llego. —¿así cómo? —digo. “estas enojada” y lo dice como si creyera que es absurdo.  Realmente estoy furiosa; busco dentro de mí misma, para ver si encuentro una imagen que me libre de decir lo inaceptable. Pájaros en jaulas sin barrotes, los caballos en su establo de alfalfa amarilla, la sensatez de algo, no, ¿qué hay de los gusanos?, reptaban; casi podía verlos en el interior de su boca.  Los libros de arte, sacudiéndose el polvo como momias locas, no son de gran ayuda. Doy vueltas el sitio, sacudo, unos pocos chirimbolos, la maceta con una escuálida lengua de suegra. Con la estufa, tengo que luchar un poco más. —Oye —me llama—, estos silencios me atormentan. — ¿qué silencios? -  pregunto. — No hay palabras que puedan llenarlos de todos modos; mejor me hago la distraída. — Eres tú el que me atormenta, con tu descuido y tu insensatez. Por qué no puedes blandir tus defensas, en lugar de hundirte. Lo fácil es de cobardes. — Mis defensas son las que aún me mantienen de este lado del mundo. Lo miro. Tengo frío de pronto. Mucho y no puedo contestar. No, no, no es culpa suya; es su identidad. Tengo que aceptarlo, y aceptar mis escalofríos. Algunas veces, quisiera sonsacarle una explicación, un porqué, pero no estoy segura de querer saber. Me siento apenas como una buena samarita en estos momentos. Tengo la espalda agarrotada. Él es excesivamente obstinado. —Tengo que volver a casa. No está dispuesto a dar la batalla, no cree en milagros (dijo desde un principio) y prefiere los finales súbitos. Salgo y el sol me atraviesa las sienes; olvidé que el amanecer allí apura laos frentes del edificio. Una vez más florecen los límites de la ruta. No hay ni un solo auto. Mis pies se avanzan flácidos... Se que no puedes entenderlo —dijo él—. Todo lo pones por las nubes. —Ni un pestañeo. No se burla. Dice también que poseo una difícil y oportuna ceguera. —No puedes hacer desaparecer la crueldad de la vida —dijo también. Tenía la cara hinchada, gris, una confusión de barquito de papel hundiéndose en el agua. — Te he amado toda mi vida —. Se muerde los labios y se recuesta sobre las almohadas, su expresión cruda, impenetrable. Tal vez creía que yo no lo había notado. Confía en el perdón, no lo repetirá. Un dolor tan grande sólo se nombra una vez. Sin embargo, decirlo abrió un puente hasta el hueco del alma. Que cosa puede hacerse, que nadie opine sobre lo que significa, ya no hay una oportunidad. Si pudiésemos: le propondría un pacto, un coqueteo, él no lo tomaría en cuenta, lo interpretaría palabra por palabra. “Nunca fue necesario”. Negaría, me miraría con esos ojos grandes y vacíos…

Una vez en el colectivo, me noto pesadamente transportada, cuadra por cuadra. Me bajo en el Parque del Sur, camino directo a la zona de la planta eléctrica; allí están los espinares de la meseta, que solos y a solas siempre, han ejercitado la insensibilidad de las piedras. Ascienden calladamente, haciéndose sombra a sí mismos, poquedades, imperceptibles, chaperones de sí mismos; anodinos. Y después de mirarlos largamente, me pregunto cómo duran, cómo lo hacen.


Año 2022

@derechos reservados

jueves, 20 de enero de 2022

Un silencio abrumador

 

Se percibió encerrado e inmóvil. Amordazado. Sólo se oía el jadeo del silencio. Era de noche; o estaba ciego.

¿Quién es él? No sabe. Palpa las paredes con la punta de sus dedos. Rugoso; tibio. De cuando en cuando parece inclinarse. Sólo un poco. A la izquierda; a la derecha. Cerró los ojos. Siente náuseas. Se endereza. Es decir, percibe un movimiento que lo endereza.

Abre los ojos. Nada.  Ha olvidado incluso su rostro. Lo invade el absurdo: tal vez no tiene cara, ni nombre. Es un NN. Una sombra; un espectro. Decide ilusionarse.

