GaviotaEnVueloDeProsa
"Escribir es un oficio que se aprende escribiendo" Simone de Beauvoir
sábado, 12 de julio de 2025
El indigno - Jorge Luis Borges (cuento completo)
Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.
«Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie. Ana, mi mujer, no lo sabe, ni siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos años que ocurrió que ahora la siento como ajena. A lo mejor le sirve para un cuento, que usted, sin duda, surtirá de puñales. No sé si ya le he dicho alguna otra vez que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos judíos; gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros. Nací en Urdinarrain, de la que apenas guardo memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos Aires, para abrir una tienda, yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y después los baldíos.
Carlyle ha escrito que los hombres precisan héroes. La historia de Grosso me propuso el culto de San Martín, pero en él no hallé más que un militar que había guerreado en Chile y que ahora era una estatua de bronce y el nombre de una plaza. El azar me dio un héroe muy distinto, para desgracia de los dos: Francisco Ferrari. Ésta debe ser la primera vez que lo oye nombrar.
El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y el Bajo, pero no había almacén que no contara con su barra de compadritos. Ferrari paraba en el almacén de Triunvirato y Thames. Fue ahí donde ocurrió el incidente que me llevó a ser uno de sus adictos. Yo había ido a comprar un cuarto de yerba. Un forastero de melena y bigote se presentó y pidió una ginebra. Ferrari le dijo con suavidad:
—Dígame ¿no nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De dónde viene?
—De San Cristóbal —dijo el otro.
—Mi consejo —insinuó Ferrari— es que no vuelva por aquí. Hay gente sin respeto que es capaz de hacerle pasar un mal rato.
El de San Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera menos hombre que el otro, pero sabía que ahí estaba la barra.
Desde esa tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban. Era morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época. Siempre andaba de negro. Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre y mi tía; nos cruzamos con unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros:
—Déjenlas pasar. Carne vieja.
Yo no supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía de su casa. Se encaró con el provocador y le dijo:
—Si andás con ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés conmigo más bien?
Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían.
Se encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de alejarse, me dijo:
—Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche.
Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció:
—Un caballero que hace respetar a las damas.
Mi madre, para sacarme del apuro, observó:
—Yo diría más bien un compadre que no quiere que haya otros.
No sé cómo explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta librería que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra, tengo mi mujer y mis hijos, me he afiliado al Partido Socialista, soy un buen argentino y un buen judío. Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces yo era un pobre muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas. La gente me miraba por encima del hombro. Como todos los jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein. Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel medio, era importante ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo sentía la íntima vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad.
No fui al almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé por sentir que en la invitación había una orden; un sábado, después de comer, entré en el local.
Ferrari presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de vista; serían unos siete. Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas y cansadas palabras, cuyo nombre es el único que no se me ha borrado de la memoria: don Eliseo Amaro. Un tajo le cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Me dijeron, después, que había sufrido una condena.
Ferrari me sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de lugar. Yo no las tenía todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato incidente de días pasados. Nada de eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes, de comicios, de un payador que estaba por llegar y que no llegó, de las cosas del barrio. Al principio les costaba aceptarme; luego lo hicieron, porque tal era la voluntad de Ferrari. Pese a los apellidos, en su mayoría italianos, cada cual se sentía (y lo sentían) criollo y aun gaucho. Alguno era cuarteador o carrero o acaso matarife; el trato con los animales los acercaría a la gente de campo. Sospecho que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Acabaron por decirme el Rusito, pero en el apodo no había desprecio. De ellos aprendí a fumar y otras cosas.
En una casa de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era amigo de Francisco Ferrari. Le contesté que no; sentí que haberle contestado que sí hubiera sido una jactancia.
Una noche la policía entró y nos palpó. Alguno tuvo que ir a la comisaría; con Ferrari no se metieron. A los quince días la escena se repitió; esta segunda vez arrearon con Ferrari también, que tenía una daga en el cinto. Acaso había perdido el favor del caudillo de la parroquia.
Ahora veo en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un dios.
La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola. El hecho es que Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad. Traté de rehuirlo y no me lo permitió. Esta zozobra se agravó por la desaprobación de mi madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella nombraba la morralla y que yo remedaba. Lo esencial de la historia que le refiero es mi relación con Ferrari, no los sórdidos hechos, de los que ahora no me arrepiento. Mientras dura el arrepentimiento dura la culpa.
El viejo, que había retomado su lugar al lado de Ferrari, secreteaba con él. Algo estarían tramando. Desde la otra punta de la mesa, creí percibir el nombre de Weidemann, cuya tejeduría quedaba por los confines del barrio. Al poco tiempo me encargaron, sin más explicaciones, que rondara la fábrica y me fijara bien en las puertas. Ya estaba por atardecer cuando crucé el arroyo y las vías. Me acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y unos huecos. La fábrica era nueva, pero de aire solitario y derruido; su color rojo, en la memoria, se confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja. Además de la entrada principal, había dos puertas en el fondo que miraban al sur y que daban directamente a las piezas.
Confieso que tardé en comprender lo que usted ya habrá comprendido. Hice mi informe, que otro de los muchachos corroboró. La hermana trabajaba en la fábrica. Que la barra faltara al almacén un sábado a la noche hubiera sido recordado por todos; Ferrari decidió que el asalto se haría el otro viernes. A mí me tocaría hacer de campana. Era mejor que, mientras tanto, nadie nos viera juntos. Ya solos en la calle los dos, le pregunté a Ferrari:
—¿Usted me tiene fe?
—Sí —me contestó—. Sé que te portarás como un hombre.
Dormí bien esa noche y las otras. El miércoles le dije a mi madre que iba a ver en el centro una vista nueva de cowboys. Me puse lo mejor que tenía y me fui a la calle Moreno. El viaje en el Lacroze fue largo. En el Departamento de Policía me hicieron esperar, pero al fin uno de los empleados, un tal Eald o Alt, me recibió. Le dije que venía a tratar con él un asunto confidencial. Me respondió que hablara sin miedo. Le revelé lo que Ferrari andaba tramando. No dejó de admirarme que ese nombre le fuera desconocido; otra cosa fue cuando le hablé de don Eliseo.
—¡Ah! —me dijo—. Ése fue de la barra del Oriental.
Hizo llamar a otro oficial, que era de mi sección, y los dos conversaron. Uno me preguntó, no sin sorna:
—¿Vos venís con esta denuncia porque te creés un buen ciudadano?
Sentí que no me entendería y le contesté:
—Sí, señor. Soy un buen argentino.
Me dijeron que cumpliera con la misión que me había encargado mi jefe, pero que no silbara cuando viera venir a los agentes. Al despedirme, uno de los dos me advirtió:
—Andá con cuidado. Vos sabés lo que les espera a los batintines.
