GaviotaEnVueloDeProsa
"Escribir es un oficio que se aprende escribiendo" Simone de Beauvoir
domingo, 7 de enero de 2024
Entre dos mundos
Arriba de la alacena se eterniza el polvo.
Entre tanto, sacudís el aire y sacas la lengua en la oscuridad; todavía aferrado a la corteza, a la elipse del humo y al agua hierve sobre un fuego amarillo; con un silencio que escupe los ecos el día, el afilador de cuchillos y el repartidor de pescado y el universo, que no para.
A ver, ¿cómo es?; ¿el tiempo sigue marchando, se manifiesta y luego ya no está? ¿Cuánto cabe en lo “visible”? ¿Sucede a otros que algún fantasma de otras épocas, sepultado bajo torrencial lluvia, les diga que sus pies están cada vez más fríos, embarrados y varados?
Ese perfil desconcertado; las manos abiertas de paloma fugitiva, la mirada sedienta, el cabello crespo, la vaporosa túnica, el paso adormecido, nunca sobre las superficies, pero en ocasiones tan lentos que parece andar pisando espinas o arbustos.
Ignoro si es posible registrar algo de todo esto, pero no encuentro, a lo largo de las horas, otro modo de iniciar tantas duras maquinaciones de la realidad; después saldré a caminar y extraviaré las palabras y los detalles, entre los rieles de la vieja estación de la ciudad. Contaré las ventanas rotas, allá donde a veces refugio y en ocasiones terror de estar a solas; para sin más, aterrizar en un paredón derruido y fumar, con esta hoja de un cuaderno viejo que guarda el tiempo de los sueños.
Ha pasado mucho desde tu primera muerte; días cóncavos, descaradamente huecos.
No hubo entierro y en cambio, si fueron auténticos días de luto. Tantas veces conjeturé que alguna vez no moriste y que no dejarías de estar vivo; muerto al igual que otros viven y deciden morir. Al contarlo, me esfuerzo por alcanzar un punto, cruzo los hilos del tiempo a través de un espacio intangible, impalpable, que me lanza fuera de la cocina, hacia la última sirena.
Recuperar, invocar conjuros mágicos - que falso - retener con algún artilugio todo aquello que se escapa, recordar imprevistamente un romance infantil, enarcando las cejas por la sorpresa de aquella imagen deshilvanada, concertando polvillo, estirando los brazos cansados; la calma que regresa a la calle, el vecino que observa incrédulo y murmura.
Qué más da; obvio que es simplemente de locos.
Vengo recolectando horas de extrañarte; no hago este relato sin sustento y puedo dar razón de cada cosa que amontono y también escoger con sumo cuidado, de un lado la realidad y del otro lado los fantasmas. Está determinado que ellos no van de excursión a cielo abierto y no existe la mínima corriente de tiempo debajo de los puentes, en medio de la calle y él allá – inclusive – después de tantos años. De vez en cuando, corren los días o tal vez los meses
Un holocausto necrológico rodea mis sueños. Y a otros sueños anónimos. Quién no sueña con seres que ya no pertenecen a los de este lado. No me cuestiono por eso; lo hago porque me faltan respuestas, lo sé de sobra y no alcanzo a leer todas las preguntas.
Sin tu compañía es como si me hubiera dormido a la intemperie; me es imposible concentrar siquiera lentamente los oscuros procesos del tiempo y permanecer dentro del la realidad, disfrazándolo todo sin la frescura aquélla de hace veinte años. Se que no es importante recordar ya los instantes en que tu padre me llamó diciendo torpemente que te morías – y mi desesperación saltando como sapo entre los rieles; trepando los muros rotos de la estación - sucesos intermitentes, extravagantes y absurdos en la memoria que se concentran allá e incluso acá. Desconozco si en lo que observo en esta vigilia hay algo de aquello que me perturba en los sueños. Algo así como un descubrimiento, un lado de otro – tal vez escrito así es más acertado; aparte hay que destapar y liberar las voces para alejarme; no me hace falta otra cosa con tanta urgencia.
Por momentos regresas de este lado; no basta la modorra o el simple estado de somnolencia para saberte cerca. Es imperioso dormir profundamente y entonces, la nostalgia de tu desgarbada imagen luchando entre dos mundos.
Uno, el de hace veinte años y las bicicletas parchadas, los restos de pucho en el galpón seis, el único que aún quedaba sin “ocupar” por los pordioseros noctámbulos de la estación; el almuerzo derretido en las mochilas y entretanto, le dábamos con fuerza a la pelota de fútbol del mulato entre los rieles.
Y el otro, el de allá, que te robaba de a pedazos; el cabello blanco, las manchas color granate, tu palidez de harina. Las secuencias son inobjetables, y se que antes todo parecía la primera vez; me lo parece otra vez al contemplarlas.
Te extraño, pero siempre sabiendo que tu partida no es como ninguna otra. No estás ausente como Doña Catalina; ni siquiera como el Abuelo Ramiro. Ellos se presentan en mis sueños como los enanos de un jardín.
Detrás del telón de la realidad se puede ser honesto y se me ocurre que, por eso estas acá, burlándote del allá incluso después de haber partido, para mostrar la diferencia de los mundos, del mismo modo que nos mostrábamos la colección de héroes de la Legión Extranjera
Acá estabas vivo, lo estaba yo y ni tu padre ni nadie se hubieran atrevido a decirnos que luego estarías allá, devorado por el virus, del otro lado.
Tu rostro. Como de luna con gastritis; pálido y arrugado; los ojos lodosos, con un brillo oscuro, como de cloaca y ¡la boca! Se te deslizaba sobre el mentón como un trozo de asado que no acabas de morder. Olías a naftalina y cada vez que te reías yo me creía que sería tu último aliento. Y sí, decime que no te hago ningún favor al recordarte allí postrado. No te lo hago no; a mí tampoco porque la tristeza me chorrea por el cuerpo – más pegajosa que el sudor de una carrera en pleno verano a campo traviesa. ¡Cómo nos gustaba esa frase! Sí; “a campo traviesa”.
¿Y para qué volvés?
¿Quién te dijo que me pondría contento? Me tienta levantar los hombros como lo hacía la Marta. Decía “a quien le importa” encogiendo los hombros y seguía fumando su porro de cada tarde. Me tienta pronunciar tu nombre y tu recuerdo, presencia de duende acá y allá e inclusive después del baño de inmersión.
“Fuera bicho”, espectro, ente; pero regresa pronto que te extraño.
Y, ¿para qué?
Ya se que no vas a contestarme porque tu presencia no es lo que se dice muy comunicativa. Te me apareces como si tal cosa, pero las palabras las tengo que decir, buscar, contar y recordar yo solito. No hay derecho.
Llevo siempre conmigo la calcomanía de “El renegado”. Me pincha en el pecho; está un poco ajada, pero me recuerda tu dedo índice en mi omóplato, o será que me estás queriendo y las camisas ya no son las de antes. No te concibo en el paraíso. Sería genial que conversáramos sobre algo tan gracioso. No obstante, no acierto entender y estoy seguro de que allá para vos, el planteo será exactamente el mismo; demandarás una respuesta; qué sentido podría tener que antes estabas, pero ahora no y, sin embargo, quizás no estás muerto ahí donde estás. Nunca será otra vez el Negro quien te descubra. No regresó de su abrupta carrera escaleras abajo, terraplén, porrazo entre las vías y qué suerte que ya no pasaba el tren porque la contusión lo mantuvo internado dos días. Estabas en el cuartito del fondo, gastado, los brazos colgando, la lengua fuera de sitio. Con ese perfil desconcertado y en lugar de los ojos parecía haber dos cavernas; dijo que levantaste los dedos índice y pequeño pero que no parecían dedos sino fósforos encendidos.
Acepto la oscuridad; me atrevo a ingresar en espacios inexplorados. Por eso te estoy hablando; estoy abierto, descontando nostalgias con tus pisadas, las mías y las del resto, dejando huellas en mis sueños. Quiero que te enteres sin demora que mis sueños no tienen la propiedad intelectual de tu existencia; allí e implícitamente quizás, respiras todavía y también claro, padeces. De otro modo, pero no menos que de este lado. Es un allá con subterfugios me imagino; lo imagino a causa de la conciencia que me acompaña aún dormido. Me hace pensar y entonces, me pregunto, ¿no estaba dormido?; vos estás siempre, como sea, allá, aunque dónde, allá pero no sé hasta cuándo.
De qué manera abordarlo, digerirlo, componer los fundamentos enumerando los instantes de conciencia, que no te percibo como un fantasma; es diferente, aún allá, a un lado y de aquel otro, latente, pero imagen, sonido: tu padecer ahogándote, atornillado a un tiempo pasado; veinte años atrás, ese mi recuerdo de vos; así hoy, así vos
En cuanto se apague la luz, ¿qué ocurrirá con mi nostalgia?
La estación vieja sigue ahí, impávida, vacía, gris; a merced de los instintos, del código común que un movimiento, tal vez con unos pocos pasos obtendría, hasta entender que ser me involucra a mí, así como soy, en la cornisa del edificio más viejo y realizar otra lectura, proponerlo tercamente: escarbar en los intersticios nocturnos, hasta obtener el conjuro fascinador.