Decide que tal vez ha perdido la memoria. Amnesia. Desmemoria; sólo eso. Decreta que es más fácil creerse desmemoriado que figurarse un NN o un fantasma. Sin embargo, las náuseas siguen ahí. El movimiento a la izquierda; a la derecha. Girar no le asusta; no tanto. Pero tumbarse sí. Le causa pavor. El movimiento es suave pero constante. Ahora la sensación es que los ojos se le han ido al pescuezo.

¿Y si aquel espacio está varado al borde de un barranco? Se despeñaría. Y él no lo podrá ver. No podrá tener siquiera una noción del vacío. Luego, es consciente que podría no despeñarse; que quizás ya está en algún agujero. ¿Eso es un atenuante? Para nada; el espanto es el mismo. Sin embargo, si no se tumbara más profundo, significa que estaría en algún sitio llano. Lo único que puede movilizar son sus ojos. A la derecha, a la izquierda. Arriba, abajo. Pero no puede ver más que negros difusos. O sí. Puede ver hacia adentro, sin trabajo de iris o pupilas. Sólo ahí se siente a salvo. Dentro de sí mismo. Y cierra los ojos otra vez; siente que allí hay luz.

Abre. Pestañea. Levanta la cabeza con gran esfuerzo. Quiere ver sus pies. Pestañea varias veces intentando aclarar los negros. En busca de una pizca de nitidez. Casi no los distingue, pero se percibe descalzo. ¿Dónde habrá dejado sus zapatillas? O zapatos. Tal vez se hallaba descalzo porque no tenía calzado alguno para ponerse.   

Distingue una línea, dibujada con alguna clase de pintura fluorescente. Una línea brillante, divisoria. ¿Qué función cumple ¿Qué divide? Como sea, es un dato. O algo. Luego, se le ocurre que podría ser un símbolo comunicante. La única posibilidad de lenguaje cercano puesto que el universo todo parece haber enmudecido con él. Callado, aunque oscilante. A la derecha; a la izquierda. Un vaivén que no cesa. Ahora al menos puede ver la raya. ¿Y a él? ¿Alguien lo estará observando? O quizás nombrándolo. Teniendo en cuenta sus elucubraciones de NN de hace un rato, saber eso sería un gran alivio.

Acaso estaba soñando. Abre los ojos. Cierra los ojos. Todo igual. Fantasea con algunas ideas. Si acaso nadie apareciera y lograra descubrirlo allí, encerrado, amordazado y sin luz, donde sólo se ve a duras penas una línea fluorescente bajo sus pies. Entonces, moriría.

Tal vez – si acaso soñaba – de un momento a otro despertaría en su cama, disfrutando el sol que entra por la ventana de su hogar. Su hogar. ¿tiene un hogar? Con ventanas, puertas, baño, lo habitual. Pero no sabe. No lo recuerda. ¿Y quién podría aparecer? Si él mismo nada sabe sobre él mismo; tal vez tampoco habría alguien que supiera de él, que pudiera identificarlo.

Tiene las manos agarrotadas; por más que se esfuerza, no logra estirar los dedos. Regresa el pensamiento a aquella línea fluorescente. No sabe si es natural o artificial. En esa posición; en aquella condición de faraón momificado ¿cómo saberlo? Incluso él; ni siquiera sabe si él es o apenas alcanza el rango de criatura ficticia o de aparición.  Suplica; reza – nos enseñan a orar desde pequeños y nos queda la impronta grabada como la marca en el ganado – y luego exige a la memoria que le devuelva los recuerdos, los registros. Necesita desesperadamente que lo rescate de tanta elucubración dañina.

Allí donde intuye el final de aquel espacio, los dedos de sus pies se van quedando casi sin sensibilidad ni movimiento; un aire helado persiste en inmiscuirse desde alguna parte. Una imagen húmeda; de légamo o fango, se le instala en la mente y se concentra en no perderla. ¿Está alucinando o es un paso de su memoria en busca de razones? Pozos; cavar. Excavar. Cueva; gruta, caverna o tal vez yacimiento. Yacer en el fango. Sí, eso. Fango; no tiene idea porqué esa palabra se le enciende en la mente como un letrero luminoso. Lumínicamente oscuro. Se angustia. Una sensación horrible de angustia le revuelve las tripas al decir – pensar en – “fango”. ¿Por qué es? Ni un atisbo de explicación. Nada. Desearía ahora mismo calzar unas zapatillas; nuevas, viejas, agujeradas. Duras, no importa. Algo en sus pies. Cuyos cordones las amarren fuerte; altas hasta el tobillo. Que le brinden calor y lo protejan del fantasma de la insensibilidad. No importa si no camina; lo mantendrían calentito. Tal vez le darían firmeza para evitar las náuseas cuando sobrevienen las inclinaciones. A la derecha; a la izquierda. Hay instantes en que presiente que se irá de bruces. Pero no; regresa siempre a la posición inicial. ¿Borde? ¿Abismo? Le asusta pensar que de pronto aquel movimiento pasara de noventa grados. Con ciento ochenta definitivamente le quedaría la nariz en mitad del fango; oliendo la fluorescencia de la línea sobre la cual – hipotéticamente- está parado. ¿Y si lo absorbiera? ¿Si aquella fluorescencia horizontal se lo tragara?