Los funcionarios de policía gozan con el lunfardo, como los chicos de cuarto grado. Le respondí:
—Ojalá me maten. Es lo mejor que puede pasarme.
Desde la madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día definitivo y el remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se me hicieron muy largas. Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos juntándonos a una cuadra escasa de la tejeduría. Uno de los nuestros falló; don Eliseo dijo que nunca falta un flojo. Pensé que luego le echarían la culpa de todo. Estaba por llover. Yo temí que alguien se quedara conmigo, pero me dejaron solo en una de las puertas del fondo. Al rato aparecieron los vigilantes y un oficial. Vinieron caminando; para no llamar la atención habían dejado los caballos en un terreno. Ferrari había forzado la puerta y pudieron entrar sin hacer ruido. Me aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados. Después salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los habían ardido a balazos. En el sumario se declaró que habían resistido la orden de arresto y que fueron los primeros en hacer fuego. Yo sabía que era mentira, porque no los vi nunca con revólver. La policía aprovechó la ocasión para cobrarse una vieja deuda. Días después, me dijeron que Ferrari trató de huir, pero que un balazo bastó. Los diarios, por supuesto, lo convirtieron en el héroe que acaso nunca fue y que yo había soñado.
A mí me arrearon con los otros y al poco tiempo me soltaron».
viernes, 13 de junio de 2025
La piedra inquieta
Sintió náuseas. Unas náuseas profundas y nostálgicas. Y fue a causa de una postal, inesperada, que le trajo a la memoria una ilusión. Y una pena. Tropezó con ella mientras buscaba una copia de la escritura de su antigua casa. Las páginas estaban algo pegadas dado el tiempo que llevaba archivada en el escritorio de su padre. Necesitaba espacio para sus notas, borradores y otras tantas cosas y ese viejo escritorio le parecía ideal. Revolvía el contenido de los cajones y más de una vez se llevó alguna sorpresa, ya que no tenía idea la cantidad de papeles que habían quedado allí olvidados, organizados magistralmente en carpetas de colores, y que nadie había tocado en mucho tiempo. Realmente mucho (su padre hacía ya siete años que había muerto)
El borde de algunas páginas se había ajado, tanto que, al sacarlos de las carpetas, sus manos quedaban impregnadas de una suerte de polvillo áspero y una costra oscura, que le recordó el tinte de ciertas estatuas que aparecían en los folletos de los museos. Debajo de una carpeta verde, encontró también un libro infantil que narraba historias que recordó poco atractivas sobre un tal Gulliver y sus viajes. El asunto es que entre las hojas degradadas apareció una postal con un paisaje cordillerano dolorosamente familiar y la caligrafía inconfundible de Camilo. “tu sonrisa se desdibuja con la lluvia… cuando escampe, te espero al pie de la piedra”Se leía algo borroso
porque cuando la recibió, el viento de la playa se la quitó de las manos y tuvo
que correr para recuperarla, cuando finalmente, un tamarisco solitario detuvo
su enredado vuelo. A lo lejos se veía un
sendero que (sólo ella lo sabía) culminaba en una piedra gigante. La piedra inquieta;
así la habían bautizado en los viejos días de su adolescencia. Recordó cómo le gustaba sentarse a leer allí y
observar a Camilo mientras pintaba. Oh sí; él era un talentoso artista. Tan
talentoso como distraído.
Aunque se contuvo lo
más que pudo, el recuerdo pudo más que su voluntad. Y volvió, uno, dos y otro
más; un rosario de estampas que concluyeron en la figura de Camilo, intenso. Abismal.
Pero, no como en verdad fue, expresivo, delgado, enigmático, curioseando de
arriba a abajo constantemente. Lo estaba recordando desamparado, como una
fotografía en sepia. Camilo al margen, una pieza fuera de lugar en un
rompecabezas. Una piedra que se movía extrañamente - aquella piedra, la
llamaban la piedra inquieta porque en efecto, oscilaba muy tenuemente todo el
tiempo - arriba del cerro. Allí donde leía y lo observaba pintar: un lugar de anonimato
y luz goteando y sus manos trajinando en el aire, picoteando el lienzo como un
pájaro hambriento.
Camilo pintando allí
abajo, escudriñando con sus ojos verdes: él nunca sabía qué cosa leía y ella sentía
de todos modos que le trasfería detalles en ese lento fluir de sus miradas. Juntando sin hablar la esencia que se
desprendía de las hojas húmedas, las ramas trenzadas, los troncos pretéritos, zumbando
como abejas o refunfuñando como las cabras del collado. Todo eran ellos y, no
obstante, todo anticipaba el vacío.
No supo cuánto
tiempo permaneció allí en silencio, con la sola compañía de aquel espíritu
atravesado. Camilo había tocado, por así decirlo, un punto hueco y atravesaba
con el lazo de los años y las grafías todos los momentos de la presencia y la
despedida. Los trastornos de Camilo habían sido una sombra en su naturaleza, a
tal grado que sus momentos de razón, llegaron a ser inciertos. Un derrumbe en el lado sur de la montaña, lo
había dejado postrado por dos años. Era el último año de secundaria. Se fue a
vivir a Mar del Plata en aquellos días y la vida la enganchó a la playa con la
caña de pescar de una profesión que la absorbió por completo.
Gradualmente, la vida los arrastró desde la angustia hasta la
indiferencia; desde el afecto inmaduro a un espanto inesperado. Éramos vecinos
y juntos hacíamos casi todas las actividades sociales y lúdicas; nos habíamos
besado, reído, llorado, corrido, quemado piñas y desafiado la ondulación de
nuestra piedra inquieta. Y aquella tarde horrible, era una más de las
tantísimas vividas. Hasta que Camilo quiso esconderse para espiar una parejita
de zorros y entonces fue la última vez que notó su respiración en la oreja y su
beso tierno en el cuello. Las piedras de la montaña se lo quitaron.