Si cabe la posibilidad, renunciar a esa dirección que antes me guiaba en pos de las ausencias, la incredulidad y las nomeolvides y las ciencias oscuras. Creo que aún vivís, que los agujeros en los corazones son metáforas; desistiré de encender velas porqué no conozco las fechas claves; eso no es para mí. No encajo. Apenas me alcanza la sabiduría y entonces, alcanzar las esquinas me conforma al igual que vos reivindicas los rincones otorgándoles sentido, desgastado pero libre, reciclándome, resignado y agradecido de que te perciba tan presente; allá donde las cadenas que te sujetan, de todos modos, te permiten asomarte a este lado. Me necesitas, lo sé y el mulato también; imprevistamente te apareces en cualquier parte o sobretodo en el terraplén de los “cambios de figurita” e incluso después en la pieza de Ciro, con los acordes de Báez o las páginas re leídas de Julio; la tristeza oscura se me deshace al presentirte y borra de mis recuerdos tu lividez y la helada sensación de fragilidad que transmitía tu cuerpo asediado por el virus.
A pesar de todo, me hace bien tu estadía de gasa; impugna aquel dolor de antaño cuando tu estar material se desvirtuaba horriblemente: casi estoy aguardando que aparezcas con una de esas máquinas del tiempo en tus manos y te cagues de risa mientras decís, “relájense, acá estoy”
Implícitamente, anhelar ser los mismos de allá lejos y rebobinar los días hasta alcanzar la previa del virus ese que lo desgració; la tibieza de las colillas brillando como estrellitas en el piso recién encerado de la abuela Corina, la primera seca o el torso mojado chorreando cerveza. La mirada perdida pensando en Raquelita. Y esos ojos – venosos y húmedos – los suyos tan abiertos como vacíos.
Tendré la angustia de quedarme con estas tantas palabras en el pecho, una tras otra, para los ojos de no se quién, a modo de puente, que de pronto me apacigua al repetir viejas frases de propaganda barata. Me rearmo por vos, en el caso que algo y ningún tercer elemento intervenga en nada; finalmente desistiría de estos encuentros, o tal vez sencillamente palparía la evidencia de que nada era real. No importa.
Era necesario que atestiguara antes de seguir y de nuevo dormirme y luego despertar al igual que otros seres, ejercitando el mundo de este lado. Dejar de pensarlo presente, porque todo sigue y en el futuro reabriré la caja de Pandora y regresaré a las imágenes, las voces; él repitiendo una y otra vez en mi oído derecho que me necesita, fumando recostado entre dos rieles y yo sin poder contribuir en nada a su regreso. –
@derechos reservados
Adriana Mónica Lamela
sábado, 8 de julio de 2023
EL ANCIANO DEL PUENTE de Ernest Hemingway
Mi misión era cruzar el puente, explorar la cabeza de puente que había más allá, y averiguar hasta dónde había avanzado el enemigo. La cumplí y regresé por el puente. Ahora había menos carros y poca gente a pie, y el hombre seguía allí.
-¿De dónde viene? -le pregunté.
-De San Carlos -dijo, y sonrió.
Era su ciudad natal, por lo que le llenó de satisfacción mencionarla, y sonrió.
-Cuidaba de los animales -explicó.
-Oh -dije, sin entenderlo del todo.
-Sí -dijo-, ya ve, me quedé cuidando de los animales. Fui el último que salió de San Carlos.
No tenía pinta de pastor ni de vaquero, y tras observar su ropa negra y cubierta de polvo, su rostro gris cubierto de polvo y sus gafas de montura de acero, dije:
-¿Qué animales eran?
-Animales diversos -dijo negando con la cabeza-. Tuve que dejarlos.
Yo estaba contemplando el puente y el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro y me preguntaba cuánto tardaríamos en ver al enemigo, y todo el rato estaba atento por si oía los primeros ruidos que delataran ese misterioso suceso denominado contacto, y el hombre seguía allí sentado.
-¿Qué animales eran? -pregunté.
-En total tres clases de animales -explicó-. Había dos cabras y un gato y cuatro pares de palomos.
-¿Y los ha dejado? -pregunté.
-Sí. Por culpa de la artillería. El capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.
-¿Y no tiene familia? -pregunté, vigilando el otro extremo del puente, donde los últimos carros bajaban deprisa la pendiente de la orilla.
-No -dijo-. Sólo los animales que le he dicho. Al gato, naturalmente, no le pasará nada. Un gato sabe cuidarse, pero no quiero ni pensar qué va a ser de los otros.
-¿En qué bando está usted? -le pregunté.
-Yo no tengo bando -dijo-. Tengo setenta y seis años. Llevo andados doce kilómetros y creo que ya no puedo seguir.
-Este no es un buen lugar para pararse -dije-. Si puede llegar, hay camiones en el desvío a Tortosa.
-Esperaré un poco -dijo-, y luego seguiré. ¿Adónde van esos camiones?
-A Barcelona -le dije.
-No conozco a nadie en esa dirección -dijo-, pero muchas gracias. Se lo repito, muchas gracias.
Me miró sin expresión, cansado, y a continuación, necesitando compartir su preocupación con alguien, dijo:
-Al gato no le pasará nada, estoy seguro. No hay por qué inquietarse por un gato. Pero a los demás, ¿qué cree que les pasará a los demás?
-Bueno, probablemente tampoco les pasará nada.
-¿De verdad lo cree?
-¿Por qué no? -dije mirando la otra orilla, donde ya no había carretas.
-Pero ¿qué harán cuando empiece el fuego de la artillería, si a mí me dijeron que me fuera por culpa de la artillería?
-¿Dejó abierta la jaula de los palomos? -pregunté.
-Sí.
-Entonces saldrán volando.
-Sí, seguro que saldrán volando. Pero los demás. Más vale no pensar en los demás -dijo.
-Si ya ha descansado, yo si fuera usted me iría -le insistí- . Levántese e intente andar.
-Gracias -dijo, y se puso en pie, avanzó haciendo eses y volvió a sentarse sobre el polvo, dejándose caer.
-Yo sólo cuidaba los animales -dijo sin energía, pero ya no hablaba conmigo-. Sólo cuidaba a los animales.
No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que sus aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era toda la buena suerte que tendría aquel hombre.
lunes, 26 de septiembre de 2022
El color de los cardos
¿Desde cuándo no despertaba? No lo recordaba. Me sobra la memoria de los recuerdos infantiles y se repite en mi mente la imagen de un patio familiar, con árboles frutales y hasta un sauce llorón. ¿Desde cuándo estaba allí, tendida, al pie de una pared semi derruida?
Posiblemente me desmayé mientras buscaba hongos o perdí la noción del tiempo cuando me detuve a contar los cactus de flores amarillas. No eran muy comunes en aquellos sitios, pero lo digo por costumbre porque en realidad ese lugar no se parecía al escenario del que hablo: un lugar rocoso, cárdeno y abierto. El vacío que me parte el pecho me recuerda que alguien me tomaba de la mano no hace mucho. O tal vez sí porque, aunque estoy segura de ser yo, no me parezco a mi —¿Por qué pateas? –escucho en mi cabeza—Es una voz pastosa y agitada. —No quiero —digo en voz alta – cierro los ojos porque alguien me escupe.
Ahora no deseo saber. En mi cabeza hay un monstruo espantoso que me lleva en sus brazos tatuados con ojos de gato. Silva. Silva y galopa. Y sin decir ni pío se esconde en el monte y un momento después regresa con unas ramas de hojas rojas.
Esa muchacha; tampoco es tan distinta. Simplemente lo percibí más tarde. Esas ramas de hojas rojas, con sus pulposas espinas, tan afiladas que nadie se atrevería a tocarlas, chispeaban en el aire. Una noche, la vi plantando salvias en el jardín; eran hojas provenientes de la granja del abuelo – siempre decía que, si plantabas salvias a medianoche, cada hoja crecida sería el latido de un pájaro antes de su primer vuelo. Unas cuantas piaban, otras silbaban y otras espantaban las moscas de los ventanas y la muchacha recitaba las nanas de la cebolla. Si pego mi oído al suelo, puedo oír claramente aquellos versos …” Vuela niño en la doble luna del pecho.
Él, triste de cebolla. Tú, satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre”
Hubo en aquel momento una gran tormenta: y dos extensas vigilias. Alguien llamaba detrás de las cortinas del baño. Era un rumor vacilante, hueco. La muchacha se miró al espejo – yo sólo mi vi a mí misma.
Ahora me encuentro aquí, en el monte bajo, ardido de pastizales. Es un misterio el tiempo transcurrido desde mi regreso. Uno y otro – el tiempo y el clima - envejecieron mi aspecto. Quince temporadas de mi biografía son de nadie. Bebiendo las palabras. Nada me ampara, menos el gris desmedido del fuego extinguido y la suciedad de la tormenta. He perdido el alma en un monte de silencios. Si soy una muerta, acompáñame; responde con aquel rumor hueco del suelo: caeré fuera del mundo. Todavía conservo el perfil de antaño; no estoy tan marchita. Bobamente me inclino en el borde de la meseta. Laboriosa, con la incongruencia de estar ahí sin apenas estar. A solas, con la excitación que te empujó allí mismo una noche de setiembre y se impregnó entre los pastizales que escupo, floja como un hoja de salvia impúber, merodeando las bardas en las que nadie me descubre ni me sospecha, ni recuerda mi torpeza.
(finalista certamen Mis Escritos Cuento 2021)
viernes, 17 de junio de 2022
La insensibilidad de las piedras
No es un buen día. Otra vez, las nubes se ciernen sobre la ciudad; corre un viento helado y yo, bajo por las sendas y los escabrosos terrenos de la meseta. La arboleda rebosa incansablemente de este lado de la barda, dueños y señores de su pequeño reino. Flota un polvo batido. Olfateo la breña y observo a lo lejos las edificaciones urbanas; así me gusta, que sean lejanas. No las necesito y no me necesitan. No reniego de lo urbano; la urbanidad es un mal necesario e inevitable, como las sombras y los pinchazos de las matorrales en las piernas. Una posibilidad forzosa andando aquellas pasajes glaucos. Recorrí el refugio de la Calina del Espejo, polvorientos pasos de absoluto silencio, apenas interrumpido por el trinar de algún pájaro. Alguna rata de ojos invisibles y enjutos cactus, descalabrados por culpa de una frugal claridad, obligados a seguir la senda de la luz. Me satisface hacerlo.