El no lo sabe – sólo ustedes y yo – pero está entrando en pánico. Otra vez sus manos intentan aferrarse a la superficie en que se apoya o que lo sostiene. Como sea. Siente que sus manos se hunden. La línea se mueve. ¿Se está riendo? La línea se está burlando de él. Ella hace imposible que el espacio sea una superficie clara. Los espacios cerrados se pueden abrir. Ella – la línea – dice que no. Afirma con su risa que el espacio no se abrirá. Aquella divisoria fluorescente convierte el espacio en una profundidad que asfixia. ¿De dónde vendrá el aire?  Y tiembla, de frío, pero también de miedo.

Tal vez fuera mejor dejarse caer. Descolgarse del mundo hasta el último abismo. Besar el suelo en su negrura más auténtica. En su vigilia; su sosiego. Justo en brazos del comienzo que es a la vez, desenlace. Reiniciarse; reciclarse en el final. Todo de una sola vez. Útero, placenta; agua. Vientre materno. Descender hasta la evocación primera de uno mismo, aun antes de la concepción. En el tiempo del amor; los deseos.

“¿Fui producto de la pasión o el capricho? ¿Del deseo o el apetito en bruto?”

Decide optar por la pasión. Se siente mejor. Decide subsistir en ese existir que ahora desconoce y teme porque alguien quiso y deseo que existiera. Una madre; un padre. El seno familiar. El barrio; la ciudad, el pueblo. Basta. Necesita parar la máquina de ideas; está agotado de pensar.

Regresa a la línea fluorescente. Ella es el límite. De un lado él; del otro lado el mundo. Diferentes: La línea, el mundo, él.  ¿Dónde está el mundo? El mundo ya no es mundo; es sólo polvo. “De polvo somos y al polvo volveremos”. Fue entonces desterrado del mundo y hundido en el polvo.

Luego, se observa polvo y sólo esa línea grosera lo mantiene sobre un borde. ¿Es el borde del mundo o del abismo? El es humano. ¿Lo humano tiene más valor que la imagen? Sí. Claro que sí y entonces, ¿porqué aquella línea absurda parece burlarse de él? ¿Por qué lo ridiculiza? Desconfía de aquella realidad; tal vez es sólo un mal sueño del que no puede despertar. Es sólo un engaño para facilitar que el polvo sea otra vez su mundo y lo rescate. Un engaño para que el polvo lo absorba sin piedad. ¿Y por qué el polvo lo prefiere más que el mundo?

No sabe la respuesta, pero sabe que si lo supiera sería el rey de los sabios. Sin embargo, tampoco ignora todo. Probablemente debe deshacerse de la impaciencia. Aguardar el nuevo día. Después, con seguridad, ocurrirán varias situaciones. Una de ellas será que algún otro ser humano dará con él, tarde o temprano. ¿Qué pasó? Lo interrogará. ¿Cómo terminaste aquí? Solitario; amordazado. ¿De dónde vienes?  ¿Cuál es tu nombre? Cavila en eso. Supone. Solloza; como un cachorro perdido. Chilla a la manera de un mono enjaulado que cree que con sus chillidos logrará que lo liberen. No hay cielo ni suelo reconocibles. Apenas esa superficie tibia y rugosa de la que se despega cuando se inclina. A la derecha; a la izquierda. Solloza como un niño perdido.

¿Quién lo ha odiado tanto como para abandonarlo a esa pesadilla oscura así de solitario, inmóvil y enmudecido? Esto enardece su bramido. Alguien; alguien tiene que registrarlo. Alguien lo aguarda. Alguien lo busca.