Por un instante tuvo el impulso de romper la postal en mil
pedazos. No pudo. La guardó en la solapa interior de su agenda. Las vísperas de
un paréntesis. Hasta mis libros se estaban dejando abrazar por Camilo. Primero
fue la culpa por seguir viviendo mientras él vegetaba en una cama de hospital. Después
fue la vergüenza por no estar en su larga peregrinación médica; una carrera exigente
y exitosa. El mar con sus brazos de espuma y sus olas imperturbables. Camilo se
recuperaba físicamente pero su cabeza no funcionaba bien. Sólo en ocasiones –
como cuando le envió la postal - las nubes de su mente se retiraban y entonces
le escribía. Y la citaba, al pie de la piedra inquieta. -
viernes, 6 de junio de 2025
Murmullos de barro
¿Existe algo tan agotador cómo olvidar? ¿Necesitar? ¿Perder la brújula? (como expresa esa frase tan… aunque ahora que lo pienso, tiene un sentido moral y no material) ¿Dejar de necesitar lo necesitado? Cada situación en sí misma nos patea el hígado inevitablemente; a mí se me olvidan los poemas y son tesoros preciados en mi mundo; elementales y a medida que escribo uno, se me olvida el resto, ¿significa eso que ya no los necesito? Olvidar es algo así como encontrar otra vida, con otras inquietudes y otras vicisitudes para más adelante, volver a olvidar. Es enloquecedor extrañar porque es seguro que entonces, lo olvidado insiste… “llueve sobre mojado” decía mi tía Modesta: el arte de reaparecer en un bucle de tiempo del que habíamos escapado. Lo olvidado es mal que bien olvidado: la luna que se cuela entre los árboles es distinta, como lo es el llanto o la risa que nos provoca; las personas que nos abrazan también son otras. El viento que sacude las cortinas es otro. Las cerraduras de las puertas son más sólidas, melancólicas y la anomalía de la noche es sólo después de las diez. Vicio y poema se van enredando en la memoria y se disfrazan el uno del otro hasta llegar a convertirse en necesidad. Mucho de aquello es apenas nostalgia. Igual que las imágenes en blanco y negro de algún álbum familiar; allí existimos puros, porque aún éramos distintos de los que somos ahora: éramos vírgenes por hacer. Que quede registrado: olvidar es cool en el siglo 21. Y así nació mi cuento “La historia del olvido” y no del abandono, porque se refiere al olvido de las profundidades.
Fuera del pueblo de Los Abrojos en una hacienda laboriosa, cada mañana y al caer la tarde, se saborea el mate como toda una ceremonia. Son mates que ceba la dueña, Catalina, casada con Don Raimundo en primeras nupcias y tan chiflada que el único modo de controlarla es que ella los controle a todos. Vivió allí durante un tiempo un peón llamado Gabriel, al que además de las tareas propias del lugar, le gustaba dibujar figuras de animales y pájaros de grandes plumas. Era "el capataz " y desde ya se aclara, Don Raimundo era muy celoso. Cada incidente en esta historia se origina en esas desconfianzas. Gabriel era muy guapo, y Don Raimundo muy feo. Y viejo. Catalina padecía un raro tipo de esquizofrenia al que ningún médico había podido dar nombre; tampoco explicar sus causas. "Amor, amor, Don Raimundo; no hay otro modo", le decían los facultativos, uno tras otro, año tras año. Y qué tristeza. Catalina no sabía ni dónde estaba parada, pero la única manera de mantenerla tranquila era cumplir a rajatabla todos sus caprichos y así fue como llegó Gabriel a la hacienda. Su tarea al principio era más amplia, pero, el muchacho parecía entenderse a la perfección con la patrona y a la postre resultaba práctico y cómodo, dejarlo hacer.
Y Don Raimundo mientras tanto, sufría en silencio. Catalina lo ignoraba. Lo olvidaba. Y él sufría. Cuando se casaron, ella era una compañera encantadora de sus andanzas y de los quehaceres de la hacienda. "Qué importa” se decía el marido atormentado ahora, “lo que importa es que sea feliz” (con lo que sea que eso significara para su mujer en su estado). El asunto es que Gabriel se ocupaba de todo, a pesar de la paciencia de su marido, correcto y presente. En algún momento de las fiestas populares en el pueblo, Don Raimundo comenzó a irritarse, no lo demostraba claro: bebía algo más de la cuenta, se levantaba a altas horas de la noche y espiaba a Gabriel mientras dormía. Esto no era un secreto para nadie; hasta el mismo Gabriel sabía que algunas pequeñas cosas “raras” que sucedían en la hacienda no eran la obra de un duende ni de un demonio (eso decía Don Raimundo).
Después de todo, sabiendo la presión y la angustia de su patrón, Gabriel sólo lo dejaba hacer; al mismo tiempo, las hijas de Don Raimundo que visitaban la hacienda muy de vez en cuando le advertían que su papá siempre había sido muy celoso. Juzgaban que su actitud tenía más que ver con eso que con la preocupación por la enfermedad de su madre. “tómelo con pinzas Gabriel, pero no se descuide” le habían dicho expresamente
Un esposo enclenque y preocupado y una mujer loca como una cabra: no parecía la mejor combinación para un hombre buen mozo y joven como Gabriel; nunca explicó sus motivos para aceptar el puesto, a excepción de la paga, que sí, era muy generosa. Las semanas corrían con pereza. Lentamente. Los días empaparon la casa de nostalgia, de imágenes añosas y de silencios oscuros que para Gabriel no eran problema. El hacía su trabajo y se ocupaba además de las exigencias de Catalina y cuando ella se dormía, se iba al pueblo y volvía cuando ya era noche cerrada
Una noche empezó a notar el resonar de las vasijas de barro que cercaban la galería. Esto acontecía muy entrada la noche. Una o dos veces, Gabriel se levantó para inspeccionar los alrededores: le pareció incluso que las vasijas se sacudían unas y otras, sin la ayuda de ningún factor externo. No lo comentó con Don Raimundo, quien parecía no enterarse del asunto. Lo cierto es que las vasijas parecían tener vida propia, aunque no parecía molestarle a nadie. El no tenía tiempo de ocuparse de “murmullos de barro” que parecían inofensivos. Pero, cada noche que pasaba, parecía aumentar el sonido, como si las vasijas aumentaran en número. Un día decidió dar rienda suelta a su curiosidad y al regresar del pueblo, se sentó frente a una gran fuente de agua que flanqueaba la entrada y esperó
Cerca de las tres de la mañana, creyó ver movimiento detrás de los rosales y se ocultó. Desde el lado izquierdo de la casa, venía Don Raimundo arrastrando la silla de ruedas de Catalina: la ubicó frente a las vasijas más grandes del centro de la galería y luego se plantó frente a ella con un bastón (el mismo que utilizaba para ayudarse a caminar). Y comenzó a hablarle con una voz profundamente cansada y tierna: “¿lo recuerdas amor? Cuando recién nos casamos, conversábamos largamente en este mismo lugar: había un pequeño banco de madera labrada, al pie de la escalinata central. Nada nos preocupaba, ni siquiera los moquitos fastidiosos. Tomados de la mano, hablábamos, Cata, y el soplo de la brisa se dilataba entre las vasijas de barro provocando un murmullo que nos envolvía con su frescura. ¿Recuerdas amor? Y mientras le hablaba a su esposa, Don Raimundo solfeaba con pequeños toquecitos de su bastón las vasijas, con mucho cuidado. Ejecutaba una danza torpe pero deliciosa y miraba a su mujer embobado. El brillo que proyectaba la luna sobre el rostro de Catalina le permitió a Gabriel darse cuenta de que sus mejillas estaban surcadas de lágrimas y parecía suspendida en el tiempo, sonriendo embelesada, como en una foto antigua y muda. Escondido allí, Gabriel no acababa de comprender porque no había descubierto antes este escenario; durante tantos días desde que iniciaran los “murmullos de barro” (así había bautizado aquel extraño – aunque ya no – suceso). En ese mundo de fantasía que Don Raimundo había creado, Catalina no lo retaba, no le gritaba. No lo ignoraba. Despacio, suavemente, Don Raimundo, ensayaba nuevas notas, nuevos pasos, nuevos compases, nuevas fantasías. Porque en esa realidad atemporal, Don Raimundo recuperaba los recuerdos, las memorias: la mujer que amaba y que tanto necesitaba. Allí ya no eran dos viejos esperando la muerte, cada uno con sus esquirlas de memoria. Allí eran dos jóvenes enamorados, bailando al ritmo de un "ahora", sin fecha, sin edad, burlándose del olvido.domingo, 7 de enero de 2024
Entre dos mundos
Arriba de la alacena se eterniza el polvo.