El depósito de la compañía de electricidad emite ondas
delirantes. Alrededor abundan vegetaciones que parecen espadas abiertas; hojas gruesas,
rayadas y de más de un metro de alto que desentonan con los muros pálidos. Me
quedé allí un buen rato, tanteando, registrando, todos los ruidos y también el
silencio. Ahora, ya hace horas que estoy de vuelta: en la calle se percibe el
aliento de la lluvia. Tengo sed y me late
el ojo derecho. Un latido violento. Es un gran malestar y estoy hinchada. Eso
es muy raro porque acabo de caminar más de diez kilómetros.
Ayer por la tarde desperté de una larga siesta con un pequeño
zumbido en el oído izquierdo. Bueno, acaso
valga la pena despertar zumbando de un largo descanso como ese. No me preocupa
en exceso, pero, lo he consultado en línea y son tantas las causas. Decidí
quedarme con la conclusión – suele ser normal –
El mundo necesita normalidad. En eso me concentro mientras
viajo en el colectivo hacia el centro. Observo a mi alrededor; otras personas
como yo, normales. Sus perfiles o su nuca, su vestimenta y me pregunto por sus
destinos. Al llegar al mío, la rampa de hormigón que sube hasta el edificio
apesta, a pis y a lavandina. Debería estar acostumbrada. Debería... Echo un
vistazo a los alrededores. En aquel sitio, lo raro es que huela a otra cosa, de
todos modos. Mariano vive en ese lugar desde hace seis meses. Cada día que voy,
tengo que sacudir hasta los pocos cubiertos que se pierden en un cajón. Presiono
mis puños en un gesto de fastidio y lo llamo.
No responde; esta dormido, boca abajo, atravesado en la cama.
No me animo a despertarlo. Reitero su nombre un poco más fuerte y entonces se
ladea y me mira: —Si —murmura— qué haces … ¿qué haces? Sólo eso puede decir
después que llego desde tan lejos —Te traje una radio - le digo. La ubico sobre
el piso (allí sólo hay un colchón y alguna otras cosas) Aparte, unos libros
maltrechos, papeles y lápices, algún que otro vaso, plato. No hay mucho más que
él y su soledad en ese departamento.
Quiere seguir durmiendo. Me siento junto a él y le tomo una
mano. Cierra los ojos. — Hace mucho que no vienes — susurra. No sé por qué lo
dice; sólo hace dos días que vine por última vez, aunque me fui repentinamente
y muy asustada. Sus ojos estaban rojos aquella vez; y la cama olía a naftalina.
Se acerca y se encoge. Quisiera estar en la Calina del Espejo, en ese mundo
vegetal y apacible
—¿Quieres comer algo?
— pregunto — Te traje unas papas al horno con patitas de pollo. —Que bueno
—dice él, aunque sigue allí acurrucado con la cabeza bajo la almohada. —¿Ha
venido la asistente? ¿Te dejó alguna indicación? No he podido llamarla. Eso es
verdad; no pude encontrar el maldito teléfono (en algún lado estará anotado,
vaya a saber dónde) Levantó el brazo izquierdo y señaló hacia abajo. Debajo del
colchón, encontré una carpeta con algunos papeles y dos recetas. La asistente
que lo visita es una vieja amiga. Él arrima la colcha y parece querer continuar
allí, acurrucado. Suspiro; quisiera
dejarlo así, pero no lo hago.
—¿Fuiste a buscar la medicación? —
No me contesta y estoy a punto de decirle que ya estoy harta.
Pero, en lugar de ello, le digo que iré a la farmacia. Estoy serena. No quiero
que esto me altere. Me incorporo y voy hacia la puerta. El aire apesta a cloaca,
pesado, y ondula con una melodía ruidosa de bachata. Estamos en otoño, la
farmacia está cerca. Ya estoy de regreso; apenas tardé hora y media: la cola
para entrar era de quince personas (maldita pandemia).
Salvando el vidrio empañado del ventanal, se ve llover la
tarde. Allí hace calor; la luz es apenas un manto grisáceo. Se ha dormido y su
respiración es ruidosa y desprolija. Continúo molesta con él, pero quizá la amistad
es más urgente. Al menos para él. “Por
qué no luchas”, le manifiesto en silencio. Salgo al aire libre y camino
lentamente. No recuerdo cuando empezó todo esto. Me cruzo con un gendarme. Es lindo,
pero ahora sólo puedo pensar en mi escepticismo. Voy hacia la parada del
colectivo; tengo que saltar varios charcos. Me divierte. Me sana. Si no consigo
dejar atrás la angustia, no podré dormir esta noche. En aquel tiempo, cuando todo empezó, estaba
más equilibrada, tenía apoyos. Lo veía tan
seguro de sí mismo, tan sereno. Recuerdo todo lo que ha hecho, sus movimientos,
incluso sus pequeñas caídas. Creo que vomitaré. Es más: anhelo volver a los 17,
cuando vomitar era sólo por haber tomado muchas margaritas con alcohol. Ese es
su espacio. La estupidez de los adolescentes que se creían eternos.
Entonces así es como son las cosas: ahora vomito después de
cada visita, luego de retirar sus medias sucias, sus remeras transpiradas y sus
miserias con mi endurecido carácter, rumiando la mugre. Llorando por las veredas,
de ida y de vuelta, mientras él suda en su cama virulenta. Y yo a revestirme de
paciencia. ¿Qué fue lo que me conquistó de él? Tal vez su exquisita
sensibilidad. O su alma anochecida. Aterrizo en la hora del remordimiento, sin
palabras.
No tengo tiempo de pensar en ello; tengo que soltar,
mantenerme al margen de su drama. Eufemismo. Baile de máscaras que se muestra
en las entradas, que a su vez solapan la noche. Puerta cerrada. Es todo
impresentable, nada está en su sitio. Retazos de otra noche de insomnio. He
tratado de dormir sin pastillas, pero sin éxito. Voy de un lado a otro. Un par
de veces abrí las ventanas, y lo único que entra es el trino de los pájaros mañaneros,
como si mi cabeza fuera una gran jaula sin barrotes. Cierro
las ventanas, y el cuarto vuelve a asfixiar. Por momentos, me levanto y tomo agua del
dispenser. La idea es caminar. La idea es encontrar el sueño. La realidad me
encuentra, tomando, bebiendo agua y píldoras para dormir. De esta manera me convenzo
de ser una heroína. El verano está en su
última etapa, hay hojas moradas del ciruelo por todas partes; el viento las
desparrama como si fuera un enamorado preparando el camino de su amada; el sol
charola las paredes y revela el polvo en los quicios, en las tapias y además,
me hace llorar. Hace un rato llamé a la
asistente de Mariano (si, encontré el teléfono) y quedamos en vernos dentro de
una hora en el Parque del Sur… caminar es un buen ejercicio; más si hay que
hablar de muerte.
Invento escenarios: fingiré que estoy enferma, diré que se me
hizo tarde… ¿Cómo estará? Y si digo basta y agoniza solo, allá en eso oscuro
antro del bajo. No, nunca me lo perdonaría. Su existencia quedará vacante. Su vida
está ya vacante ahora; yo soy un motivo, no un medicamento. Huiré; cerraré la
escotilla, como si fuera un submarino y me sentaré a escuchar los éxitos de los
80 con los piernas cruzadas en actitud de meditación, con los ojos cerrados e
invisibles velas alrededor. Recogeré las
píldoras y las echaré en el inodoro. Después iré a cortar rosas en el jardín. No,
rosas no, tallos, para sembrar con papas en todas las macetas vacías. Y el estará
en coma. Pero estará vivo. En las
historias de muerte clínica refieren que “es un estado en el que solo quedan
unos minutos antes de la muerte real de una persona. En este corto tiempo, aún
puede guardar y devolver al paciente a la vida”. Volverá; en el preciso
instante en que yo esté a punto de abrir la puerta de la habitación, vestida como
un ciclópeo dragón de trapo. Mi cuarto es el único escenario, finalmente.
Continúan los gorjeos y silbidos, fríos. Quizá no estoy realmente aquí. Vela, cenizas,
banderas marinas, focos, una esterilla. Todavía respiro detalles, graciosos, es
muy raro, la asistente sentada sobre el césped. Que me aleje de esta pesadilla y
que no, no vuelva.
Al principio era todo más fácil. “Esa maldita enfermedad,
deberías ver, tanta gente en la misma, aunque es de la única manera en que
puedes soportarlo”. – Tranquilo Mariano, también es mucha la gente que lo
supera”. – Estaré allí, no te preocupes y saldrá todo bien.
“Es difícil; sin trabajo. Sin resguardo médico” ... Es
injusto. Uno no elige la ocasión. Y ese ser humano promiscuo y agobiado, se va
cayendo de la cornisa y sólo lo puedes ver caer. Más nada. Y una se cree hada
madrina, con varita en lugar de curitas y galeras con conejos en lugar de
heladeras con suero. Y no eres un ser humano promiscuo y agobiado; eres algo
diferente. Un capullo de lirio
Esto es lo más delirante que puedo ser. O no puedo. Parpadeo.