Alguien lo aborrece. No se lo pregunta. Afirma en cambio una sucia probabilidad. Inequívocamente ausente; se le antoja distinto a ser un muerto.

Considera esa posibilidad. Significa que aún hay esperanzas – la muerte echa a la basura cualquier oportunidad -; considera la eventualidad de observar y ser observado. Ahora más que nunca desea saber dónde está. Quién es él y quién es el - ¿o la? -  responsable de ese miserable presente que lo esclaviza; lo condena a la limitación de una marca insignificante más allá de su engañosa fosforescencia. Tiene el poder de interrogarse y responderse; al menos considerar posibilidades; eso es sinónimo de vida. No es un cadáver; los muertos no descartan posibilidades. Luego, reflexiona y concluye en algo mucho más oscuro y retorcido, ¿hay una sola manera de morir? ¿Será que apenas ha sometido a consideración sólo lo conveniente? Qué tal si ese estado en que se encuentra ahora mismo es una modo de morir que desconoce; así como desconoce identidad y geografía. Solitario, amordazado e inmóvil allí en una dimensión que no le resulta en modo alguno familiar.

Tal vez cuando el hombre muere no lo sabe al principio; tal vez tarda un tiempo en descubrirlo. ¿Será este el caso? Para responder tales interrogantes habría que saber lo que es la muerte. Y como para saberlo hay que estar muerto, nada sabe él de tal cosa. Esta vivo y listo; y si es así, puede libremente imaginar la muerte aun sin acertar en la verdadera. Hay consuelo en sus conclusiones. Se hace amigo de las sombras. “No se preocupen por mí; sólo estaré aquí una corta temporada”. Ellas lo ignoran. Como si lo real fueran ellas y no él. Las sombras. Lo ignoran. No le importa. El no está muerto; no hay pruebas. Las deja ir. Le agrada verlas pasar. Las saluda. Renuncia a la abundancia de afirmaciones. Hay muchos testimonios de una enorme falsedad. No permitirá que las sombras se burlen de él y pregonen cruelmente su paso al polvo. No es un NN.

No llegó en vano a esa soledad muda e inmóvil. Fue enviado a perseguir la muerte. Sin pelos en la lengua; sin rutinas. Y la palabra rutina se extiende a rutinario; algo tan repetitivo que adormece.

Luego, parece que la línea fluorescente se convierte en palabras "No eres cierto". Letras amarillas; las ve pasar como la marquesina de un teatro. Stop. Letras verdes; una detrás de la otra, “eres una ficción”. Una palabra, la última, “dead”. ¿Será ese su nombre? ¡No! Pero claro, recuerda. Es inglés. Quiere un nombre. De que le sirve leer “muerto” en español o en inglés. No resulta novedoso. Eso no le dice nada. Quiere su nombre; ¿acaso en algún momento recordará su nombre? Al menos quien es, sea que se llame Pedro o Juan de los Palotes.

Desplaza de un lado a otro la cabeza. Duele. No se los he dicho pero ese dolor lo acompaña desde el inicio de este relato. Tiene el cuello flojo; encogido. No es nada joven se le ocurre. No puede serlo con ese cogote de gallináceo. Imprevistamente, reclamado por un pensamiento reincidente, percibe un brillo blanquecino, intenso. Luna. Es la luna. Y es en ese momento cuando procede de un modo absolutamente repentino y extraño. Eleva con mucha dificultad el brazo derecho. Tapa sus ojos con la palma de la mano. Aprieta con fuerza. Sin duda es un acto reflejo; ni siquiera imagina como pudo lograr ese movimiento en esa posición; sin espacios. Quita su mano y abre los ojos; descubre que puede observar el cielo desde una abertura mínima. Y ahí está ella. La luna blanca y redonda. Respira aliviado. Siente que al mirarla a ella – la luna – recupera un lugar en el mundo. La luna presente, reconocida; ella y su nombre allí, con él. Una representación neta. Innegable e inmóvil, como él. Allí encima de él percibe un rumbo. Un objetivo que, sin embargo, proclama también su presencia efímera. Ahí, tan lejos y tan blanca, parece decirle ella también “no eres cierto; apenas sucedes…y lo envolvió el silencio.