Entre tanto, sacudís el aire y sacas la lengua en la oscuridad; todavía aferrado a la corteza, a la elipse del humo y al agua hierve sobre un fuego amarillo; con un silencio que escupe los ecos el día, el afilador de cuchillos y el repartidor de pescado y el universo, que no para.
A ver, ¿cómo es?; ¿el tiempo sigue marchando, se manifiesta y luego ya no está? ¿Cuánto cabe en lo “visible”? ¿Sucede a otros que algún fantasma de otras épocas, sepultado bajo torrencial lluvia, les diga que sus pies están cada vez más fríos, embarrados y varados?
Ese perfil desconcertado; las manos abiertas de paloma fugitiva, la mirada sedienta, el cabello crespo, la vaporosa túnica, el paso adormecido, nunca sobre las superficies, pero en ocasiones tan lentos que parece andar pisando espinas o arbustos.
Ignoro si es posible registrar algo de todo esto, pero no encuentro, a lo largo de las horas, otro modo de iniciar tantas duras maquinaciones de la realidad; después saldré a caminar y extraviaré las palabras y los detalles, entre los rieles de la vieja estación de la ciudad. Contaré las ventanas rotas, allá donde a veces refugio y en ocasiones terror de estar a solas; para sin más, aterrizar en un paredón derruido y fumar, con esta hoja de un cuaderno viejo que guarda el tiempo de los sueños.
Ha pasado mucho desde tu primera muerte; días cóncavos, descaradamente huecos.
No hubo entierro y en cambio, si fueron auténticos días de luto. Tantas veces conjeturé que alguna vez no moriste y que no dejarías de estar vivo; muerto al igual que otros viven y deciden morir. Al contarlo, me esfuerzo por alcanzar un punto, cruzo los hilos del tiempo a través de un espacio intangible, impalpable, que me lanza fuera de la cocina, hacia la última sirena.
Recuperar, invocar conjuros mágicos - que falso - retener con algún artilugio todo aquello que se escapa, recordar imprevistamente un romance infantil, enarcando las cejas por la sorpresa de aquella imagen deshilvanada, concertando polvillo, estirando los brazos cansados; la calma que regresa a la calle, el vecino que observa incrédulo y murmura.
Qué más da; obvio que es simplemente de locos.
Vengo recolectando horas de extrañarte; no hago este relato sin sustento y puedo dar razón de cada cosa que amontono y también escoger con sumo cuidado, de un lado la realidad y del otro lado los fantasmas. Está determinado que ellos no van de excursión a cielo abierto y no existe la mínima corriente de tiempo debajo de los puentes, en medio de la calle y él allá – inclusive – después de tantos años. De vez en cuando, corren los días o tal vez los meses
Un holocausto necrológico rodea mis sueños. Y a otros sueños anónimos. Quién no sueña con seres que ya no pertenecen a los de este lado. No me cuestiono por eso; lo hago porque me faltan respuestas, lo sé de sobra y no alcanzo a leer todas las preguntas.
Sin tu compañía es como si me hubiera dormido a la intemperie; me es imposible concentrar siquiera lentamente los oscuros procesos del tiempo y permanecer dentro del la realidad, disfrazándolo todo sin la frescura aquélla de hace veinte años. Se que no es importante recordar ya los instantes en que tu padre me llamó diciendo torpemente que te morías – y mi desesperación saltando como sapo entre los rieles; trepando los muros rotos de la estación - sucesos intermitentes, extravagantes y absurdos en la memoria que se concentran allá e incluso acá. Desconozco si en lo que observo en esta vigilia hay algo de aquello que me perturba en los sueños. Algo así como un descubrimiento, un lado de otro – tal vez escrito así es más acertado; aparte hay que destapar y liberar las voces para alejarme; no me hace falta otra cosa con tanta urgencia.
Por momentos regresas de este lado; no basta la modorra o el simple estado de somnolencia para saberte cerca. Es imperioso dormir profundamente y entonces, la nostalgia de tu desgarbada imagen luchando entre dos mundos.
Uno, el de hace veinte años y las bicicletas parchadas, los restos de pucho en el galpón seis, el único que aún quedaba sin “ocupar” por los pordioseros noctámbulos de la estación; el almuerzo derretido en las mochilas y entretanto, le dábamos con fuerza a la pelota de fútbol del mulato entre los rieles.
Y el otro, el de allá, que te robaba de a pedazos; el cabello blanco, las manchas color granate, tu palidez de harina. Las secuencias son inobjetables, y se que antes todo parecía la primera vez; me lo parece otra vez al contemplarlas.
Te extraño, pero siempre sabiendo que tu partida no es como ninguna otra. No estás ausente como Doña Catalina; ni siquiera como el Abuelo Ramiro. Ellos se presentan en mis sueños como los enanos de un jardín.
Detrás del telón de la realidad se puede ser honesto y se me ocurre que, por eso estas acá, burlándote del allá incluso después de haber partido, para mostrar la diferencia de los mundos, del mismo modo que nos mostrábamos la colección de héroes de la Legión Extranjera
Acá estabas vivo, lo estaba yo y ni tu padre ni nadie se hubieran atrevido a decirnos que luego estarías allá, devorado por el virus, del otro lado.