Saco el paraguas del ropero y lo guardo en la mochila. Hay lluvia en el aire. Y
también vacío. —No me mires así —me dice cuando llego. —¿así cómo? —digo. “estas
enojada” y lo dice como si creyera que es absurdo. Realmente estoy furiosa; busco dentro de mí
misma, para ver si encuentro una imagen que me libre de decir lo inaceptable. Pájaros
en jaulas sin barrotes, los caballos en su establo de alfalfa amarilla, la sensatez
de algo, no, ¿qué hay de los gusanos?, reptaban; casi podía verlos en el
interior de su boca. Los libros de arte,
sacudiéndose el polvo como momias locas, no son de gran ayuda. Doy vueltas el
sitio, sacudo, unos pocos chirimbolos, la maceta con una escuálida lengua de
suegra. Con la estufa, tengo que luchar un poco más. —Oye —me llama—, estos
silencios me atormentan. — ¿qué silencios? - pregunto. — No hay palabras que puedan
llenarlos de todos modos; mejor me hago la distraída. — Eres tú el que me
atormenta, con tu descuido y tu insensatez. Por qué no puedes blandir tus
defensas, en lugar de hundirte. Lo fácil es de cobardes. — Mis defensas son las
que aún me mantienen de este lado del mundo. Lo miro. Tengo frío de pronto.
Mucho y no puedo contestar. No, no, no es culpa suya; es su identidad. Tengo
que aceptarlo, y aceptar mis escalofríos. Algunas veces, quisiera sonsacarle
una explicación, un porqué, pero no estoy segura de querer saber. Me siento apenas
como una buena samarita en estos momentos. Tengo la espalda agarrotada. Él es excesivamente
obstinado. —Tengo que volver a casa. No está dispuesto a dar la batalla, no
cree en milagros (dijo desde un principio) y prefiere los finales súbitos. Salgo
y el sol me atraviesa las sienes; olvidé que el amanecer allí apura laos
frentes del edificio. Una vez más florecen los límites de la ruta. No hay ni un
solo auto. Mis pies se avanzan flácidos... Se que no puedes entenderlo —dijo
él—. Todo lo pones por las nubes. —Ni un pestañeo. No se burla. Dice también
que poseo una difícil y oportuna ceguera. —No puedes hacer desaparecer la crueldad
de la vida —dijo también. Tenía la cara hinchada, gris, una confusión de barquito
de papel hundiéndose en el agua. — Te he amado toda mi vida —. Se muerde los
labios y se recuesta sobre las almohadas, su expresión cruda, impenetrable. Tal
vez creía que yo no lo había notado. Confía en el perdón, no lo repetirá. Un
dolor tan grande sólo se nombra una vez. Sin embargo, decirlo abrió un puente
hasta el hueco del alma. Que cosa puede hacerse,
que nadie opine sobre lo que significa, ya no hay una oportunidad. Si
pudiésemos: le propondría un pacto, un coqueteo, él no lo tomaría en cuenta, lo
interpretaría palabra por palabra. “Nunca fue necesario”. Negaría, me miraría
con esos ojos grandes y vacíos…
Una vez en el colectivo, me noto pesadamente transportada, cuadra
por cuadra. Me bajo en el Parque del Sur, camino directo a la zona de la planta
eléctrica; allí están los espinares de la meseta, que solos y a solas siempre,
han ejercitado la insensibilidad de las piedras. Ascienden
calladamente, haciéndose sombra a sí mismos, poquedades, imperceptibles, chaperones
de sí mismos; anodinos. Y después de mirarlos largamente, me pregunto cómo
duran, cómo lo hacen.
Año 2022
@derechos reservados
jueves, 20 de enero de 2022
Un silencio abrumador
Se percibió encerrado e inmóvil. Amordazado. Sólo se
oía el jadeo del silencio. Era de noche; o estaba ciego.
¿Quién es él? No sabe. Palpa las paredes con la
punta de sus dedos. Rugoso; tibio. De cuando en cuando parece inclinarse. Sólo
un poco. A la izquierda; a la derecha. Cerró los ojos. Siente náuseas. Se
endereza. Es decir, percibe un movimiento que lo endereza.
Abre los ojos. Nada. Ha olvidado incluso su rostro. Lo invade el
absurdo: tal vez no tiene cara, ni nombre. Es un NN. Una sombra; un espectro.
Decide ilusionarse.
Decide que tal vez ha perdido la memoria. Amnesia.
Desmemoria; sólo eso. Decreta que es más fácil creerse desmemoriado que
figurarse un NN o un fantasma. Sin embargo, las náuseas siguen ahí. El
movimiento a la izquierda; a la derecha. Girar no le asusta; no tanto. Pero
tumbarse sí. Le causa pavor. El movimiento es suave pero constante. Ahora la
sensación es que los ojos se le han ido al pescuezo.
¿Y si aquel espacio está varado al borde de un barranco?
Se despeñaría. Y él no lo podrá ver. No podrá tener siquiera una noción del
vacío. Luego, es consciente que podría no despeñarse; que quizás ya está en
algún agujero. ¿Eso es un atenuante? Para nada; el espanto es el mismo. Sin
embargo, si no se tumbara más profundo, significa que estaría en algún sitio
llano. Lo único que puede movilizar son sus ojos. A la derecha, a la izquierda.
Arriba, abajo. Pero no puede ver más que negros difusos. O sí. Puede ver hacia
adentro, sin trabajo de iris o pupilas. Sólo ahí se siente a salvo. Dentro de
sí mismo. Y cierra los ojos otra vez; siente que allí hay luz.
Abre. Pestañea. Levanta la cabeza con gran esfuerzo.
Quiere ver sus pies. Pestañea varias veces intentando aclarar los negros. En
busca de una pizca de nitidez. Casi no los distingue, pero se percibe descalzo.
¿Dónde habrá dejado sus zapatillas? O zapatos. Tal vez se hallaba descalzo
porque no tenía calzado alguno para ponerse.
Distingue una línea, dibujada con alguna clase de
pintura fluorescente. Una línea brillante, divisoria. ¿Qué función cumple ¿Qué
divide? Como sea, es un dato. O algo. Luego, se le ocurre que podría ser un
símbolo comunicante. La única posibilidad de lenguaje cercano puesto que el
universo todo parece haber enmudecido con él. Callado, aunque oscilante. A la
derecha; a la izquierda. Un vaivén que no cesa. Ahora al menos puede ver la
raya. ¿Y a él? ¿Alguien lo estará observando? O quizás nombrándolo. Teniendo en
cuenta sus elucubraciones de NN de hace un rato, saber eso sería un gran
alivio.
Acaso estaba soñando. Abre los ojos. Cierra los
ojos. Todo igual. Fantasea con algunas ideas. Si acaso nadie apareciera y lograra
descubrirlo allí, encerrado, amordazado y sin luz, donde sólo se ve a duras
penas una línea fluorescente bajo sus pies. Entonces, moriría.
Tal vez – si acaso soñaba – de un momento a otro despertaría
en su cama, disfrutando el sol que entra por la ventana de su hogar. Su hogar.
¿tiene un hogar? Con ventanas, puertas, baño, lo habitual. Pero no sabe. No lo
recuerda. ¿Y quién podría aparecer? Si él mismo nada sabe sobre él mismo; tal
vez tampoco habría alguien que supiera de él, que pudiera identificarlo.
Tiene las manos agarrotadas; por más que se
esfuerza, no logra estirar los dedos. Regresa el pensamiento a aquella línea
fluorescente. No sabe si es natural o artificial. En esa posición; en aquella
condición de faraón momificado ¿cómo saberlo? Incluso él; ni siquiera sabe si
él es o apenas alcanza el rango de criatura ficticia o de aparición. Suplica; reza – nos enseñan a orar desde
pequeños y nos queda la impronta grabada como la marca en el ganado – y luego exige
a la memoria que le devuelva los recuerdos, los registros. Necesita
desesperadamente que lo rescate de tanta elucubración dañina.
Allí donde intuye el final de aquel espacio, los
dedos de sus pies se van quedando casi sin sensibilidad ni movimiento; un aire
helado persiste en inmiscuirse desde alguna parte. Una imagen húmeda; de légamo
o fango, se le instala en la mente y se concentra en no perderla. ¿Está
alucinando o es un paso de su memoria en busca de razones? Pozos; cavar.
Excavar. Cueva; gruta, caverna o tal vez yacimiento. Yacer en el fango. Sí,
eso. Fango; no tiene idea porqué esa palabra se le enciende en la mente como un
letrero luminoso. Lumínicamente oscuro. Se angustia. Una sensación horrible de
angustia le revuelve las tripas al decir – pensar en – “fango”. ¿Por qué es? Ni
un atisbo de explicación. Nada. Desearía ahora mismo calzar unas zapatillas; nuevas,
viejas, agujeradas. Duras, no importa. Algo en sus pies. Cuyos cordones las
amarren fuerte; altas hasta el tobillo. Que le brinden calor y lo protejan del
fantasma de la insensibilidad. No importa si no camina; lo mantendrían
calentito. Tal vez le darían firmeza para evitar las náuseas cuando sobrevienen
las inclinaciones. A la derecha; a la izquierda. Hay instantes en que presiente
que se irá de bruces. Pero no; regresa siempre a la posición inicial. ¿Borde? ¿Abismo?
Le asusta pensar que de pronto aquel movimiento pasara de noventa grados. Con ciento
ochenta definitivamente le quedaría la nariz en mitad del fango; oliendo la
fluorescencia de la línea sobre la cual – hipotéticamente- está parado. ¿Y si
lo absorbiera? ¿Si aquella fluorescencia horizontal se lo tragara?