Estira los dedos que se le han agarrotado. Los apoya en aquella superficie rugosa donde se apoya o que lo sostiene. Ya no importa y rasguña con rabia y ofuscación. La proximidad de una revelación que no desea lo ahoga. Preferiría seguir ignorante y desmemoriado. ¡Ay de los que sufren del síndrome de presentir! Espantoso; más terrible que presentir será padecer. Decide olvidar la luna. Ella también lo ha desdeñado. Se ha burlado de él. Baja la vista y recuerda su nostalgia del calzado. Una puntada en el talón lo regresa a este presentir terrible, donde sus pies están desnudos. Para que calzarlos si donde parece que irá no necesita zapatos; ni zapatillas. Tampoco pantuflas o similar.

Se le ocurre una frase adecuada para colocar allí, por encima de su cabeza. “hombre muriendo sin querer”. A la manera de una cruz de cementerio, pero con alma de marquesina. Con letras amarillas. Stop. Verdes”. Stop.

 ¿Y su derecho a réplica? “Quiero asentar una denuncia” ¿A quién? ¿Quién va a escucharlo? Dios; El siempre nos escucha. Entonces una plegaria. “Padre nuestro – mío, que ahora estoy tan solo – que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…” ¿y el mío? ¿tendrá uno?

No puede describirlo, pero lo persigue la idea de caer. Caer de boca; hacia abajo. O hacia arriba. Rodar de espaldas. Izquierda o derecha. No sabe por qué, pero le teme a esa palabra. Al significado de la palabra. Caer; rodar. Lo mismo. No quiere pensar en ello. Tampoco en el lodo, ni en la descendencia, ni mucho menos en el idioma. Sin embargo, el término es fuerte. Prevalece. Siniestro. Dejándolo entrar, permitirá que el resto también lo haga: Identidad, légamo, frutos, desaparición, tierra. Revuelve en su mente y se observa allí, naturalmente, en el lugar donde se encontraba antes. Antes, boca arriba. Echado.  En compañía de la línea fosforescente.

Se reconcilia con él como individuo, desprovisto de entorno. Nadie más. Desnuda cubierta de algún libro, su rostro suda allí debajo; un “debajo” que es hipótesis. Tal vez está por encima, a un lado, del otro lado. Tal vez detrás. Lo seguro es que frente a él esta la raya.  Una luminosidad frontal con respecto a su visión, pero de ubicación espacial incierta; tan incierta como la suya.

Y él cubierto de polvo. Tal vez sea esa su tumba. Desamparado trasto humano. Estúpido decrépito abandonado allí junto a una raya de colores. Un sujeto trágico. Un sujeto audaz novato trágico. Un sujeto audaz novato trágico de ojos cerrados. Murmuras; soplas, chillas. Y de nuevo murmuras. Observas; escuchas. Chillas. Descubres que hacerlo renueva tu energía y posibilita que tus extremidades adquieran leves pero calmantes movimientos.

¿Quién es él? Desearía conocer su identidad; gritar “soy tal”. Existo. Rechinan sus dientes y se siente vivo. Se mira su lado izquierdo, a la altura del corazón.  Habría quizás una identificación. Por ejemplo, si fuera el conserje de un hotel o embajador, o cartero o acomodador de cine tal vez. Tal vez es de esos sujetos que colocan su nombre en las etiquetas de la ropa. O alguien lo hace por ellos. Su identificación. Su. Pero nada. Ninguna marca; mucho menos su identidad. No hay cartel. No hay identificación. No hay siquiera bolsillo. Tal vez no hay tampoco un corazón. Ningún latido. Lo han dejado sin señas al borde de los 180º de la noche. Y le viene un odio voraz. No puede menos que odiar. ¿Dónde están todos? Tiene que haber “todos” o al menos “algunos” en su existencia. Una ella. Su presencia, su feminidad, su aliento, su ausencia que es la de él. Ella no está porque él no está. ¿Y dónde estará ella? O ellos, aquellos, unos o alguno. “Un momento”. Stop. Aparca el pensamiento y abre los ojos observando los restos de la noche. “Eso es…”