Tu rostro. Como de luna con gastritis; pálido y arrugado; los ojos lodosos, con un brillo oscuro, como de cloaca y ¡la boca! Se te deslizaba sobre el mentón como un trozo de asado que no acabas de morder. Olías a naftalina y cada vez que te reías yo me creía que sería tu último aliento. Y sí, decime que no te hago ningún favor al recordarte allí postrado. No te lo hago no; a mí tampoco porque la tristeza me chorrea por el cuerpo – más pegajosa que el sudor de una carrera en pleno verano a campo traviesa. ¡Cómo nos gustaba esa frase! Sí; “a campo traviesa”.
¿Y para qué volvés?
¿Quién te dijo que me pondría contento? Me tienta levantar los hombros como lo hacía la Marta. Decía “a quien le importa” encogiendo los hombros y seguía fumando su porro de cada tarde. Me tienta pronunciar tu nombre y tu recuerdo, presencia de duende acá y allá e inclusive después del baño de inmersión.
“Fuera bicho”, espectro, ente; pero regresa pronto que te extraño.
Y, ¿para qué?
Ya se que no vas a contestarme porque tu presencia no es lo que se dice muy comunicativa. Te me apareces como si tal cosa, pero las palabras las tengo que decir, buscar, contar y recordar yo solito. No hay derecho.
Llevo siempre conmigo la calcomanía de “El renegado”. Me pincha en el pecho; está un poco ajada, pero me recuerda tu dedo índice en mi omóplato, o será que me estás queriendo y las camisas ya no son las de antes. No te concibo en el paraíso. Sería genial que conversáramos sobre algo tan gracioso. No obstante, no acierto entender y estoy seguro de que allá para vos, el planteo será exactamente el mismo; demandarás una respuesta; qué sentido podría tener que antes estabas, pero ahora no y, sin embargo, quizás no estás muerto ahí donde estás. Nunca será otra vez el Negro quien te descubra. No regresó de su abrupta carrera escaleras abajo, terraplén, porrazo entre las vías y qué suerte que ya no pasaba el tren porque la contusión lo mantuvo internado dos días. Estabas en el cuartito del fondo, gastado, los brazos colgando, la lengua fuera de sitio. Con ese perfil desconcertado y en lugar de los ojos parecía haber dos cavernas; dijo que levantaste los dedos índice y pequeño pero que no parecían dedos sino fósforos encendidos.
Acepto la oscuridad; me atrevo a ingresar en espacios inexplorados. Por eso te estoy hablando; estoy abierto, descontando nostalgias con tus pisadas, las mías y las del resto, dejando huellas en mis sueños. Quiero que te enteres sin demora que mis sueños no tienen la propiedad intelectual de tu existencia; allí e implícitamente quizás, respiras todavía y también claro, padeces. De otro modo, pero no menos que de este lado. Es un allá con subterfugios me imagino; lo imagino a causa de la conciencia que me acompaña aún dormido. Me hace pensar y entonces, me pregunto, ¿no estaba dormido?; vos estás siempre, como sea, allá, aunque dónde, allá pero no sé hasta cuándo.
De qué manera abordarlo, digerirlo, componer los fundamentos enumerando los instantes de conciencia, que no te percibo como un fantasma; es diferente, aún allá, a un lado y de aquel otro, latente, pero imagen, sonido: tu padecer ahogándote, atornillado a un tiempo pasado; veinte años atrás, ese mi recuerdo de vos; así hoy, así vos
En cuanto se apague la luz, ¿qué ocurrirá con mi nostalgia?
La estación vieja sigue ahí, impávida, vacía, gris; a merced de los instintos, del código común que un movimiento, tal vez con unos pocos pasos obtendría, hasta entender que ser me involucra a mí, así como soy, en la cornisa del edificio más viejo y realizar otra lectura, proponerlo tercamente: escarbar en los intersticios nocturnos, hasta obtener el conjuro fascinador.
Si cabe la posibilidad, renunciar a esa dirección que antes me guiaba en pos de las ausencias, la incredulidad y las nomeolvides y las ciencias oscuras. Creo que aún vivís, que los agujeros en los corazones son metáforas; desistiré de encender velas porqué no conozco las fechas claves; eso no es para mí. No encajo. Apenas me alcanza la sabiduría y entonces, alcanzar las esquinas me conforma al igual que vos reivindicas los rincones otorgándoles sentido, desgastado pero libre, reciclándome, resignado y agradecido de que te perciba tan presente; allá donde las cadenas que te sujetan, de todos modos, te permiten asomarte a este lado. Me necesitas, lo sé y el mulato también; imprevistamente te apareces en cualquier parte o sobretodo en el terraplén de los “cambios de figurita” e incluso después en la pieza de Ciro, con los acordes de Báez o las páginas re leídas de Julio; la tristeza oscura se me deshace al presentirte y borra de mis recuerdos tu lividez y la helada sensación de fragilidad que transmitía tu cuerpo asediado por el virus.
A pesar de todo, me hace bien tu estadía de gasa; impugna aquel dolor de antaño cuando tu estar material se desvirtuaba horriblemente: casi estoy aguardando que aparezcas con una de esas máquinas del tiempo en tus manos y te cagues de risa mientras decís, “relájense, acá estoy”
Implícitamente, anhelar ser los mismos de allá lejos y rebobinar los días hasta alcanzar la previa del virus ese que lo desgració; la tibieza de las colillas brillando como estrellitas en el piso recién encerado de la abuela Corina, la primera seca o el torso mojado chorreando cerveza. La mirada perdida pensando en Raquelita. Y esos ojos – venosos y húmedos – los suyos tan abiertos como vacíos.
Tendré la angustia de quedarme con estas tantas palabras en el pecho, una tras otra, para los ojos de no se quién, a modo de puente, que de pronto me apacigua al repetir viejas frases de propaganda barata. Me rearmo por vos, en el caso que algo y ningún tercer elemento intervenga en nada; finalmente desistiría de estos encuentros, o tal vez sencillamente palparía la evidencia de que nada era real. No importa.
Era necesario que atestiguara antes de seguir y de nuevo dormirme y luego despertar al igual que otros seres, ejercitando el mundo de este lado. Dejar de pensarlo presente, porque todo sigue y en el futuro reabriré la caja de Pandora y regresaré a las imágenes, las voces; él repitiendo una y otra vez en mi oído derecho que me necesita, fumando recostado entre dos rieles y yo sin poder contribuir en nada a su regreso. –
@derechos reservados
Adriana Mónica Lamela
sábado, 8 de julio de 2023
EL ANCIANO DEL PUENTE de Ernest Hemingway
Mi misión era cruzar el puente, explorar la cabeza de puente que había más allá, y averiguar hasta dónde había avanzado el enemigo. La cumplí y regresé por el puente. Ahora había menos carros y poca gente a pie, y el hombre seguía allí.
-¿De dónde viene? -le pregunté.
-De San Carlos -dijo, y sonrió.