El no lo sabe – sólo ustedes y yo – pero está
entrando en pánico. Otra vez sus manos intentan aferrarse a la superficie en
que se apoya o que lo sostiene. Como sea. Siente que sus manos se hunden. La
línea se mueve. ¿Se está riendo? La línea se está burlando de él. Ella hace
imposible que el espacio sea una superficie clara. Los espacios cerrados se
pueden abrir. Ella – la línea – dice que no. Afirma con su risa que el espacio
no se abrirá. Aquella divisoria fluorescente convierte el espacio en una profundidad
que asfixia. ¿De dónde vendrá el aire? Y
tiembla, de frío, pero también de miedo.
Tal vez fuera mejor dejarse caer. Descolgarse del
mundo hasta el último abismo. Besar el suelo en su negrura más auténtica. En su
vigilia; su sosiego. Justo en brazos del comienzo que es a la vez, desenlace.
Reiniciarse; reciclarse en el final. Todo de una sola vez. Útero, placenta;
agua. Vientre materno. Descender hasta la evocación primera de uno mismo, aun
antes de la concepción. En el tiempo del amor; los deseos.
“¿Fui producto de la
pasión o el capricho? ¿Del deseo o el apetito en bruto?”
Decide optar por la pasión. Se siente mejor. Decide
subsistir en ese existir que ahora desconoce y teme porque alguien quiso y
deseo que existiera. Una madre; un padre. El seno familiar. El barrio; la
ciudad, el pueblo. Basta. Necesita parar la máquina de ideas; está agotado de pensar.
Regresa a la línea fluorescente. Ella es el límite.
De un lado él; del otro lado el mundo. Diferentes: La línea, el mundo, él. ¿Dónde está el mundo? El mundo ya no es
mundo; es sólo polvo. “De polvo somos y
al polvo volveremos”. Fue entonces desterrado del mundo y hundido en el
polvo.
Luego, se observa polvo y sólo esa línea grosera lo
mantiene sobre un borde. ¿Es el borde del mundo o del abismo? El es humano. ¿Lo
humano tiene más valor que la imagen? Sí. Claro que sí y entonces, ¿porqué
aquella línea absurda parece burlarse de él? ¿Por qué lo ridiculiza? Desconfía
de aquella realidad; tal vez es sólo un mal sueño del que no puede despertar.
Es sólo un engaño para facilitar que el polvo sea otra vez su mundo y lo
rescate. Un engaño para que el polvo lo absorba sin piedad. ¿Y por qué el polvo
lo prefiere más que el mundo?
No sabe la respuesta, pero sabe que si lo supiera sería
el rey de los sabios. Sin embargo, tampoco ignora todo. Probablemente debe
deshacerse de la impaciencia. Aguardar el nuevo día. Después, con seguridad,
ocurrirán varias situaciones. Una de ellas será que algún otro ser humano dará
con él, tarde o temprano. ¿Qué pasó? Lo interrogará. ¿Cómo terminaste aquí?
Solitario; amordazado. ¿De dónde vienes?
¿Cuál es tu nombre? Cavila en eso. Supone. Solloza; como un cachorro
perdido. Chilla a la manera de un mono enjaulado que cree que con sus chillidos
logrará que lo liberen. No hay cielo ni suelo reconocibles. Apenas esa
superficie tibia y rugosa de la que se despega cuando se inclina. A la derecha;
a la izquierda. Solloza como un niño perdido.
¿Quién lo ha odiado tanto como para abandonarlo a
esa pesadilla oscura así de solitario, inmóvil y enmudecido? Esto enardece su
bramido. Alguien; alguien tiene que registrarlo. Alguien lo aguarda. Alguien lo
busca.
Alguien lo aborrece. No se lo pregunta. Afirma en
cambio una sucia probabilidad. Inequívocamente ausente; se le antoja distinto a
ser un muerto.
Considera esa posibilidad. Significa que aún hay
esperanzas – la muerte echa a la basura cualquier oportunidad -; considera la
eventualidad de observar y ser observado. Ahora más que nunca desea saber dónde
está. Quién es él y quién es el - ¿o la? -
responsable de ese miserable presente que lo esclaviza; lo condena a la
limitación de una marca insignificante más allá de su engañosa fosforescencia.
Tiene el poder de interrogarse y responderse; al menos considerar
posibilidades; eso es sinónimo de vida. No es un cadáver; los muertos no
descartan posibilidades. Luego, reflexiona y concluye en algo mucho más oscuro
y retorcido, ¿hay una sola manera de morir? ¿Será que apenas ha sometido a
consideración sólo lo conveniente? Qué tal si ese estado en que se encuentra
ahora mismo es una modo de morir que desconoce; así como desconoce identidad y
geografía. Solitario, amordazado e inmóvil allí en una dimensión que no le
resulta en modo alguno familiar.
Tal vez cuando el hombre muere no lo sabe al
principio; tal vez tarda un tiempo en descubrirlo. ¿Será este el caso? Para
responder tales interrogantes habría que saber lo que es la muerte. Y como para
saberlo hay que estar muerto, nada sabe él de tal cosa. Esta vivo y listo; y si
es así, puede libremente imaginar la muerte aun sin acertar en la verdadera.
Hay consuelo en sus conclusiones. Se hace amigo de las sombras. “No se preocupen por mí; sólo estaré aquí una
corta temporada”. Ellas lo ignoran. Como si lo real fueran ellas y no él.
Las sombras. Lo ignoran. No le importa. El no está muerto; no hay pruebas. Las
deja ir. Le agrada verlas pasar. Las saluda. Renuncia a la abundancia de
afirmaciones. Hay muchos testimonios de una enorme falsedad. No permitirá que
las sombras se burlen de él y pregonen cruelmente su paso al polvo. No es un
NN.
No llegó en vano a esa soledad muda e inmóvil. Fue
enviado a perseguir la muerte. Sin pelos en la lengua; sin rutinas. Y la
palabra rutina se extiende a rutinario; algo tan repetitivo que adormece.
Luego, parece que la línea fluorescente se convierte
en palabras "No eres cierto". Letras amarillas; las ve pasar como la
marquesina de un teatro. Stop. Letras verdes; una detrás de la otra, “eres una
ficción”. Una palabra, la última, “dead”. ¿Será ese su nombre? ¡No! Pero claro,
recuerda. Es inglés. Quiere un nombre. De que le sirve leer “muerto” en español
o en inglés. No resulta novedoso. Eso no le dice nada. Quiere su nombre; ¿acaso
en algún momento recordará su nombre? Al menos quien es, sea que se llame Pedro
o Juan de los Palotes.
Desplaza de un lado a otro la cabeza. Duele. No se
los he dicho pero ese dolor lo acompaña desde el inicio de este relato. Tiene
el cuello flojo; encogido. No es nada joven se le ocurre. No puede serlo con
ese cogote de gallináceo. Imprevistamente, reclamado por un pensamiento
reincidente, percibe un brillo blanquecino, intenso. Luna. Es la luna. Y es en
ese momento cuando procede de un modo absolutamente repentino y extraño. Eleva
con mucha dificultad el brazo derecho. Tapa sus ojos con la palma de la mano.
Aprieta con fuerza. Sin duda es un acto reflejo; ni siquiera imagina como pudo
lograr ese movimiento en esa posición; sin espacios. Quita su mano y abre los
ojos; descubre que puede observar el cielo desde una abertura mínima. Y ahí
está ella. La luna blanca y redonda. Respira aliviado. Siente que al mirarla a
ella – la luna – recupera un lugar en el mundo. La luna presente, reconocida;
ella y su nombre allí, con él. Una representación neta. Innegable e inmóvil,
como él. Allí encima de él percibe un rumbo. Un objetivo que, sin embargo,
proclama también su presencia efímera. Ahí, tan lejos y tan blanca, parece
decirle ella también “no eres cierto; apenas sucedes…y lo envolvió el silencio.
Estira los dedos que se le han agarrotado. Los apoya
en aquella superficie rugosa donde se apoya o que lo sostiene. Ya no importa y
rasguña con rabia y ofuscación. La proximidad de una revelación que no desea lo
ahoga. Preferiría seguir ignorante y desmemoriado. ¡Ay de los que sufren del
síndrome de presentir! Espantoso; más terrible que presentir será padecer.
Decide olvidar la luna. Ella también lo ha desdeñado. Se ha burlado de él. Baja
la vista y recuerda su nostalgia del calzado. Una puntada en el talón lo
regresa a este presentir terrible, donde sus pies están desnudos. Para que
calzarlos si donde parece que irá no necesita zapatos; ni zapatillas. Tampoco
pantuflas o similar.
Se le ocurre una frase adecuada para colocar allí,
por encima de su cabeza. “hombre muriendo
sin querer”. A la manera de una cruz de cementerio, pero con alma de
marquesina. Con letras amarillas. Stop. Verdes”. Stop.
¿Y su derecho
a réplica? “Quiero asentar una denuncia” ¿A quién? ¿Quién va a escucharlo?
Dios; El siempre nos escucha. Entonces una plegaria. “Padre nuestro – mío, que
ahora estoy tan solo – que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…” ¿y el
mío? ¿tendrá uno?
No puede describirlo, pero lo persigue la idea de
caer. Caer de boca; hacia abajo. O hacia arriba. Rodar de espaldas. Izquierda o
derecha. No sabe por qué, pero le teme a esa palabra. Al significado de la
palabra. Caer; rodar. Lo mismo. No quiere pensar en ello. Tampoco en el lodo,
ni en la descendencia, ni mucho menos en el idioma. Sin embargo, el término es
fuerte. Prevalece. Siniestro. Dejándolo entrar, permitirá que el resto también
lo haga: Identidad, légamo, frutos, desaparición, tierra. Revuelve en su mente
y se observa allí, naturalmente, en el lugar donde se encontraba antes. Antes,
boca arriba. Echado. En compañía de la
línea fosforescente.