El mundo vibra y lo sacude. “Vanesa”. Una cadencia de sílabas que danzan en su cabeza. Repican como campanas en sus oídos. Vanesa. Ese nombre se le instala en la lengua y el universo recupera el sentido. Lo asocia a su ser solitario y mudo y hasta percibe el aroma de un perfume que destapa sus fosas nasales. Algo se expande en su mente, como la corriente de un río. Una humedad que reniega de la aridez que lo envuelve. Olfatea la escasez de lo estéril. Laderas rocosas. Hasta se le antoja acacias espinosas; tal vez chumberas. Agostamientos. Desearía oler la cercanía de un aguacero. Y lo único que no amaina es el recuerdo de Vanesa. Chorrea en sus entrañas. Requiebro, chispa, brillo. Lo deletrea con la mente, lo aprieta; palpa el nombre con sus ojos. Vanesa. Se abandona a la caricia de sus letras en las pupilas húmedas. Vanesa es raíz y suministro de sus lágrimas. Siente el peso de cada letra en sus labios, deja que entren y caigan en su garganta. Vanesa. Condenada nostalgia, nostalgia bienaventurada. ¿Dónde está ella? ¿Porqué no acude en su búsqueda? Ni ella, ni otro, ninguno. En ese cruel abandono odia ese nombre y todos los posibles nombres que atravesarán su memoria en cualquier momento. Stop. “No debo aborrecer los recuerdos”. Sería como morir antes de morir. Recordar lo enfrenta con un padecimiento necesario. Lo aleja de sí mismo. Antes de rescatar aquel nombre se hallaba solo, condenado a sí mismo. Aún no recuerda quién es él, pero ya no sabe si desea recordarlo. En aquella soledad tan deshabitada de qué podría servirle su identidad. Solo, alias nadie, alias Paco, Juan o Dionisio. A él no le sirve para nada allí – sea donde sea- donde se encuentra. El está con él; se dirige a él y para eso le basta con un yo. Sin divisiones no necesita identificaciones. Lo que se refiera a los otros, esos, aquellos, algunos, etc., estorba. Son los otros. Sin embargo, “Vanesa” es ella y con ella si puede hablar; recordarla. Extrañarla. Sólo a ella. Pretende resistir la venida de otros nombres. ¿Para qué? Mejor quedarse a solas con Vanesa

La memoria le abre otra vez una ventana; ve pasar allí carteles, fotografías difusas, documentos - ¿actas? – impulsos, escaparates, diarios, receptores y toda aquella marea de recuerdos dando cuenta de una existencia

Baja lentamente la cortina negándose a ser arrollado por tanta imagen sombría, obcecada, descolorida, troceada, ávida, arraigada. Abre la boca; se asfixia; o le parece. Abre los ojos. Plagia las sombras. Las convierte en duendes. Sale desconcertado de su gnosis. No recuerda la visión. Mente y memoria en blanco. Ahora el todo ininteligible del espacio que se reconoce como vacío lo acoge. Ávido de tinieblas. Vislumbra una figura encorvada en la penumbra. Calza unos zapatones de payaso y algo similar a un mameluco. Se acerca. Le besa la frente acariciándole la nunca. Sin una palabra. Mudo. Pero en sus ojos hay una historia pretérita. Y él puede verla tan claramente como si se la leyera. Habla del comienzo. Cuenta que existían tres creadores que dieron vida a la tierra. Uno era ciego. Otro era mudo. Y el tercero, sordo. El mudo había creado todo lo que emitía sonidos. El ciego había dado vida al hombre y el sordo era el responsable de todas las catástrofes y desgracias mundiales. Somos semejantes al creador sordo. Nos identifica – esto dicen los ojos de aquella figura encorvada- y los otros dos son todo lo que ningún ser humano es. Ser humano es ser extranjero en su propia tierra. Por eso invocamos otros seres- superiores – que representan aquello a lo que aspiramos, pero no somos ni tú ni yo. El Omnipotente sordo, se muestra tal como es; nos manipula para imitarlo. Nos bautiza. Nos provoca; total, no oye. Sólo ve y disfruta su obra en nosotros. Aquel extraño con zapatos de payaso le humedecía los labios con una sustancia dulce y lo animaba. Grita, nomina, arriésgate.

Abre y cierra los ojos. La figura encorvada ya se ha ido. Pertenece a una circunstancia que le es ajena. Incomprensible.

Y ahora allí; mudo, ignorante, solitario, anónimo, huérfano. De todos modos, ya no sabe si quiere recordar. Aunque sospecha que este abandono, este anonimato abismal es una provocación al recuerdo. Alguien ha querido abandonarlo a merced de su historia. El deber de saber quien es. El hombre con zapatos de payaso le dijo: que grite y se arriesgue. ¿Y cómo hará eso si hasta su lengua parece ausente?