Era su ciudad natal, por lo que le llenó de satisfacción mencionarla, y sonrió.
-Cuidaba de los animales -explicó.
-Oh -dije, sin entenderlo del todo.
-Sí -dijo-, ya ve, me quedé cuidando de los animales. Fui el último que salió de San Carlos.
No tenía pinta de pastor ni de vaquero, y tras observar su ropa negra y cubierta de polvo, su rostro gris cubierto de polvo y sus gafas de montura de acero, dije:
-¿Qué animales eran?
-Animales diversos -dijo negando con la cabeza-. Tuve que dejarlos.
Yo estaba contemplando el puente y el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro y me preguntaba cuánto tardaríamos en ver al enemigo, y todo el rato estaba atento por si oía los primeros ruidos que delataran ese misterioso suceso denominado contacto, y el hombre seguía allí sentado.
-¿Qué animales eran? -pregunté.
-En total tres clases de animales -explicó-. Había dos cabras y un gato y cuatro pares de palomos.
-¿Y los ha dejado? -pregunté.
-Sí. Por culpa de la artillería. El capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.
-¿Y no tiene familia? -pregunté, vigilando el otro extremo del puente, donde los últimos carros bajaban deprisa la pendiente de la orilla.
-No -dijo-. Sólo los animales que le he dicho. Al gato, naturalmente, no le pasará nada. Un gato sabe cuidarse, pero no quiero ni pensar qué va a ser de los otros.
-¿En qué bando está usted? -le pregunté.
-Yo no tengo bando -dijo-. Tengo setenta y seis años. Llevo andados doce kilómetros y creo que ya no puedo seguir.
-Este no es un buen lugar para pararse -dije-. Si puede llegar, hay camiones en el desvío a Tortosa.
-Esperaré un poco -dijo-, y luego seguiré. ¿Adónde van esos camiones?
-A Barcelona -le dije.
-No conozco a nadie en esa dirección -dijo-, pero muchas gracias. Se lo repito, muchas gracias.
Me miró sin expresión, cansado, y a continuación, necesitando compartir su preocupación con alguien, dijo:
-Al gato no le pasará nada, estoy seguro. No hay por qué inquietarse por un gato. Pero a los demás, ¿qué cree que les pasará a los demás?
-Bueno, probablemente tampoco les pasará nada.
-¿De verdad lo cree?
-¿Por qué no? -dije mirando la otra orilla, donde ya no había carretas.
-Pero ¿qué harán cuando empiece el fuego de la artillería, si a mí me dijeron que me fuera por culpa de la artillería?
-¿Dejó abierta la jaula de los palomos? -pregunté.
-Sí.
-Entonces saldrán volando.
-Sí, seguro que saldrán volando. Pero los demás. Más vale no pensar en los demás -dijo.
-Si ya ha descansado, yo si fuera usted me iría -le insistí- . Levántese e intente andar.
-Gracias -dijo, y se puso en pie, avanzó haciendo eses y volvió a sentarse sobre el polvo, dejándose caer.
-Yo sólo cuidaba los animales -dijo sin energía, pero ya no hablaba conmigo-. Sólo cuidaba a los animales.
No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que sus aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era toda la buena suerte que tendría aquel hombre.
lunes, 26 de septiembre de 2022
El color de los cardos
¿Desde cuándo no despertaba? No lo recordaba. Me sobra la memoria de los recuerdos infantiles y se repite en mi mente la imagen de un patio familiar, con árboles frutales y hasta un sauce llorón. ¿Desde cuándo estaba allí, tendida, al pie de una pared semi derruida?
Posiblemente me desmayé mientras buscaba hongos o perdí la noción del tiempo cuando me detuve a contar los cactus de flores amarillas. No eran muy comunes en aquellos sitios, pero lo digo por costumbre porque en realidad ese lugar no se parecía al escenario del que hablo: un lugar rocoso, cárdeno y abierto. El vacío que me parte el pecho me recuerda que alguien me tomaba de la mano no hace mucho. O tal vez sí porque, aunque estoy segura de ser yo, no me parezco a mi —¿Por qué pateas? –escucho en mi cabeza—Es una voz pastosa y agitada. —No quiero —digo en voz alta – cierro los ojos porque alguien me escupe.
Ahora no deseo saber. En mi cabeza hay un monstruo espantoso que me lleva en sus brazos tatuados con ojos de gato. Silva. Silva y galopa. Y sin decir ni pío se esconde en el monte y un momento después regresa con unas ramas de hojas rojas.
Esa muchacha; tampoco es tan distinta. Simplemente lo percibí más tarde. Esas ramas de hojas rojas, con sus pulposas espinas, tan afiladas que nadie se atrevería a tocarlas, chispeaban en el aire. Una noche, la vi plantando salvias en el jardín; eran hojas provenientes de la granja del abuelo – siempre decía que, si plantabas salvias a medianoche, cada hoja crecida sería el latido de un pájaro antes de su primer vuelo. Unas cuantas piaban, otras silbaban y otras espantaban las moscas de los ventanas y la muchacha recitaba las nanas de la cebolla. Si pego mi oído al suelo, puedo oír claramente aquellos versos …” Vuela niño en la doble luna del pecho.
Él, triste de cebolla. Tú, satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre”
Hubo en aquel momento una gran tormenta: y dos extensas vigilias. Alguien llamaba detrás de las cortinas del baño. Era un rumor vacilante, hueco. La muchacha se miró al espejo – yo sólo mi vi a mí misma.
Ahora me encuentro aquí, en el monte bajo, ardido de pastizales. Es un misterio el tiempo transcurrido desde mi regreso. Uno y otro – el tiempo y el clima - envejecieron mi aspecto. Quince temporadas de mi biografía son de nadie. Bebiendo las palabras. Nada me ampara, menos el gris desmedido del fuego extinguido y la suciedad de la tormenta. He perdido el alma en un monte de silencios. Si soy una muerta, acompáñame; responde con aquel rumor hueco del suelo: caeré fuera del mundo. Todavía conservo el perfil de antaño; no estoy tan marchita. Bobamente me inclino en el borde de la meseta. Laboriosa, con la incongruencia de estar ahí sin apenas estar. A solas, con la excitación que te empujó allí mismo una noche de setiembre y se impregnó entre los pastizales que escupo, floja como un hoja de salvia impúber, merodeando las bardas en las que nadie me descubre ni me sospecha, ni recuerda mi torpeza.