Se reconcilia con él como individuo, desprovisto de
entorno. Nadie más. Desnuda cubierta de algún libro, su rostro suda allí debajo;
un “debajo” que es hipótesis. Tal vez está por encima, a un lado, del otro
lado. Tal vez detrás. Lo seguro es que frente a él esta la raya. Una luminosidad frontal con respecto a su visión,
pero de ubicación espacial incierta; tan incierta como la suya.
Y él cubierto de polvo. Tal vez sea esa su tumba.
Desamparado trasto humano. Estúpido decrépito abandonado allí junto a una raya
de colores. Un sujeto trágico. Un sujeto audaz novato trágico. Un sujeto audaz
novato trágico de ojos cerrados. Murmuras; soplas, chillas. Y de nuevo
murmuras. Observas; escuchas. Chillas. Descubres que hacerlo renueva tu energía
y posibilita que tus extremidades adquieran leves pero calmantes movimientos.
¿Quién es él? Desearía conocer su identidad; gritar
“soy tal”. Existo. Rechinan sus dientes y se siente vivo. Se mira su lado
izquierdo, a la altura del corazón. Habría
quizás una identificación. Por ejemplo, si fuera el conserje de un hotel o
embajador, o cartero o acomodador de cine tal vez. Tal vez es de esos sujetos
que colocan su nombre en las etiquetas de la ropa. O alguien lo hace por ellos.
Su identificación. Su. Pero nada. Ninguna marca; mucho menos su identidad. No hay
cartel. No hay identificación. No hay siquiera bolsillo. Tal vez no hay tampoco
un corazón. Ningún latido. Lo han dejado sin señas al borde de los 180º de la
noche. Y le viene un odio voraz. No puede menos que odiar. ¿Dónde están todos?
Tiene que haber “todos” o al menos “algunos” en su existencia. Una ella. Su
presencia, su feminidad, su aliento, su ausencia que es la de él. Ella no está
porque él no está. ¿Y dónde estará ella? O ellos, aquellos, unos o alguno. “Un momento”. Stop. Aparca el pensamiento
y abre los ojos observando los restos de la noche. “Eso es…”
El mundo vibra y lo sacude. “Vanesa”. Una cadencia de sílabas que danzan en su cabeza. Repican
como campanas en sus oídos. Vanesa. Ese nombre se le instala en la lengua y el
universo recupera el sentido. Lo asocia a su ser solitario y mudo y hasta
percibe el aroma de un perfume que destapa sus fosas nasales. Algo se expande
en su mente, como la corriente de un río. Una humedad que reniega de la aridez
que lo envuelve. Olfatea la escasez de lo estéril. Laderas rocosas. Hasta se le
antoja acacias espinosas; tal vez chumberas. Agostamientos. Desearía oler la
cercanía de un aguacero. Y lo único que no amaina es el recuerdo de Vanesa.
Chorrea en sus entrañas. Requiebro, chispa, brillo. Lo deletrea con la mente,
lo aprieta; palpa el nombre con sus ojos. Vanesa. Se abandona a la caricia de
sus letras en las pupilas húmedas. Vanesa es raíz y suministro de sus lágrimas.
Siente el peso de cada letra en sus labios, deja que entren y caigan en su
garganta. Vanesa. Condenada nostalgia, nostalgia bienaventurada. ¿Dónde está ella?
¿Porqué no acude en su búsqueda? Ni ella, ni otro, ninguno. En ese cruel
abandono odia ese nombre y todos los posibles nombres que atravesarán su
memoria en cualquier momento. Stop. “No
debo aborrecer los recuerdos”. Sería como morir antes de morir. Recordar lo
enfrenta con un padecimiento necesario. Lo aleja de sí mismo. Antes de rescatar
aquel nombre se hallaba solo, condenado a sí mismo. Aún no recuerda quién es él,
pero ya no sabe si desea recordarlo. En aquella soledad tan deshabitada de qué
podría servirle su identidad. Solo, alias nadie, alias Paco, Juan o Dionisio. A
él no le sirve para nada allí – sea donde sea- donde se encuentra. El está con
él; se dirige a él y para eso le basta con un yo. Sin divisiones no necesita
identificaciones. Lo que se refiera a los otros, esos, aquellos, algunos, etc.,
estorba. Son los otros. Sin embargo, “Vanesa”
es ella y con ella si puede hablar; recordarla. Extrañarla. Sólo a ella.
Pretende resistir la venida de otros nombres. ¿Para qué? Mejor quedarse a solas
con Vanesa
La memoria le abre otra vez una ventana; ve pasar allí
carteles, fotografías difusas, documentos - ¿actas? – impulsos, escaparates,
diarios, receptores y toda aquella marea de recuerdos dando cuenta de una
existencia
Baja lentamente la cortina negándose a ser arrollado
por tanta imagen sombría, obcecada, descolorida, troceada, ávida, arraigada.
Abre la boca; se asfixia; o le parece. Abre los ojos. Plagia las sombras. Las
convierte en duendes. Sale desconcertado de su gnosis. No recuerda la visión.
Mente y memoria en blanco. Ahora el todo ininteligible del espacio que se
reconoce como vacío lo acoge. Ávido de tinieblas. Vislumbra una figura
encorvada en la penumbra. Calza unos zapatones de payaso y algo similar a un
mameluco. Se acerca. Le besa la frente acariciándole la nunca. Sin una palabra.
Mudo. Pero en sus ojos hay una historia pretérita. Y él puede verla tan
claramente como si se la leyera. Habla del comienzo. Cuenta que existían tres
creadores que dieron vida a la tierra. Uno era ciego. Otro era mudo. Y el
tercero, sordo. El mudo había creado todo lo que emitía sonidos. El ciego había
dado vida al hombre y el sordo era el responsable de todas las catástrofes y
desgracias mundiales. Somos semejantes al creador sordo. Nos identifica – esto
dicen los ojos de aquella figura encorvada- y los otros dos son todo lo que
ningún ser humano es. Ser humano es ser extranjero en su propia tierra. Por eso
invocamos otros seres- superiores – que representan aquello a lo que aspiramos,
pero no somos ni tú ni yo. El Omnipotente sordo, se muestra tal como es; nos
manipula para imitarlo. Nos bautiza. Nos provoca; total, no oye. Sólo ve y
disfruta su obra en nosotros. Aquel extraño con zapatos de payaso le humedecía
los labios con una sustancia dulce y lo animaba. Grita, nomina, arriésgate.
Abre y cierra los ojos. La figura encorvada ya se ha
ido. Pertenece a una circunstancia que le es ajena. Incomprensible.
Y ahora allí; mudo, ignorante, solitario, anónimo,
huérfano. De todos modos, ya no sabe si quiere recordar. Aunque sospecha que
este abandono, este anonimato abismal es una provocación al recuerdo. Alguien
ha querido abandonarlo a merced de su historia. El deber de saber quien es. El
hombre con zapatos de payaso le dijo: que grite y se arriesgue. ¿Y cómo hará
eso si hasta su lengua parece ausente?
Ahora: le es imposible gritar, pero no recordar el
grito; lo intenta. Gritar, arriesgarse. “holaaaaaa…
¿alguien que me escuche?”
¿Acaso nadie se ha dado cuenta de su no presencia en? ¿Qué significa aquella
aparición circense sugiriéndole que grite, que se arriesgue? Infeliz
vejestorio. ¿No vio que soy como un saco de basura, mas sólo que él mismo en su
fantasmal esencia? Sin control, se muerde el labio inferior hasta hacerlo
presente. El es un ser inofensivo. Creyente en los valores y en la sabiduría de
los años. Anticuado, vejestorio. ¿Quién le había dicho eso? No lo recuerda,
pero si las palabras. Sí el tono.
Una porción marchita de su mente vuelve a él,
repleta de palabras, nombres e imágenes. Puede percibir cómo caminan en sus
neuronas; algunas saltan: Cacho; primo. Revancha, engaño. Envidia, rencor. Le
duele la cabeza. “Harán un trabajo
limpio; nadie sospechará”. Otro salto; un resbalón. “¿Hola Esteban, Cacho sí… vamos a ver aquel auto del que te hablé?”.
Silencio; la luna no se ve. Ahora sí los pies. Sucios. Y otra vez el cosquilleo
cerebral. Saltan ahora frases completas en su cabeza. Las oye como se oye el
agua de un río correntoso. A él le gusta ver el momento exacto en el sitio
debido, donde el río se funde en el mar. Suave; delicado. Las frases no. Son
como olas foráneas rompiendo en las orillas cuando hay tormenta. Estallan. “…salís del estudio y te paso a buscar” Chillan.
El agua, las piedras. Amontonamiento. Piedritas de colores, grises. Arena,
residuos. Légamo, mugre, polvo. Del polvo somos y al polvo regresaremos.
Despojado. Casi un NN. Abandonado en un espacio
limitado por aquella línea fosforescente. Ahora es púrpura. Un espacio sin
memoria y sin nombre; ahí mismo donde ahora está, pero quizás no. Un interludio
entre su historia y su epílogo. ¿Sin nombre dijo? … ¿pensó?... “Esteban…Cacho; Cacho, Esteban”. Salto
intermedio en el lóbulo frontal. “Si lo
abandonamos sin rótulo, lo confundirán con la carga residual del laboratorio”.