Ahora: le es imposible gritar, pero no recordar el grito; lo intenta. Gritar, arriesgarse. “holaaaaaa… ¿alguien que me escuche?”

¿Acaso nadie se ha dado cuenta de su no presencia en? ¿Qué significa aquella aparición circense sugiriéndole que grite, que se arriesgue? Infeliz vejestorio. ¿No vio que soy como un saco de basura, mas sólo que él mismo en su fantasmal esencia? Sin control, se muerde el labio inferior hasta hacerlo presente. El es un ser inofensivo. Creyente en los valores y en la sabiduría de los años. Anticuado, vejestorio. ¿Quién le había dicho eso? No lo recuerda, pero si las palabras. Sí el tono.

Una porción marchita de su mente vuelve a él, repleta de palabras, nombres e imágenes. Puede percibir cómo caminan en sus neuronas; algunas saltan: Cacho; primo. Revancha, engaño. Envidia, rencor. Le duele la cabeza. “Harán un trabajo limpio; nadie sospechará”. Otro salto; un resbalón. “¿Hola Esteban, Cacho sí… vamos a ver aquel auto del que te hablé?”. Silencio; la luna no se ve. Ahora sí los pies. Sucios. Y otra vez el cosquilleo cerebral. Saltan ahora frases completas en su cabeza. Las oye como se oye el agua de un río correntoso. A él le gusta ver el momento exacto en el sitio debido, donde el río se funde en el mar. Suave; delicado. Las frases no. Son como olas foráneas rompiendo en las orillas cuando hay tormenta. Estallan. “…salís del estudio y te paso a buscar” Chillan. El agua, las piedras. Amontonamiento. Piedritas de colores, grises. Arena, residuos. Légamo, mugre, polvo. Del polvo somos y al polvo regresaremos.

Despojado. Casi un NN. Abandonado en un espacio limitado por aquella línea fosforescente. Ahora es púrpura. Un espacio sin memoria y sin nombre; ahí mismo donde ahora está, pero quizás no. Un interludio entre su historia y su epílogo. ¿Sin nombre dijo? … ¿pensó?... “Esteban…Cacho; Cacho, Esteban”. Salto intermedio en el lóbulo frontal. “Si lo abandonamos sin rótulo, lo confundirán con la carga residual del laboratorio”.

 Gallinas. Lo han dejado en un contenedor. Con el peor destino; sin piedad. Malnacidos. Descendientes de la impiedad. Nada excepto estiércol puede contener en sí mismo un ser capaz de hacer algo así. ¿Qué pasa con la raza humana? ¿Quién enredó los hilos de la madeja? Nadie. Es una catástrofe natural devenida desde los tiempos de Adán y Eva quizás. Siempre lo mismo. La deslealtad y el odio no son inventos modernos. Existen infinitos modos de ejercerlo. “Esteban, te amo” … un salto casi de acróbata; le laten las sienes desbocadas. ¡Su nombre es Esteban! La voz inconfundible de Vanesa le devuelve su identidad. No puede hacer nada contra su realidad. Ni gritar, ni moverse, ni ver. Bueno sí; puede ver algo ahora porque está amaneciendo. Pero sabe quien es. Nadie volverá a quitarle ese saber.

Las sombras nocturnas eran más piadosas que la luz del día. El alba se percibía cruel como su memoria. Piensa en Vanesa. ¿Es víctima o cómplice de aquella revelación? Prefiere su recuerdo limpio. Es víctima decide. Silencio. Un silencio abrumador ¿Algún ángel rezagado? Pero no. Son pisadas. Lentas, claras. Un susurro; runrún. Alcanza y sobra. Runrún de pies; botas de lluvia o tal vez, zapatillas con suela de goma.  Pisadas de ojota fina. Pisadas de fina ojota… “Ea minero cuanta retina fundida en un solo trasero”, cantaba el abuelo.

 … “el mundo fue y será una porquería ya lo sé…” ¡Alguien está cantando! Claramente; Cambalache. Esteban comienza a rezar al compás de su corazón que ahora resucita y cabalga desbocado. Reza y se orina. Y runrún de pies. Ligero. Buscando, encontrando. Y el allí; de pie o recostado, según la perspectiva. No la suya que desconoce. Allí dejado, abandonado al olvido residual. Oyendo pisadas. Las imagina; saborea la cercanía de esos pies. Se le ocurre que sus pies se comunican con aquéllos. Se hablan; se reconocen. Y él ahí, inmóvil, percibiendo el llamado de auxilio de sus pies. Su vida pende de un hilo atado a los pies.