(finalista certamen Mis Escritos Cuento 2021)
viernes, 17 de junio de 2022
La insensibilidad de las piedras
No es un buen día. Otra vez, las nubes se ciernen sobre la ciudad; corre un viento helado y yo, bajo por las sendas y los escabrosos terrenos de la meseta. La arboleda rebosa incansablemente de este lado de la barda, dueños y señores de su pequeño reino. Flota un polvo batido. Olfateo la breña y observo a lo lejos las edificaciones urbanas; así me gusta, que sean lejanas. No las necesito y no me necesitan. No reniego de lo urbano; la urbanidad es un mal necesario e inevitable, como las sombras y los pinchazos de las matorrales en las piernas. Una posibilidad forzosa andando aquellas pasajes glaucos. Recorrí el refugio de la Calina del Espejo, polvorientos pasos de absoluto silencio, apenas interrumpido por el trinar de algún pájaro. Alguna rata de ojos invisibles y enjutos cactus, descalabrados por culpa de una frugal claridad, obligados a seguir la senda de la luz. Me satisface hacerlo.
El depósito de la compañía de electricidad emite ondas
delirantes. Alrededor abundan vegetaciones que parecen espadas abiertas; hojas gruesas,
rayadas y de más de un metro de alto que desentonan con los muros pálidos. Me
quedé allí un buen rato, tanteando, registrando, todos los ruidos y también el
silencio. Ahora, ya hace horas que estoy de vuelta: en la calle se percibe el
aliento de la lluvia. Tengo sed y me late
el ojo derecho. Un latido violento. Es un gran malestar y estoy hinchada. Eso
es muy raro porque acabo de caminar más de diez kilómetros.
Ayer por la tarde desperté de una larga siesta con un pequeño
zumbido en el oído izquierdo. Bueno, acaso
valga la pena despertar zumbando de un largo descanso como ese. No me preocupa
en exceso, pero, lo he consultado en línea y son tantas las causas. Decidí
quedarme con la conclusión – suele ser normal –
El mundo necesita normalidad. En eso me concentro mientras
viajo en el colectivo hacia el centro. Observo a mi alrededor; otras personas
como yo, normales. Sus perfiles o su nuca, su vestimenta y me pregunto por sus
destinos. Al llegar al mío, la rampa de hormigón que sube hasta el edificio
apesta, a pis y a lavandina. Debería estar acostumbrada. Debería... Echo un
vistazo a los alrededores. En aquel sitio, lo raro es que huela a otra cosa, de
todos modos. Mariano vive en ese lugar desde hace seis meses. Cada día que voy,
tengo que sacudir hasta los pocos cubiertos que se pierden en un cajón. Presiono
mis puños en un gesto de fastidio y lo llamo.
No responde; esta dormido, boca abajo, atravesado en la cama.
No me animo a despertarlo. Reitero su nombre un poco más fuerte y entonces se
ladea y me mira: —Si —murmura— qué haces … ¿qué haces? Sólo eso puede decir
después que llego desde tan lejos —Te traje una radio - le digo. La ubico sobre
el piso (allí sólo hay un colchón y alguna otras cosas) Aparte, unos libros
maltrechos, papeles y lápices, algún que otro vaso, plato. No hay mucho más que
él y su soledad en ese departamento.
Quiere seguir durmiendo. Me siento junto a él y le tomo una
mano. Cierra los ojos. — Hace mucho que no vienes — susurra. No sé por qué lo
dice; sólo hace dos días que vine por última vez, aunque me fui repentinamente
y muy asustada. Sus ojos estaban rojos aquella vez; y la cama olía a naftalina.
Se acerca y se encoge. Quisiera estar en la Calina del Espejo, en ese mundo
vegetal y apacible
—¿Quieres comer algo?
— pregunto — Te traje unas papas al horno con patitas de pollo. —Que bueno
—dice él, aunque sigue allí acurrucado con la cabeza bajo la almohada. —¿Ha
venido la asistente? ¿Te dejó alguna indicación? No he podido llamarla. Eso es
verdad; no pude encontrar el maldito teléfono (en algún lado estará anotado,
vaya a saber dónde) Levantó el brazo izquierdo y señaló hacia abajo. Debajo del
colchón, encontré una carpeta con algunos papeles y dos recetas. La asistente
que lo visita es una vieja amiga. Él arrima la colcha y parece querer continuar
allí, acurrucado. Suspiro; quisiera
dejarlo así, pero no lo hago.
—¿Fuiste a buscar la medicación? —
No me contesta y estoy a punto de decirle que ya estoy harta.
Pero, en lugar de ello, le digo que iré a la farmacia. Estoy serena. No quiero
que esto me altere. Me incorporo y voy hacia la puerta. El aire apesta a cloaca,
pesado, y ondula con una melodía ruidosa de bachata. Estamos en otoño, la
farmacia está cerca. Ya estoy de regreso; apenas tardé hora y media: la cola
para entrar era de quince personas (maldita pandemia).
Salvando el vidrio empañado del ventanal, se ve llover la
tarde. Allí hace calor; la luz es apenas un manto grisáceo. Se ha dormido y su
respiración es ruidosa y desprolija. Continúo molesta con él, pero quizá la amistad
es más urgente. Al menos para él. “Por
qué no luchas”, le manifiesto en silencio. Salgo al aire libre y camino
lentamente. No recuerdo cuando empezó todo esto. Me cruzo con un gendarme. Es lindo,
pero ahora sólo puedo pensar en mi escepticismo. Voy hacia la parada del
colectivo; tengo que saltar varios charcos. Me divierte. Me sana. Si no consigo
dejar atrás la angustia, no podré dormir esta noche. En aquel tiempo, cuando todo empezó, estaba
más equilibrada, tenía apoyos. Lo veía tan
seguro de sí mismo, tan sereno. Recuerdo todo lo que ha hecho, sus movimientos,
incluso sus pequeñas caídas. Creo que vomitaré. Es más: anhelo volver a los 17,
cuando vomitar era sólo por haber tomado muchas margaritas con alcohol. Ese es
su espacio. La estupidez de los adolescentes que se creían eternos.
Entonces así es como son las cosas: ahora vomito después de
cada visita, luego de retirar sus medias sucias, sus remeras transpiradas y sus
miserias con mi endurecido carácter, rumiando la mugre. Llorando por las veredas,
de ida y de vuelta, mientras él suda en su cama virulenta. Y yo a revestirme de
paciencia. ¿Qué fue lo que me conquistó de él? Tal vez su exquisita
sensibilidad. O su alma anochecida. Aterrizo en la hora del remordimiento, sin
palabras.