Gallinas. Lo han dejado en un contenedor. Con el peor destino; sin
piedad. Malnacidos. Descendientes de la impiedad. Nada excepto estiércol puede
contener en sí mismo un ser capaz de hacer algo así. ¿Qué pasa con la raza
humana? ¿Quién enredó los hilos de la madeja? Nadie. Es una catástrofe natural
devenida desde los tiempos de Adán y Eva quizás. Siempre lo mismo. La
deslealtad y el odio no son inventos modernos. Existen infinitos modos de
ejercerlo. “Esteban, te amo” … un
salto casi de acróbata; le laten las sienes desbocadas. ¡Su nombre es Esteban!
La voz inconfundible de Vanesa le devuelve su identidad. No puede hacer nada
contra su realidad. Ni gritar, ni moverse, ni ver. Bueno sí; puede ver algo
ahora porque está amaneciendo. Pero sabe quien es. Nadie volverá a quitarle ese
saber.
Las sombras nocturnas eran más piadosas que la luz
del día. El alba se percibía cruel como su memoria. Piensa en Vanesa. ¿Es
víctima o cómplice de aquella revelación? Prefiere su recuerdo limpio. Es
víctima decide. Silencio. Un silencio abrumador ¿Algún ángel rezagado? Pero no.
Son pisadas. Lentas, claras. Un susurro; runrún. Alcanza y sobra. Runrún de
pies; botas de lluvia o tal vez, zapatillas con suela de goma. Pisadas de ojota fina. Pisadas de fina ojota…
“Ea minero cuanta retina fundida en un
solo trasero”, cantaba el abuelo.
… “el mundo fue y será una porquería ya lo sé…”
¡Alguien está cantando! Claramente; Cambalache.
Esteban comienza a rezar al compás de su corazón que ahora resucita y cabalga desbocado.
Reza y se orina. Y runrún de pies. Ligero. Buscando, encontrando. Y el allí; de
pie o recostado, según la perspectiva. No la suya que desconoce. Allí dejado, abandonado
al olvido residual. Oyendo pisadas. Las imagina; saborea la cercanía de esos
pies. Se le ocurre que sus pies se comunican con aquéllos. Se hablan; se
reconocen. Y él ahí, inmóvil, percibiendo el llamado de auxilio de sus pies. Su
vida pende de un hilo atado a los pies.
¿Le traerán esas pisadas la realidad? Ha conversado
consigo mismo a lo largo de las nocturnas horas. ¿Acaso hay más cercanía a la
comprensión de la verdad que eso? Un hombre a solas con él, hablando con él;
consigo mismo. Creíble. Luego, ya es la luz del día y su deseo profundo es que
otro venga y le diga algo de otro u otros. Cualquier cosa que lo devuelva al
mundo. No importa si es una ofensa, algún agravio: “loco del diablo; desgraciado infeliz. Desquiciado...”. No hay
problema pero que lo mencione. Apelativo légamo. Espíritu de fango. Pantanoso. Vanesa;
mujer ¿su mujer? No recuerda otros nombres. Ni siquiera el apodo o el primer
alias de alguno.
Es el ocaso y
observa los límites que lo circundan. Cada uno de ellos atraviesa la raya
fluorescente. Comienzan y terminan en ella. Sus líneas lo anteceden o lo
continúan. Se encuentra atrapado por los límites; atrapado él; su vida; sus
recuerdos; sus razones; su, su, su… ¿lo creyeron muerto o lo condenaron a morir
solita su alma? Cobardes. La nada absurda y la tierra que otra vez le oscurece
el alma mientras se interroga; a sí mismo ¿sino a quién podría? Los ruidos
nocturnos atraviesan la raya. La encienden. Y todos parecen alejarse; ni uno
solo regresa. Los pies amigos de sus pies se han detenido; también el canto.
Que se muevan, que respiren, que runruneen. Es su deber permanecer. Y él tiene
derecho a ser. Ser más que un cuerpo exhausto, de ojos cegados, boca
enmudecida, labios rotos, corazón en pánico. Y el runrún regresa.
Tiene toda la sangre en la voz. Los pies se le
alborotan; las manos se apresuran, veloces. Sonidos guturales emigran desde su
garganta al umbral de los labios: “mmmm...hmmmm hmmmmm… Mmmmm”. Una fuerza
pantagruélica le nace en los huesos y comienza un baile frenético de pies. Una
marcha famélica. Cree que va a ahogarse; la desesperación le corta el aliento.
Una respiración agitada se filtra por las mínimas rendijas; un golpe seco.
Contundente. Y aparece el mundo.
El mundo tiene el rostro con arrugas muy marcadas y
una horrible expresión de desconcierto “¿Qué
es esto?” - Le pregunta el mundo. ¡Por
Dios Santo! - Exclama el mundo. Un hombre viejo, con los ojos nobles; le
brillan por la impresión y el alivio -
¡Don Esteban! Pero ¿Quién pudo
hacerle esto?”-. Dice y a la vez, le quita la mordaza - “Lo mismo me he preguntado yo sabe”; las
palabras le brotan como el contenido de un tragamonedas atorado: de a una,
tres, respira profundo, una. – “Un momento…
¿Sabe quién soy?” – . – “¡Pero claro
que si hombre! Como no voy a conocer a mi jefe… ¡faltaba más! ¿Se ha golpeado
la cabeza? ¡Qué gusto verlo! – dice el viejo - ¡Venga hombre, salga de allí que va a pescar una pulmonía! … No
importa, ya recordará… “- Rafael Tejeda,
sereno del laboratorio, para servirle a Usted. -“
Un viejo con los ojos nobles, un hombro amigo. “-Muchas gracias…sí, no sé… tal vez me
golpearon”-. “- ¡Desgraciados! Y
claro, con su posición y su dinero, ¿quién puede estar a salvo? ... ¡Ay Señor!
… pero si es que hoy en día ni en la mujer de uno se puede confiar. Venga,
venga, ¡toda la ciudad lo está buscando y estaba ahí nomás! -
Un viejo de ojos nobles y lengua larga. “Esteban Rufino. Ese soy yo”. Que bueno
que por fin ha podido recordarlo. Y
piensa en Vanesa. Le arde la boca. Es por la mordaza que la cubría. O es por recordar.
Recordar también arde a veces. Vanesa. Preferiría su recuerdo limpio. Qué
lástima que ya no puede decidirlo. Silencio. Un silencio abrumador.
#safecreative
domingo, 2 de enero de 2022
Después de las campanas
Siempre disfrutaba la nostalgia del valle.
A su madre le hubiera gustado aquel lugar. Cuando pensaba en ella, languidecía con el tibio y fresco aroma del caldo de los brotes de calabaza, y cada vez que aspiraba ese aroma recordaba su rostro, gentil y delicado.
Se había enamorado; ella lo había creído demasiado viejo. Tal vez lo era.
Aún se encendía como un relámpago de mayo, pero los ojos lo desenmascaraban, obstaculizando la ronda del viento. Detrás de interminables decepciones y el delicado y gentil aroma del caldo, su alma se dispersaba entre las rugosidades del valle.
Las campanas de la capilla bordaron el mediodía detrás del sembradío de lúpulo. Y en la ventana de su habitación un pájaro carpintero martilló los cristales.
Se ligaron sus huesos somnolientos y desganados. Se demoró atravesando la calle de la terminal y entretanto, lidiaba con sus lagañas.
– Tal vez todo sea diferente en cuanto pase la época de cosecha – se decía.
Sin embargo, nada cambiaba. La cosecha se levantaba y nada cambiaba.
Pasaban las estaciones. Y las cosechas de lúpulo y calabaza
Andaba sin sombra y esperaba, impaciente y nostálgico, mateando en la galería externa de la casa, donde vivía solo desde la muerte de su madre. Amontonaba leña, anhelando el mediodía, ese momento que asociaba a la esperanza. Nunca sabía para qué; sólo sabía que sería después de las campanas.
Para sostenerse, consideraba sus buenas cualidades; su generosidad, su fuerza de carácter, su dignidad, su éxito como agricultor.
La capilla con sus velas encendidas reeditaba la pintoresca mundología de su infancia, pormenores que se definían por sí solos; todos y cada uno guardaban relación con su ser atrincherado en un cuerpo vencido, que ya casi no ensamblaban.
Le gustaba sentarse allí, donde su mente no tenía ayer ni mañana; una flojedad reflexiva pero indefinida y ninguna especulación de lo que podía suceder. Más tarde, al regresar a la casa, espontáneamente, su memoria se rompía, comenzaba a moverse en círculos y formar nubes, efectos y finales, que se descomponían y forjaban mapas diversos, de trazas disímiles, como ecos del afuera rebotando en los vidrios familiares. Deambulaba por la calle abierta, entre aradas y cultivos velados por una ligera bruma.
Subió por el andén de la antigua estación; cruzó las vías y observó la residencia de su familia, la primera. Gris y polvorienta, excedía la pared del parque. Ingresó por el pequeño pórtico de acero y se topó con el zaguán empequeñecido, devorado por matas de uña de gato que germinaban por doquier. El esqueleto de un tractor reposaba algo más allá, cubierto por una sábana mohosa y harapienta. Quitó la tela, y debajo descubrió un portarretrato con la imagen de su madre, inalterable y mansa. Clavó la vista en esa cara, con una alegría distante y sentimental: estaba muerta sin duda. Pero la cara en el portarretrato era tan viva.
Por fin iba a soltarlo, cuando notó un leve movimiento.
Desenganchó la sábana y vio otras manos que intentaban batallar temblorosas; unos finos dedos por los bordes, que de un tirón apartaron el resto de la sábana, mostrando unos ojos y una boca que se abría. Un rostro que lo reconocía con inquietud y aprensión; se sentó, con los ojos fijados en ese rostro, y ambos se paralizaron un instante, implícitos en un mismo recelo.