¿Le traerán esas pisadas la realidad? Ha conversado consigo mismo a lo largo de las nocturnas horas. ¿Acaso hay más cercanía a la comprensión de la verdad que eso? Un hombre a solas con él, hablando con él; consigo mismo. Creíble. Luego, ya es la luz del día y su deseo profundo es que otro venga y le diga algo de otro u otros. Cualquier cosa que lo devuelva al mundo. No importa si es una ofensa, algún agravio: “loco del diablo; desgraciado infeliz. Desquiciado...”. No hay problema pero que lo mencione. Apelativo légamo. Espíritu de fango. Pantanoso. Vanesa; mujer ¿su mujer? No recuerda otros nombres. Ni siquiera el apodo o el primer alias de alguno.

 Es el ocaso y observa los límites que lo circundan. Cada uno de ellos atraviesa la raya fluorescente. Comienzan y terminan en ella. Sus líneas lo anteceden o lo continúan. Se encuentra atrapado por los límites; atrapado él; su vida; sus recuerdos; sus razones; su, su, su… ¿lo creyeron muerto o lo condenaron a morir solita su alma? Cobardes. La nada absurda y la tierra que otra vez le oscurece el alma mientras se interroga; a sí mismo ¿sino a quién podría? Los ruidos nocturnos atraviesan la raya. La encienden. Y todos parecen alejarse; ni uno solo regresa. Los pies amigos de sus pies se han detenido; también el canto. Que se muevan, que respiren, que runruneen. Es su deber permanecer. Y él tiene derecho a ser. Ser más que un cuerpo exhausto, de ojos cegados, boca enmudecida, labios rotos, corazón en pánico. Y el runrún regresa.

Tiene toda la sangre en la voz. Los pies se le alborotan; las manos se apresuran, veloces. Sonidos guturales emigran desde su garganta al umbral de los labios: “mmmm...hmmmm hmmmmm… Mmmmm”. Una fuerza pantagruélica le nace en los huesos y comienza un baile frenético de pies. Una marcha famélica. Cree que va a ahogarse; la desesperación le corta el aliento. Una respiración agitada se filtra por las mínimas rendijas; un golpe seco. Contundente. Y aparece el mundo.

El mundo tiene el rostro con arrugas muy marcadas y una horrible expresión de desconcierto “¿Qué es esto?” - Le pregunta el mundo. ¡Por Dios Santo! - Exclama el mundo. Un hombre viejo, con los ojos nobles; le brillan por la impresión y el alivio - ¡Don Esteban! Pero ¿Quién pudo hacerle esto?”-. Dice y a la vez, le quita la mordaza - “Lo mismo me he preguntado yo sabe”; las palabras le brotan como el contenido de un tragamonedas atorado: de a una, tres, respira profundo, una. – “Un momento… ¿Sabe quién soy?” – . – “¡Pero claro que si hombre! Como no voy a conocer a mi jefe… ¡faltaba más! ¿Se ha golpeado la cabeza? ¡Qué gusto verlo! – dice el viejo - ¡Venga hombre, salga de allí que va a pescar una pulmonía! … No importa, ya recordará… “- Rafael Tejeda, sereno del laboratorio, para servirle a Usted. -“

Un viejo con los ojos nobles, un hombro amigo. “-Muchas gracias…sí, no sé… tal vez me golpearon”-. “- ¡Desgraciados! Y claro, con su posición y su dinero, ¿quién puede estar a salvo? ... ¡Ay Señor! … pero si es que hoy en día ni en la mujer de uno se puede confiar. Venga, venga, ¡toda la ciudad lo está buscando y estaba ahí nomás! -

Un viejo de ojos nobles y lengua larga. “Esteban Rufino. Ese soy yo”. Que bueno que por fin ha podido recordarlo.  Y piensa en Vanesa. Le arde la boca. Es por la mordaza que la cubría. O es por recordar. Recordar también arde a veces. Vanesa. Preferiría su recuerdo limpio. Qué lástima que ya no puede decidirlo. Silencio. Un silencio abrumador.



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