No tengo tiempo de pensar en ello; tengo que soltar,
mantenerme al margen de su drama. Eufemismo. Baile de máscaras que se muestra
en las entradas, que a su vez solapan la noche. Puerta cerrada. Es todo
impresentable, nada está en su sitio. Retazos de otra noche de insomnio. He
tratado de dormir sin pastillas, pero sin éxito. Voy de un lado a otro. Un par
de veces abrí las ventanas, y lo único que entra es el trino de los pájaros mañaneros,
como si mi cabeza fuera una gran jaula sin barrotes. Cierro
las ventanas, y el cuarto vuelve a asfixiar. Por momentos, me levanto y tomo agua del
dispenser. La idea es caminar. La idea es encontrar el sueño. La realidad me
encuentra, tomando, bebiendo agua y píldoras para dormir. De esta manera me convenzo
de ser una heroína. El verano está en su
última etapa, hay hojas moradas del ciruelo por todas partes; el viento las
desparrama como si fuera un enamorado preparando el camino de su amada; el sol
charola las paredes y revela el polvo en los quicios, en las tapias y además,
me hace llorar. Hace un rato llamé a la
asistente de Mariano (si, encontré el teléfono) y quedamos en vernos dentro de
una hora en el Parque del Sur… caminar es un buen ejercicio; más si hay que
hablar de muerte.
Invento escenarios: fingiré que estoy enferma, diré que se me
hizo tarde… ¿Cómo estará? Y si digo basta y agoniza solo, allá en eso oscuro
antro del bajo. No, nunca me lo perdonaría. Su existencia quedará vacante. Su vida
está ya vacante ahora; yo soy un motivo, no un medicamento. Huiré; cerraré la
escotilla, como si fuera un submarino y me sentaré a escuchar los éxitos de los
80 con los piernas cruzadas en actitud de meditación, con los ojos cerrados e
invisibles velas alrededor. Recogeré las
píldoras y las echaré en el inodoro. Después iré a cortar rosas en el jardín. No,
rosas no, tallos, para sembrar con papas en todas las macetas vacías. Y el estará
en coma. Pero estará vivo. En las
historias de muerte clínica refieren que “es un estado en el que solo quedan
unos minutos antes de la muerte real de una persona. En este corto tiempo, aún
puede guardar y devolver al paciente a la vida”. Volverá; en el preciso
instante en que yo esté a punto de abrir la puerta de la habitación, vestida como
un ciclópeo dragón de trapo. Mi cuarto es el único escenario, finalmente.
Continúan los gorjeos y silbidos, fríos. Quizá no estoy realmente aquí. Vela, cenizas,
banderas marinas, focos, una esterilla. Todavía respiro detalles, graciosos, es
muy raro, la asistente sentada sobre el césped. Que me aleje de esta pesadilla y
que no, no vuelva.
Al principio era todo más fácil. “Esa maldita enfermedad,
deberías ver, tanta gente en la misma, aunque es de la única manera en que
puedes soportarlo”. – Tranquilo Mariano, también es mucha la gente que lo
supera”. – Estaré allí, no te preocupes y saldrá todo bien.
“Es difícil; sin trabajo. Sin resguardo médico” ... Es
injusto. Uno no elige la ocasión. Y ese ser humano promiscuo y agobiado, se va
cayendo de la cornisa y sólo lo puedes ver caer. Más nada. Y una se cree hada
madrina, con varita en lugar de curitas y galeras con conejos en lugar de
heladeras con suero. Y no eres un ser humano promiscuo y agobiado; eres algo
diferente. Un capullo de lirio
Esto es lo más delirante que puedo ser. O no puedo. Parpadeo.
Saco el paraguas del ropero y lo guardo en la mochila. Hay lluvia en el aire. Y
también vacío. —No me mires así —me dice cuando llego. —¿así cómo? —digo. “estas
enojada” y lo dice como si creyera que es absurdo. Realmente estoy furiosa; busco dentro de mí
misma, para ver si encuentro una imagen que me libre de decir lo inaceptable. Pájaros
en jaulas sin barrotes, los caballos en su establo de alfalfa amarilla, la sensatez
de algo, no, ¿qué hay de los gusanos?, reptaban; casi podía verlos en el
interior de su boca. Los libros de arte,
sacudiéndose el polvo como momias locas, no son de gran ayuda. Doy vueltas el
sitio, sacudo, unos pocos chirimbolos, la maceta con una escuálida lengua de
suegra. Con la estufa, tengo que luchar un poco más. —Oye —me llama—, estos
silencios me atormentan. — ¿qué silencios? - pregunto. — No hay palabras que puedan
llenarlos de todos modos; mejor me hago la distraída. — Eres tú el que me
atormenta, con tu descuido y tu insensatez. Por qué no puedes blandir tus
defensas, en lugar de hundirte. Lo fácil es de cobardes. — Mis defensas son las
que aún me mantienen de este lado del mundo. Lo miro. Tengo frío de pronto.
Mucho y no puedo contestar. No, no, no es culpa suya; es su identidad. Tengo
que aceptarlo, y aceptar mis escalofríos. Algunas veces, quisiera sonsacarle
una explicación, un porqué, pero no estoy segura de querer saber. Me siento apenas
como una buena samarita en estos momentos. Tengo la espalda agarrotada. Él es excesivamente
obstinado. —Tengo que volver a casa. No está dispuesto a dar la batalla, no
cree en milagros (dijo desde un principio) y prefiere los finales súbitos. Salgo
y el sol me atraviesa las sienes; olvidé que el amanecer allí apura laos
frentes del edificio. Una vez más florecen los límites de la ruta. No hay ni un
solo auto. Mis pies se avanzan flácidos... Se que no puedes entenderlo —dijo
él—. Todo lo pones por las nubes. —Ni un pestañeo. No se burla. Dice también
que poseo una difícil y oportuna ceguera. —No puedes hacer desaparecer la crueldad
de la vida —dijo también. Tenía la cara hinchada, gris, una confusión de barquito
de papel hundiéndose en el agua. — Te he amado toda mi vida —. Se muerde los
labios y se recuesta sobre las almohadas, su expresión cruda, impenetrable. Tal
vez creía que yo no lo había notado. Confía en el perdón, no lo repetirá. Un
dolor tan grande sólo se nombra una vez. Sin embargo, decirlo abrió un puente
hasta el hueco del alma. Que cosa puede hacerse,
que nadie opine sobre lo que significa, ya no hay una oportunidad. Si
pudiésemos: le propondría un pacto, un coqueteo, él no lo tomaría en cuenta, lo
interpretaría palabra por palabra. “Nunca fue necesario”. Negaría, me miraría
con esos ojos grandes y vacíos…
Una vez en el colectivo, me noto pesadamente transportada, cuadra
por cuadra. Me bajo en el Parque del Sur, camino directo a la zona de la planta
eléctrica; allí están los espinares de la meseta, que solos y a solas siempre,
han ejercitado la insensibilidad de las piedras. Ascienden
calladamente, haciéndose sombra a sí mismos, poquedades, imperceptibles, chaperones
de sí mismos; anodinos. Y después de mirarlos largamente, me pregunto cómo
duran, cómo lo hacen.
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