Repentinamente una sombra cruzó frente a él corriendo, pasando el cobertizo y el bodegón, el buzón y la capilla.
El horizonte se abría, se rompía, y emergía a la deriva, emigrando lejano, deshaciéndose, y en lugar de la calle histórica y de las paredes del jardín, brilló una baranda que se movía a su paso y que lo intimó con la oscilación y confusión de su entorno. Un arrebato violento lo transportó por encima de su propia sombra, hasta acabar frente a la galería de la capilla. Se afirmó entre los peldaños y recién entonces, observó junto a él la figura femenina; percibió el malestar de su expresión mientras ella le susurraba:
– sabía que me alcanzarías.
- ¿por qué huiste entonces? –pregunto él.
–quería intentarlo –dijo ella.
–Entonces…-
– ya cerró nuestro ciclo.
–No. Debemos probar otra vez. Y subsistir, resistir.
–¡No!
–No queda otra.
–No, no. Voy a marcharme.
–No puedes –rogó él–
- Lo demorarás una estación, una cosecha ¿qué importancia puede tener eso en la eternidad?
– Será tiempo de hablar de eternidad cuando yo de verdad esté muerto.
Eso tuvo que admitirlo. Ella se había ido al otro lado, detrás del tiempo, muy lejos, donde él no había estado nunca, y no suponía hallarla. En cuanto franqueó el pórtico sur, su presencia se hizo nueva y exacta: dúctil y etérea, se escurría urgente sobre el campo, y en su boca y en todo su cuerpo apreciaba la suave conmoción de la primavera. El olor de los brotes de calabaza.
–Te lo dije; te dije que era inútil. Todos los desplazamientos te regresan a mí. En cada giro me hallarás. Vivo en todas tus despedidas.
–Mis despedidas son prescritas.
–Tu apatía es parte de eso.
–Me marcharé –dijo ella.
El lúpulo, el parque y el pórtico se desplazaron lejos y se perdieron de vista. Ella caminaba sola, pero percibía la presencia de él detrás de los árboles, al costado del sendero. Luego notó que andaba sobre el asfalto frío, y observó una hilera de columnas y de ventanales.
Uno y otro mantenían los brazos cruzados, y sus cabezas, inclinadas.
-En algún momento debemos parar –dijo ella–. La energía no es infinita: volaremos finalmente.
–¿Volaremos? ¿Acaso no sabes dónde estamos? Este es el proceso. Estamos remontando lo sucedido. Coexistimos en el caos.
–Desde luego – ironizó ella.
–Hay algo peor. No hemos llegado al vértice; mientras vamos y venimos, mientras huyes, no logramos aferrarnos siquiera al recuerdo. Cuando lo logremos: atrapar el más lejano recuerdo, ya no habrá nada más allá, y no habrá ni siquiera este instante.
Iban por un jardín entre verdes y amarillos. Tiró de unos tallos y no logró romperlos. Parecían de goma.
Llegaron a un llano de pastos verdosos, con un estanque rodeado de pedazos de piedra y brotes lechosos. Varios sapos saltaban muy cerca. Había uno en particular, de color anaranjado, de membranas carnosas, y se arrimaba a sus pies, estirando las ancas de tal manera que casi parecía que se iban a romper. Croaba enloquecido.
En la base del tanque había una empalizada de hongos. Y un aroma familiar. Muy tenue, pero inconfundible.
¿Había ido ya hasta su más lejano recuerdo? ¿No había nada más atrás?
En algún lado tenía que estar el pórtico. Pero algo era diferente allí, algo que lo intimidó. Había una puerta gris. Miró a su alrededor y sólo vio sapos y hongos. Y la puerta. Como colgada de la nada. Extemporánea. Decidió abrirla de todos modos.
Al tiempo que cruzaba el umbral, giro la cabeza un instante y distinguió a lo lejos el sonido de una voz. ¿Era su madre?
Está nublado; ha cerrado las ventanas y ha deseado que sea por fin el día. Las pesadillas son cada vez más intensas y vívidas. Después se ha servido un café, fuerte, amargo y entonces, sólo entonces, se sienta en el sofá y se permite llorar; con el rostro entre sus manos frías. Su gemido brota grosero y agitado, sacudiéndolo con entrecortados temblores. Es lo más íntimo, lo que aún no ha puesto de manifiesto, que tan solo le pertenece a él.
Su desamparo.
Adriana M Lamela
Neuquén, Argentina. -
jueves, 12 de agosto de 2021
Éxtasis
Volvía de madrugada, o muy de noche. Era una época de grandes paradojas y la flojera multiplicaba los vacíos. Mantenía sus guardias hasta el amanecer y en el polvo de los postigos garabateaba nombres con lunares y palotes.
Cierta noche escapó por un pelo de un travesti siniestro y al llegar al muelle se bebió una caja de vino tinto, mientras tarareaba la canción del adiós y boqueaba el humo de un medio habano.
Aquel embrollo había nacido del cansancio; no tenía nada que ver con la gente en situación de calle. Lo distraía. Hasta ese momento no le había importado quien mordiera el anzuelo. Él se jactaba de ser pionero en lo suyo y darse el lujo de elegir un rincón y un motivo.
Obviaba el peligro porque entendía que el tiempo se abría como un territorio virgen. Veía a la muchedumbre; ella a él no. “Me entretiene”, garabateó una tarde en el asfalto. Cinco personas permanecieron con la vista fija en suelo. Seguro se preguntaban qué quiso decir. Después llovió y el polvo mudó en grietas de colores.
Infinitas son las cosas que se intentan para evadir el fastidio. Y también infinitas las casualidades. Pero cuando comenzó el asecho, él no lo tomó como una casualidad.
La segunda vez que su travesura fue “plagiada” con crueldad, entendió que era deliberado y a partir de allí, las rondas tuvieron otro propósito. Se arrimaba impaciente pero estoico, fingiendo observar lo barcos y veleros del muelle y desapareciendo repentinamente.
Estaba confundido y en la ciudad todo escurría insensiblemente. La gente volvía a ignorarlo y la bebida no ayudaba a evitar ese tic nervioso de comerse las uñas. Y había algo peor. Arañaba los ladrillos de los pabellones después de la borrachera y el coraje. Y fue entonces que apareció; en el mismo sitio de sus andanzas.
Un cactus.Tan grande que daba miedo. En un tanque donde sólo subían ratas y nada podía madurar tan de repente. Ese pensamiento le provocó carcajadas y luego rabia. Había mucho que repensar. Porqué un cactus, por ejemplo: un ornamento, una predilección por la botánica ruda, una ambigüedad.
Dos días después, en su tercer ronda, recorrió el embarcadero, se bebió cinco tazas de chocolate en un bar. Y arremetió. Era posible que su “rival” se bajara de alguna lancha; cualquiera de los que iban y venían podía ser él. ¿O ella? Era excitante pensar que alguien del sexo opuesto se atreviera a rivalizar con él. Al anochecer del cuarto día se escondió detrás de un muro y dejó a la vista un cactus más pequeño que aquel que él hallara, pero más exótico. Su flor era gruesa y brillante. Se alejó luego, para ampliar su visión. Casi amanecía cuando escuchó la alarma de un auto y sus ojos, abiertos como faros, purgaron el lugar. El pequeño cactus no estaba.
Un confuso montón de siluetas se veía cerca de la puerta de un kiosco. Se tumbó detrás de un basurero y así pudo ver una cabellera blanca ondulando por fuera de la puerta de un camión de reparto y el hechizo intermitente de unas bragas azules en su interior.
Sobrecogido, se subió a la moto que aquella noche le sustrajera a su casero y persiguió el camión durante un tiempo eterno. Exploró una cadena de rastros intangibles que persistían lo suficiente como para intuir que alguien había querido manifestar una presencia.
Reincidió en descuidar sus obras diarias para escudriñar en las avenidas, las ramblas, los paseos. Observaba discreto las esquinas y los esclusas; los sitios donde estaba seguro podía manifestarse. Y así transcurrió una semana.
Volvió una vez más a la calle del primer cactus. Lo había trasladado a su departamento. Lo raro es que no había vuelto a florecer y decidió regresarlo donde lo halló.
En la esquina, un perro le gruñó cuando lo vio colocar el cactus en el mismo lugar donde lo encontró. Escribió debajo con un jadeo obsceno y un trazo rígido. Oyó pasos en la calle y se escondió detrás de un depósito; un indigente zigzagueaba por ahí y fue a caerse justo al pie del cactus. Creyó que el corazón se le saldría del pecho. Solo faltaba que al tipo se le ocurriera patear el tanque o algo peor. Pero se quedó dormido y no tuvo más remedio que aguardar hasta entrada la noche, cuando el infeliz se levantó y se perdió en la oscuridad. Y él también se fue, ya seguro, a descansar unas horas.
Regresó al mediodía. ¡El cactus había florecido! Se acercó eufórico, con algo de ansia y después espanto, cuando pudo ver.
Una cabeza con sus órbitas vacías y los contornos de un rostro tumefacto, tal vez producto de varios golpes de puño. Sobre la inscripción de la noche anterior, yacía una cabellera blanca y un sobre negro. Las manos le temblaban al abrirlo: “No suelo dejar a los aficionados, algo más que un cactus, planta que se asemeja al hombre. Se cubren de espinas para evitar que los dañen. Contigo hago una excepción. Me da ternura tu empeño. Pero, amigo mío, un susto es atractivo. Una muerte, en cambio, éxtasis”